2 sept 2020
C. S. Lewis - Los significados de "fantasía"
La palabra «fantasía» es un término tanto literario como psicológico. En sentido literario designa toda narración que trata de cosas imposibles y sobrenaturales. La balada del viejo marinero, Los viajes de Gulliver, Erewhon, El viento en los sauces, The Witch of Atlas, Jurgen, La olla de oro, la Vera Historia, Micromegas, Planilandia y las Metamorfosis de Apuleyo son fantasías. Desde luego, se trata de obras muy heterogéneas, tanto por el espíritu que las anima como por la intención con que han sido escritas. Lo único que tienen en común es lo fantástico. A este tipo de fantasía la llamaré «fantasía literaria».
En sentido psicológico, el término «fantasía» tiene tres acepciones.
1. Una construcción imaginaria que de una u otra manera agrada al individuo, y que éste confunde con la realidad. Una mujer imagina que alguna persona famosa está enamorada de ella. Un hombre cree que es el hijo perdido de unos padres nobles y ricos, y que pronto será descubierto, reconocido y cubierto de lujos y honores. Los acontecimientos más triviales son tergiversados, a menudo con mucha habilidad, para confirmar la creencia secretamente alimentada. No necesito forjar un término especial para designar este tipo de fantasía, porque no volveremos a mencionarla. Salvo accidente, el delirio carece de interés literario.
2. Una construcción imaginaria y placentera que el individuo padece en forma constante pero sin confundirla con la realidad. Sueña despierto —sabiendo que se trata de una ensoñación— e imagina triunfos militares o eróticos, se ve como un personaje poderoso, grande o simplemente famoso, cuya imagen surge siempre igual o bien va cambiando a lo largo del tiempo, hasta convertirse en su principal consuelo y en su casi único placer. Tan pronto como se siente liberado de las necesidades de la vida se retira hacia «ese invisible desenfreno de la mente, esa secreta prodigalidad del ser». Las cosas reales, incluso las que agradan a los otros hombres, le parecen cada vez más desabridas. Se vuelve incapaz de luchar por la conquista de cualquier tipo de felicidad que no sea puramente imaginaria. El que sueña con riquezas ilimitadas no ahorrará cinco duros. El Don Juan imaginario no se tomará el trabajo de intentar agradar normalmente a ninguna mujer que se le cruce. Se trata de la forma patológica de la actividad que llamo «hacer castillos en el aire».
3. Esa misma actividad pero practicada con moderación y durante breves períodos, como recreación o vacación pasajera, y debidamente subordinada a actividades más efectivas y más sociales. Quizá sea innecesario preguntarse si un ser humano podría ser tan cuerdo como para prescindir de esta actividad durante toda su vida: de hecho, nadie lo es. Y ese tipo de ensoñaciones no siempre se extinguen sin dejar huellas. Lo que hacemos efectivamente suele ser algo que hemos soñado hacer. Los libros que escribimos han sido alguna vez libros que, soñando despiertos, imaginamos que escribíamos... aunque, desde luego, nunca sean tan perfectos como aquéllos. A esto también lo llamo «hacer castillos en el aire», pero no se trata ya de un fenómeno patológico sino normal.
Este último tipo de actividad puede ser de dos clases y la diferencia entre ambas es muy importante. Una podemos calificarla de egoísta y la otra de desinteresada. En la primera, el soñador es siempre el héroe y todo se ve a través de sus ojos. Es él quien da las respuestas más agudas, cautiva a las mujeres más bellas, posee el yate transatlántico o es aclamado como el más grande de los poetas de su época. En la segunda, el soñador no es el héroe de su ensoñación e, incluso, puede estar ausente de ella. Así, un hombre que no puede ir a Suiza en la realidad es capaz de entretenerse soñando con unas vacaciones alpinas. Estará presente en la ficción, pero no como el héroe sino como un mero espectador. Puesto que, si estuviese realmente en Suiza, su atención no se concentraría en él sino en las montañas, al construir castillos en el aire su imaginación también se concentra en ellas. Pero a veces el soñador no figura para nada en su ensoñación. Probablemente haya muchas personas que, como yo, en las noches de insomnio, se entretienen pensando en paisajes imaginarios. Suelo remontar grandes ríos, desde los estuarios donde chillan las gaviotas, a través de sinuosas gargantas cada vez más estrechas y abruptas, hasta las fuentes en perdidos remansos del marjal donde apenas se escucha el débil tintineo de las aguas. Sin embargo, no me imagino explorándolo; ni siquiera me atribuyo el papel de un turista. Contemplo ese mundo desde fuera. Pero los niños suelen ir más lejos. Son capaces —en general, cuando se juntan— de imaginar todo un mundo, y de probarlo, permaneciendo, sin embargo, fuera de él. Pero para que ello sea posible no basta la mera ensoñación; eso ya es construcción, invención, ficción.
Así pues, si el soñador no carece por completo de talento, puede pasar con facilidad de la fantasía desinteresada a la invención literaria. Es posible, incluso, pasar de la ficción egoísta a la desinteresada, y de esta última a la ficción auténtica. Trollope nos cuenta en su autobiografía la génesis de sus novelas, surgidas de las fantasías más egoístas y compensatorias.
Sin embargo, lo que aquí nos interesa no es la relación entre construir castillos en el aire y escribir, sino la que existe entre esa actividad mental y la lectura. Ya he dicho que los malos lectores sienten predilección por aquellas historias que les permiten disfrutar indirectamente, a través de los personajes, del amor, de la riqueza y del privilegio social. De hecho, lo que hacen es construir castillos en el aire, al modo egoísta, sólo que dirigidos por el autor. Durante la lectura se identifican con el personaje que más envidian o más admiran; y es probable que al acabar el libro los triunfos y placeres que éste les haya deparado sirvan de alimento para ulteriores fantasías.
A veces se piensa que las personas carentes de sensibilidad literaria siempre leen así y siempre realizan este tipo de identificación. Me refiero a la identificación capaz de proporcionarles, indirectamente, placeres, triunfos y honores. Sin duda, todo lector necesita identificarse de alguna manera con los personajes principales, ya se trate de héroes o villanos, ya le despierten envidia o desprecio. Debemos «congeniar», debemos entrar en los sentimientos de esos personajes, porque si no lo mismo daría que la historia de amor estuviese protagonizada por triángulos en lugar de por seres humanos. Sin embargo, sería injusto suponer que el único tipo de identificación posible es la que existe en la fantasía egoísta. Esto es falso incluso en el caso de los lectores sin sensibilidad literaria aficionados a la narrativa popular.
Por de pronto, a algunos de esos lectores les gustan las historias cómicas. No creo que ni ellos ni nadie desarrollen fantasía alguna cuando disfrutan con una broma. Sin duda, no deseamos estar en el lugar de Malvolio cuando queda enredado en las ligas o del señor Pickwick cuando cae al estanque. Podríamos decir: «Me gustaría haber estado allí para verlo», pero eso sólo significa que, siendo —como somos— espectadores, desearíamos haber estado en el sitio que nos parece el mejor. También hay muchos de estos lectores a quienes les gustan las historias de fantasmas y, en general, de terror. Sin embargo, cuanto más les gustan menos deseos pueden sentir de convertirse en sus protagonistas. Es posible que, a veces, el lector disfrute con las historias de aventuras porque se imagine a sí mismo en el papel del héroe listo y valeroso; pero no creo que su placer derive siempre de esa identificación, ni que ésa sea su principal manera de disfrutar con la lectura. Puede admirar a un héroe dotado de aquellas cualidades, y desear que triunfe, sin necesidad de apropiarse de ese triunfo.
Queda un tipo de historias cuyo atractivo sólo puedo asociar con la fantasía egoísta; me refiero a las historias que narran éxitos, a ciertas historias de amor y a ciertas historias sobre la alta sociedad. Son las historias favoritas del nivel más bajo de lectores. Digo «más bajo» porque la lectura no llega a sacarlos de sí mismos sino que los confirma en un tipo de autocomplacencia al que ya están habituados, apartándolos de la mayoría de las cosas valiosas que podrían encontrar tanto en los libros como en la vida. Esta clase de actividad mental, realizada con la ayuda de libros o sin ella, es la que los psicólogos llaman fantasías (en una de las acepciones que hemos mencionado). Si no hubiésemos hecho las necesarias distinciones, se habría podido atribuir a esos lectores un gusto por las fantasías literarias. En realidad, sucede lo contrario. Probad y veréis que las detestan, que las consideran «cosas para niños», pues no ven interés alguno en leer sobre «lo que, en realidad, nunca podría haber sucedido». Desde nuestro punto de vista, es evidente que los libros favoritos de esta clase de lectores están plagados de cosas imposibles. Aceptan sin reparos las descripciones psicológicas más aberrantes y las coincidencias más disparatadas. En cambio, exigen una observancia rigurosa del tipo de leyes naturales a que están habituados, y de la normalidad general: la indumentaria, los artefactos, la comida, las casas, los trabajos y el tono han de ser los de todos los días. Sin duda, esto se explica en parte por la acentuada inercia de su fantasía: sólo son capaces de aceptar la realidad de lo que ya han encontrado miles de veces en los libros y cientos de veces en la vida. Sin embargo, hay una causa más profunda.
Aunque no confundan su fantasía con la realidad, quieren sentir que lo que fantaseen pueda ser real. La lectora no cree que atraiga las miradas de todos, como la heroína del libro que está leyendo; pero quiere sentir que, si tuviera más dinero, y, por tanto, mejores ropas, joyas y cosméticos, y mejores oportunidades, podría atraerlas. El lector no cree que sea rico ni que haya triunfado en la vida; pero con sólo ganar una quiniela, si no se necesitara talento para hacer fortuna, podría conseguirlo. Sabe que su sueño no se ha realizado; lo que pide es que, en principio, sea realizable. Por eso basta la mínima aparición de un elemento notoriamente imposible para aguarle la fiesta. Toda historia que refiera cosas prodigiosas, fantásticas, le dice, en forma implícita, lo siguiente: «Sólo soy una obra de arte. Debes tomarme como tal: debes gozar de mí por lo que soy capaz de sugerir, por mi belleza, por mi ironía, por mi invención, etc. No se trata en absoluto de que esto pueda sucederte a ti en la vida real». Entonces la lectura —este tipo de lectura— pierde todo interés. Si el lector no puede decirse: «Algún día —¿quién sabe?— esto podría sucederme», la lectura ya no tiene razón de ser. Por tanto, hay una regla que siempre se cumple: cuanto más coincida la manera de leer de una persona con la fantasía egoísta, mayor será su apetencia de un realismo superficial, y menor la atracción que sobre ella ejerza lo fantástico. Desea que la engañen, al menos por un momento, y para ello es imprescindible que subsista cierta semejanza con la realidad. Cuando se construyen fantasías desinteresadas, puede soñarse con el néctar y la ambrosía, con pan mágico y con rocío de miel; en cambio, cuando se practica la modalidad egoísta, sólo se sueña con huevos y tocino o con un filete.
Pero acabamos de utilizar la palabra «realismo», que es equívoca y, por tanto, requiere cierto análisis.
En La experiencia de leer