Silvina Ocampo - La música de la lluvia

21 ago 2020

Silvina Ocampo - La música de la lluvia




Silvina Ocampo - La música de la lluvia


Las piedritas del camino cantaban bajo las ruedas del coche de plaza. En el atento jardín no podía confundirse el ruido pausado y rítmico del coche de caballos con el ruido seco y rápido del automóvil. Aquel día todo parecía musical: la roldana del aljibe que subía el balde, las voces, las toses, las risas.

—¿Quién llegó? —preguntaron gritos aflautados.

—Octavio Griber —contestó una voz grave.

—¿Quién? —insistió la pregunta impaciente.

—El pianista —contestó la voz grave.

—¿En coche de plaza? En un día de lluvia. ¿Acaso no pudieron venir en automóvil?.

—El pianista está loco por los coches de caballos y la lluvia; dice que son musicales. Por lo menos relinchan a veces los caballos.

En la sala se sentó la gente, en los sillones demasiado cómodos, tan cómodos que después de un rato era difícil para algunas personas incorporarse, de modo que la actitud que tomaron sugería la permanencia. En el jardín, de vez en cuando, un relámpago seguido de un trueno iluminaba la sala.

El dueño de casa, que sabía tocar el piano, se apostó junto a la ventana. Estaba tan habituado en su ilusión a que lo retrataran que adoptó esa postura romántica.

Iluminado por un relámpago, el pianista entró por fin. Ninguna timidez suavizaba su rostro. Saludó con un movimiento de cabeza, que lo despeinó, a todos los invitados. Cuando vio el enorme espejo que había junto al piano, ordenó que lo taparan. (Esta exigencia causó revuelo. No había con qué taparlo. Por fin encontraron un edredón floreado y lo colocaron, como pudieron, sobre el espejo.) Luego el pianista se dirigió ceremoniosamente a un rincón donde había un biombo decorado con espigas, racimos de uvas y palomas, sacó de un portafolio una chaqueta de terciopelo, con alamares dorados, y se la puso después de quitarse el abrigo, los zapatos y las medias.

Obedeciendo a su pedido, varias manos anilladas levantaron la tapa del piano. El pianista sacó de su bolsillo diminutos papeles de seda blanca y los puso cuidadosamente, uno por uno, debajo de cada martillo de felpa, en el interior del piano, que previamente había examinado, como un médico a un enfermo. El dueño de casa disimuló su inquietud al ver debajo de los martillos todos esos papelitos, pero no pudo contener su impaciencia y exclamó con una voz incongruente:

—Es un excéntrico. —Y preguntó amablemente a la madre del pianista:

—¿Por qué hace eso?.

—Es un nuevo sistema que enseña los tonos del piano. Suena como un clavicordio.

—¿Sueña o suena?. Un sistema no es más nuevo que otro, pues ningún sistema es nuevo. El clavicordio es un instrumento antiguo. ¿Qué ventaja hay en utilizar efectos modernos para conseguir antigüedades?. Pero ante todo no me gusta que me toquen el interior del piano. Ya bastantes polillas le han entrado.

Octavio Griber miró con severidad al dueño de casa, encendió un cigarrillo y murmuró:

—Yo no toco sin papel de seda. —Siguió acomodando sus papelitos y murmuro dirigiéndose al dueño de casa:

—Me han dicho que usted es un gran pianista. ¿No nos hará oír su repertorio?.

—Sí, pero no toco con los pies —contestó el dueño de casa secamente—.

Era muy celoso. Cuando lo estaba, se le notaba en la barba: se le ponía tan áspera que ni un beso podían darle, por suave que fuera la brillantina que usaba.

—Después de estas reuniones me siento más viejo —me susurró al oído—.

Advertí por primera vez que era bizco, de tanto mirar su barba, y que esto era el secreto de la inteligencia de su mirada.

La lluvia arreciaba en el jardín. Se la oía golpear los vidrios como si fuera piedra en vez de lluvia. En ese momento se distribuyeron los programas manuscritos con letra de colegial. De Liszt figuraban varias obras: Al borde de una fuente, San Francisco de Paula sobre las aguas, Juegos de agua en la Villa d'Este. Los nombres de Debussy, Ravel, Chopin, Respighi estaban escritos en tinta verde. Los papeles volaban de mano en mano.

Cuando cesaron de volar los papeles de los programas, que sirvieron de abanico, el pianista se sentó en el taburete, colocó el cigarrillo encendido sobre el borde del piano y giró varias vueltas buscando la altura que convenía a su estatura. Miró sus pies, los pedales, sus pies, los pedales y luego comenzó a tocar escalas con el dedo gordo del pie. Las notas se sucedían con un staccato originalísimo. Los invitados no sabían si tenían que admirar o reír.

—Qué gracia —dijo alguien—. Yo también puedo hacer lo mismo.

—Pero ¿por qué no toca como la gente con todos los dedos? —preguntó una voz femenina como un alfiler.

—Porque sería muy difícil. Tendría que ser equilibrista para tocar con los cinco dedos del pie.

—Pero yo digo con las manos, como Dios manda. ¿Por qué hay que tocar con los pies?.

—Hay personas que pintan con los pies o con la boca. ¿Qué tiene de malo?.

—Pero son inválidos.

—Es su manera de tocar; toca a veces con el dedo gordo del pie. Fiel a la primera composición que interpretó, vuelve a repetirla siempre. El comienzo de su carrera fue brillante. Nunca siguió los consejos de ningún maestro —dijo la señora de Griber, lentamente extasiada—. Cuando mi hijo empezó a estudiar, me decía, mirándose el pie: "¿Por qué tantos dedos?". Inútil fue que la profesora le diera caramelos de naranja, de limón o de frambuesa, hasta de chocolate, que le provocaban urticaria. Rehusaba tocar el piano con todos los dedos. Tocaba exclusivamente con el dedo gordo. Después de aquella primera experiencia recurrió a los papelitos de seda y luego a la desafinación del piano para conseguir, según lo proclamaba, sonidos más naturales. Un afinador le reveló todos los secretos del instrumento. Solía exclamar: "Voy a desafinarlo en mi bemol y en re menor". Nadie sabía lo que esto quería decir. Tal vez él mismo no lo sabía, pero los sonidos que obtenía del mismo eran tan extraordinarios que del piso de abajo de mi casa vinieron un día a averiguar qué disco de Wanda Landowska habíamos puesto en el fonógrafo, porque nunca habían oído algo tan maravilloso. Aquí no se atreve, pero en otras casas desafina los pianos. No hay que contrariar a los genios —decía la señora de Griber—.

Octavio Griber, que ya estaba tocando el piano con todos los dedos de la mano, de improviso giró en el taburete y miró a la concurrencia, como diciendo: ¿Quién se atreve a hablar, cuando sólo están aquí para escuchar?. No dijo nada, pero moviendo la cabeza impuso el silencio, para que pudieran oír su interpretación de la Balada en si menor, de Brahms.

—Esta música no tiene nada que ver con el agua —dijo alguien que comprendía el sentido acuático del concierto hasta en los más mínimos detalles.

—Con los relámpagos —contestó imperiosamente Octavio—.

Jardín bajo la lluvia, La catedral sumergida, Pez de oro, de Debussy, y Juegos de agua, de Ravel, adquirían una sonoridad perfecta a pesar de la sordina impuesta por el papel de seda. Cuando tocó la canción A orillas del agua, de Fauré, otra de sus innumerables originalidades, tarareó la melodía con tanta suavidad que desencadenó un aplauso estruendoso: el Preludio de la gota de agua, de Chopin, alcanzó un éxito mayor. Indudablemente, el contacto de los pies desnudos del virtuoso en los pedales influía sobre la interpretación de cada obra. Había que atenerse a la crítica que salió el día anterior en el diario; había que admitirlo cómo el público lo admiró en el último concierto del Teatro Colón.

—Pero todas las piezas que toca son de músicos franceses —protestó una señora.

—Chopin no es francés, Liszt tampoco, Respighi tampoco.

—Van Gogh fue el primer pintor en pintar la lluvia. ¿No es extraño?.

—¿Qué tiene que ver la pintura con la música?.

—Van Gogh asociaba la música con la pintura. Y el primer músico en cantar la lluvia fue Debussy.

—No es exacto.

—¿Qué es lo que no es exacto?.

—Que Van Gogh asociara la música con la pintura. Si lo hizo fue en uno de sus desvaríos, cuando mandó de regalo una de sus orejas envuelta. Además no era francés. Haendel, Grieg, Schubert, hasta Wagner en El oro del Rin, se inspiraron en el agua.

—Pero se trata de música de orquesta y no de piano. ¡El oro del Rin, a quién se le ocurre!.

—¿Cuál pieza era la de Chopin?. —interrogó un joven—.

—¿No leíste el programa?.

—Uno de los Estudios, el de La gota de agua.

—¿Quién tiene gota?. —preguntó una señora que estaba en la otra punta de la sala—.

—Es una pieza de música —le contestaron—.

—Es el colmo de la aberración: inspirarse en una enfermedad.

Resonaba el piano con un misterio nuevo. Nadie lo escuchaba, salvo una invitada, que exclamó:

—¡Hay músicas que matan!. —sollozaba con la cara entre las manos—.

—Nunca pude oír Jardín bajo la lluvia sin llorar.

A través de los vidrios de las ventanas parecía que los árboles del jardín crecían. De pronto el concertista se detuvo. Pidió que le abrieran las ventanas y dijo:

—Que me escuchen por lo menos los árboles o la lluvia.

Vio mil hermosos ojos con lágrimas, lágrimas más bien con ojos. Sonrió. Si hubiese podido guardar esas lágrimas en un frasquito, las hubiera guardado como una esencia de azahar, para su amargura. "Las lágrimas de la novia, mi próxima obra, llevará ese título", pensó. Pero le ofrecían una naranjada helada y una fuente con tarteletas de frutilla. Bebió la naranjada y comió las tarteletas con apremio. Entre cada bocado se chupó algún dedo como si fuera una golosina. Le ofrecieron en bandeja una servilleta de hilo bordada para que se limpiara. Miró la bandeja, tomó la servilletita y la metió en el bolsillo rápidamente. Giró de nuevo en el taburete y volvió a posar las manos sobre el teclado del piano, mirando el cielo raso, como lo había visto hacer a Paderewski, en un teatro de Rino Bandini. Una señora se le acercó, le tomó del mentón y le dijo:

—Qué amor de niño precoz: pensativo como sus tatarabuelos.

Cuando volvió a resonar el piano, algo le molestó. Inclinó la cabeza hasta tocar las teclas con la oreja. Se agachó para examinar los pedales. Una nota resaltaba más que las otras. Se incorporó, hurgó en el interior del piano, descubrió que uno de los martillos no tenía su papelito. Octavio Griber pidió que trajeran un papel de seda. Buscaron el papel por todos los rincones de la casa, con linternas, porque ya se hacía de noche y los altillos sin luz eran inaccesibles.

Finalmente encontraron unas manzanas envueltas en papel verde, que trajeron a la sala en una bandeja. ¿Serviría este papel, aunque no fuera del más fino?.

Octavio Griber colocó las tiras de papel en el sitio donde faltaban, cuidadosamente hizo repicar las notas y apreció la superioridad del papel de envolver manzanas.

Juegos de agua resonó nuevamente en el piano, como nunca había resonado, con el nuevo aditamento de papel verde. A veces un trueno precedido de un relámpago conmovía los caireles de la araña, pero no a las personas que oían, cuando no hablaban, resonar aquel piano. Los aplausos, tímidos al principio, llenaron después la sala de entusiasmo. Octavio, temblando de ambición, pidió a dos jóvenes que estaban a su lado que abriesen de nuevo el piano. Indicó los pormenores de la operación. De su bolsillo sacó lo que nos pareció una pequeña pinza, que era un diapasón, y se acercó a los jóvenes que abrían enérgicamente las entrañas del piano.

—Es cosa de un momento —dijo Octavio al piano, como si se tratara de una operación quirúrgica—.

Alguien protestó, pero la vergüenza se apoderó del que protestaba. ¿Cómo prohibir a un genio las manifestaciones de su originalidad?. Para distraerlo, alguien llevó al dueño de casa al antecomedor a buscar unos cubiertos que faltaban. Octavio ajustó o aflojó algunas cuerdas del piano. Consiguió la total desafinación del instrumento, con la máxima rapidez.

No se reconocía ni Carnaval, de Schumann, ni Jardín bajo la lluvia, de Debussy, ni Juegos de agua, de Ravel. Todo se había transformado en algo diferente, que él solo interpretaba.

La tormenta no amainaba. La lluvia golpeteaba sobre los vidrios.

Después de servir el chocolate a la española y las masitas de distintas formas y colores, después de rogar al dueño de casa que tocara su repertorio, Octavio Griber, suspirando, se quitó la chaqueta de terciopelo en el mismo rincón en donde se la había puesto, la guardó en el portafolio, se vistió, se alisó el pelo, se puso las medias y los zapatos. Cuando me miró para despedirse le presenté mi álbum para que firmara un autógrafo.

—¿Cómo te llamas? –preguntó—.

—Anabela —respondí.

Firmó "Para Anabela, su admirador, Octavio".

Ya estaba esperando el coche en la puerta.

El dueño de casa corrió a buscar algo y volvió con un sobre y un pianito de juguete, con un pianista.

—Para Octavito —dijo amargamente, como si estuviese repitiendo una lección aprendida—.

—No —susurró la señora de Griber, deteniéndolo—. Puede ofenderlo. No le gustan los diminutivos.

—Los japoneses regalan juguetes a los grandes. Además no tiene edad de ofenderse —dijo el dueño de casa, acariciándose la barba, áspera como un felpudo—.

—Algunos nacemos ofendidos —exclamó la señora de Griber—.

—Pero ¿qué edad tiene su hijo, señora?.

—Es un secreto. Se quita la edad. La poquita edad que tiene. Nunca quiso mirarse en un espejo, en la ilusión quizá de conservarse siempre niño. Me dijo una vez a los cinco años, cuando insistí para que se mirara: "La música no se ve en el espejo". ¿Le parece avejentado?.

—De ninguna manera. Toca el piano como un niño de cinco años.

El dueño de casa entregó el sobre a la señora de Griber, que subía al coche, y el pianito a Octavio, que se demoraba en la puerta, bajo la lluvia. Octavio examinó el juguete, le dio cuerda, lo dejó en el suelo. El pianista de lata se puso en movimiento y la cajita de música entonó el principio de un vals. Octavio recogió el juguete, quería y no quería oír esa música, quería y no quería mirar al pianista de lata. Luego, con ímpetu, arrojó el juguete y subió al coche. Cuando el coche doblaba en la curva del camino, Octavio se asomó detrás de la cortinita negra de hule para mirar; la lluvia, los árboles escuchaban el vals de Brahms interpretado por el pianista de juguete.


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Imagen: s/d