7 ago 2020
Ernesto Sabato - Borges y el destino de nuestra ficción
En el prólogo que Ibarra redactó para la versión francesa de Ficciones, al lado de inteligentes aciertos, sostiene equivocadamente que «personne n’a moins de patrie que J. L. Borges». Yo pienso, por el contrario, que todos sus atributos son peculiares de cierto tipo de argentino.
En primer término, su constante preocupación por el tiempo y la consecuente inclinación metafísica. Pero además hay en él un léxico y un estilo que no podían aparecer sino en el Río de la Plata. Como orgullosa manera de reivindicar la patria contra los advenedizos, se dan en muchos argentinos de la antigua clase agropecuaria ciertos matices lingüísticos del criollo y hasta del simple gaucho en los que se trasluce esa mezcla de estoicismo ante el infortunio, de melancólica poesía, de velada ironía y de arrogante orgullo detrás de una aparente modestia, que eran propios de aquella raza de hombres de una estepa dura e infinita. Por vocación literaria y por orgullo nacional, Borges recoge y estiliza admirablemente esos matices y de pronto con un giro o un par de palabras que no tienen ese grueso color local de los folkloristas crea vertiginosamente patria.
Nada hay en él, nada de bueno ni de malo, nada de fondo ni de forma, que no sea radicalmente argentino. Sucede aquí un poco lo que sucedía en la Rusia del siglo pasado, y por motivos geográficos y sociales muy semejantes. Hasta la disputa entre eslavófilos y occidentalistas es la prefiguración de esta disputa entre nacionalistas y europeístas. Y hoy advertimos que el pobre y vilipendiado Turguéniev, con su filosofía alemana y sus toros ingleses, era tan entrañablemente ruso como el Zar.
La riqueza de la clase agropecuaria, su refinamiento, la posibilidad de lectura y de ocio, preparó el advenimiento de artistas de primer rango. Pero esos artistas surgieron desgarrados por fuerzas contrarias, tal como sucedía a un Turguéniev en Rusia: por un lado veían a Europa como paradigma de cultura, tendiendo así, en los creadores superficiales, a una mera imitación del modelo; por otro lado, sentían el llamado de su tierra, y así, cuando fueron profundos, adaptaron su valioso instrumental europeo para la expresión de su propia realidad: es el caso de Güiraldes.
También Borges ha estado sometido a esta doble tensión. Pero, más literario que vital, más refinado que poderoso, ha producido una obra frecuentemente bizantina, aunque hermosa.
Es significativo que, para Borges, el más grande escritor argentino del pasado sea Lugones. En la primera y más develadora frase del ensayo que le dedica, afirma: «El genio de Lugones es magníficamente verbal». Sus críticas y sus elogios son meras variaciones de esa proposición, pero en conjunto su juicio trasluce sus propios y más recónditos sentimientos de culpa.
Dice: «Lugones encarnó en grado heroico las cualidades de nuestra literatura, buenas y malas. Por un lado el goce verbal, la música instintiva, la facultad de comprender y reproducir cualquier artificio; por el otro, cierta indiferencia esencial, la posibilidad de encarar un tema desde diversos ángulos, de usarlo para la exaltación o para la burla (…) En lugar de la inocente expresión, tenemos un sistema de habilidades, un juego de destrezas retóricas. Raramente un sentimiento fue el punto de partida de su labor; tenía la costumbre de imponerse temas ocasionales y resolverlos mediante recursos técnicos (…) Cíclicamente surgen poetas que parecen agotar la literatura, ya que cifran ellos toda la ciencia retórica de su tiempo; tales artífices, cuyo fin es el estupor, acaban por cansar. Ya Samuel Johnson observó que el asombro es un placer trabajoso. La obra que maravilla a una generación suele parecer fría y hasta poco ingeniosa a las venideras, interesadas en otras novedades o novelerías».
Ahora bien, ¿por qué ha de ser Lugones quien encarne, con esos defectos, nuestra literatura ejemplar, y no Sarmiento o Hernández, que no los tuvieron, que nunca escribieron por puro goce verbal sino para cantar «cosas de fundamento», que jamás ensayaron artificios ni fueron indiferentes, ni tomaron un tema simultáneamente para la exaltación y para la burla (como si la vida de los hombres fuera un juego), ni convirtieron su necesidad de expresión en mera habilidad o destreza retórica, ni se propusieron temas ocasionales para darse el lujo de resolverlos técnicamente, ni eran artífices que se proponían el estupor? Por algo, como lo reconoce el propio Borges, nos resulta ahora frío y pomposo Lugones, por algo lo hemos abandonado, mientras leemos cada día con mayor admiración y fervor las tumultuosas páginas de Facundo o la poesía del Martín Fierro, que parca y virilmente nos transmite la trágica belleza de una raza de hombres exiliada en su propia patria.
Piensa Borges que la clave para enjuiciar a Lugones es Flaubert, cuya doctrina considera ejemplar en la literatura de nuestro tiempo. Flaubert —afirma— postuló una armonía entre lo eufónico y lo exacto. Ahora bien: el mot juste no es necesariamente la palabra anómala o asombrosa, «pero bajo la pluma de Lugones degenera en mot surprenant, y la página proba en la mera pagina de antología hecha de triunfos técnicos, menos apta para conmover o para disuadir que para deslumbrar. Su literatura, por exceso de aplicación, o por una aplicación perversa, quedó así maculada de vanidad: detrás de los epítetos inauditos y de las metáforas alarmantes, el lector percibe, o cree percibir, ese grave defecto moral».
Pero es evidente que el inmaculado Flaubert (como siempre sucede cuando se hace un culto de la palabra) incurrió en los mismos defectos que Borges critica en Lugones; hasta el punto de que lo mejor de Flaubert es la vida de Emma Bovary, obra en que se propuso hacer con su romanticismo y su retórica la misma tarea de ascesis que Cervantes había hecho con la caballería y la correspondiente retórica.
Ahora bien, del mismo modo que hay dos Flauberts, hay dos Lugones. Y así como Borges admira al Flaubert orfebre que hemos condenado (pasando por alto y seguramente lamentando al autor de Madame Bovary); así, de los dos Lugones nos propone el de la pasión verbal, dejando en la sombra al poeta que alcanzó su más alta jerarquía cuando se despojó de las tentaciones estéticas para expresar sus angustias, esperanzas y tristezas de simple ser humano.
Pero lo curioso es que podríamos parafrasear todo esto para el propio Borges. Ya que también hay dos Borges, y el que exaltan sus admiradores superficiales y sus imitadores es el menos valedero como siempre pasa; ya que lo profundo es lo inimitable.
El goce, el ingenio, el placer intelectual la prosa brillante e insólita, el juego pertenecen a ese Borges que yo considero el menos rescatable. Y en eso no estoy solo: sospecho que me acompaña el propio Borges, como lo susurra su ensayo sobre Lugones. Al lado del Borges que no retrocede ante el oropel, existe el poeta que en memorables versos nos ha conversado de los patios de infancia, de los melancólicos barrios porteños, de la pampa antepasada; que en sus mejores cuentos, en los más austeros, nos ha logrado transmitir la nostalgia por el infinito, la tristeza de la edad y de la muerte, el culto del coraje y la amistad. ¿No debería ser este Borges desprovisto de vanidad y de juego el que festejáramos? Parece imposible. La fama es un conjunto de equivocaciones, y muy a menudo un artista es alabado por los defectos que lo debilitan. Y a este hombre que por encima de todo es un poeta se lo celebra por sus juegos de ingenio, por cosas que a lo más pertenecen a esa literatura bizantina que constituye el lujo (pero también la flaqueza) de una gran literatura.
El Círculo de Viena sostuvo que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Y ese aforismo que enfureció a los filósofos se convirtió en la plataforma literaria de Borges.
En uno de sus ensayos relata cómo un emperador mogol soñó con un palacio y lo hizo construir conforme a esa visión; siglos después, un poeta inglés, que ignoraba el origen onírico del palacio, sueña con él y escribe un poema. Borges se pregunta: «¿Qué explicación preferiremos? Quienes de antemano rechazan lo sobrenatural (yo trato siempre de pertenecer a ese gremio) juzgarán que la historia de los dos sueños es una coincidencia… Otros argüirán que el poeta supo de algún modo que el emperador iba a construir el palacio… Más encantadoras son las hipótesis que trascienden lo racional». En un par de páginas nos propone esas encantadoras variantes.
El ánimo lúdico conduce al eclecticismo, tal como se ve en ese mismo fragmento: hay varias interpretaciones, cada una de las cuales implica una metafísica diferente.
El mismo confiesa que rebusca en la filosofía por puro interés estético lo que en ella puede haber de singular, divertido o asombroso. Las paradojas lógicas, el regressus in infinitum, el solipsismo, son temas de hermosos cuentos. Y como hará un relato con el empirismo de Berkeley y no querrá perder la oportunidad de elaborar otro con la igualmente asombrosa esfera de Parménides, su eclecticismo es inevitable. Y por otra parte insignificante, ya que él no se propone la verdad. Y ese eclecticismo es ayudado por su irriguroso conocimiento, confundiendo, según las necesidades literarias, el deterninismo con el finalismo, el infinito con lo indefinido, el subjetivismo con el idealismo, el plano lógico con el plano ontológico. Recorre el mundo del pensamiento como un amateur la tienda de un anticuario, y sus habitaciones literarias están amuebladas con el mismo exquisito gusto pero también con la misma disparatada mezcla que el hogar de ese dilettante. Borges lo sabe y hasta lo murmura. Pero esa clase de lector que con pavor sagrado se arrodilla apenas lee una palabra como aporía, toma como inquietud profunda lo que en general es un sofisticado pasatiempo. Y en lugar de retener al Borges válido admira al autor de esos ejercicios.
Del temor de Borges por la áspera existencia real surgen dos actitudes simultáneas y complementarias: juega en un mundo inventado y se adhiere a la tesis platónica, tesis intelectual por excelencia. El intelecto (limpio, transparente, ajeno al tumulto) lo fascina. Pero como por otra parte quiere seguir jugando, quiere no participar en el siempre duro proceso de la verdad, toma del intelecto lo que tomaría un sofista: no busca la verdad sino que discute por discutir, por el solo placer mental de la discusión, y, sobre todo, eso que tanto le gusta a un literato como a un sofista: la discusión con palabras sobre palabras. Lo fascina lo que la inteligencia tiene de móvil, de bipolar, de ajedrecístico. Juguetón, inteligente y curioso le atraen las sofistiquerías, lo subyuga la hipótesis de que todos pueden tener razón o, mejor todavía, que nadie tiene verdaderamente razón. En Sócrates admira al encantador verbal que había en él, al ingenioso dialoguista que podía demostrar una verdad y la contraria a un auditorio a la vez boquiabierto e incondicional. En este momento, para él la filosofía no puede proponerse la verdad (en otro, más serio, más culpable, diría lo contrario), y todo es confutable. Y aun cuando en el caso de la teología el problema es más grave, también allí todo será cosa verbal, todo literatura… Las herejías son variantes de la ortodoxia, tal como más apaciblemente sucede en la filosofía, puesto que aquí se paga con la cruz o con la hoguera: no con el tormento de Borges, que considera esas historias con ironía, con distancia, con moderado (e intelectual) asombro, como arte combinatoria: que el Demonio pueda ser Dios, que Judas pueda ser Cristo. Dice: «Durante los primeros siglos de nuestra era los gnósticos disputaron con los cristianos. Fueron aniquilados, pero no podemos representar su victoria imposible. De haber triunfado Alejandría y no Roma, las estrambóticas historias que he resumido aquí para solaz dominical del lector, serían coherentes, majestuosas y cotidianas».
En ningún relato como en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius se resume mejor ese esencial eclecticismo: allí están todas sus inclinaciones y hasta todas sus equivocaciones, y con cada una de ellas construye un ingenioso universo. Ni él cree en lo que allí dice ni nosotros creemos, aunque a todos nos encanta lo que tiene de posibilidad metafísica. Y así muchas veces: que el mundo sea un sueño, que sea reversible, que haya eterno retorno, que la inmortalidad se logre por la transmigración, que la inmortalidad se alcance en la memoria de los otros, que la inmortalidad no exista sino en la eternidad: todo es igualmente válido y nada en rigor vale. En un ensayo nos dirá, solemnemente, que «ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado», pero en Pierre Menard nos muestra el presente alterando los rasgos de lo que fue. Y si nos preguntamos en cuáles de las dos variantes opuestas cree Borges tendremos que concluir que cree en ambas. O en ninguna.
Pero en todas esas idas y venidas hay sin embargo algo que tenazmente solicita su espíritu, como consecuencia de su temor a la realidad viviente: la hipótesis de que el mundo en que cotidianamente sufrimos sea un sueño. La hipótesis que reiteradamente ha propuesto el racionalismo desde sus orígenes. ¿Puede extrañar entonces que la razón pura lo fascine y lo conmueva? Así su realidad es siempre inteligible y su auténtico patrono es Leibniz, y sus admiraciones aquellos que, aunque opuestos al racionalismo, de alguna manera nos incitan a considerar este universo como una fantasmagoría. Y si la razón gobierna la realidad entonces hasta los sueños y magias han de ser armoniosos y explicables, y todos sus enigmas, como los de las novelas policiales, tienen finalmente una clave.
Su intelectualismo lo conduce inevitablemente a la idea de un determinismo absoluto, y un determinismo que en definitiva no es sino una implicación racional. En una forma o en otra, el futuro de sus personajes está determinado por lo pretérito: en El muerto, por ejemplo, todo lo que sucede es una suerte de ilusión, pues el traidor está ya desde el comienzo condenado en la mente de su jefe, y sus presuntas libertades son exactamente presuntas.
Pero el racionalismo conduce a un universo inmóvil. ¿Cómo sería posible comprender el efecto si realmente encerrase algún ingrediente novedoso? Causa sive ratio, el acontecer desaparece y lo diverso concluye en lo único. Después de siglos, experimentos, máquinas, filósofos y guerras terminamos en la esfera de Parménides.
En La muerte y la brújula, paradigma borgiano, se nos ofrecen entonces dos posibilidades de interpretación: o es el relato de algo rigurosamente causal (Lönnrot puede prever el crimen, pero no puede impedirlo); o es la descripción de un objeto ideal, como un triángulo o un hipogrifo. En cualquiera de los dos casos, no hay transcurso sino en apariencia. Como en todo universo determinista, no hay nada que sea realmente novedoso y «todo está escrito», como diría uno de esos textos musulmanes que, con razón, gusta citar Borges. Al convertirse en pura geometría, el cuento ingresa en el reino de la eternidad. Y cuando lo leemos, ese museo de formas perpetuas sufre un simulacro de tiempo, prestado por nosotros mismos, los lectores; y en el momento en que la lectura termina, las sombras de la eternidad vuelven a posarse sobre criminales y policías. Literatura ucrónica, de la que Borges suele saltar a conjeturas metafísicas que no creo demasiado arbitrario esquematizar así: ¿no seremos también nosotros un Libro que Alguien lee? ¿Y no será nuestro tiempo el tiempo de la Lectura?
Nos señalan la (indirecta) pintura de Buenos Aires que su autor realiza en La muerte y la brújula, y el propio Borges ha dicho que nunca como allí ha dado el tono secreto de nuestro monstruo. Si realmente fuera así, estaría cometiendo una lamentable falla con respecto a lo que él mismo se propuso: ¿quería hacer folklore o demostrar un teorema? Tan impertinente sería la pretensión de describir Buenos Aires en un cuento semejante como la de Pitágoras queriendo dar el color local de Crotona a su teorema de la hipotenusa.
Y, sin embargo, sí: remotos murmullos porteños llegan desde aquella ciudad abstracta. Filosóficamente son repudiables, pero nos revelan que a pesar de todo Borges es un hombre y que ni siquiera él puede habitar en esa metrópoli platónica.
El arte —como el sueño— es en general un acto antagónico de la vida diurna. Este mundo cruel que nos rodea fascina a Borges al mismo tiempo que lo atemoriza, y se aleja hacia su torre de marfil movido por la misma potencia que lo fascina.
El mundo platónico es su hermoso refugio: es invulnerable, y él se siente desamparado; es limpio y mental, y él detesta la sucia realidad; es ajeno a los sentimientos, y él rehuye la efusión sentimental; es incorruptible y eterno, y a él lo aflige la fugacidad del tiempo. Por temor, por asco, por pudicia y por melancolía se hace platónico.
Encerrado en su torre, pues, elabora sus juegos. Pero el remoto rumor de la realidad lo alcanza: rumor que se cuela por las ventanas y que sube desde lo más profundo de su propio ser. Al fin de cuentas él no es una figura ideal del museo de Meinong sino un hombre de carne y hueso que vive en este mundo, cualesquiera sean los recursos de que eche mano para desvincularse. Al mundo no sólo lo tiene fuera, en la calle: lo tiene dentro, en su propio corazón, ¿y cómo aislarse del propio corazón?
Y así, en sus ensayos y ficciones, ese sordo murmullo se cuela, se oye, colorea con frases equívocas y con epítetos palabras que no deberían admitirlos, como si junto a la palabra hipotenusa de un teorema apareciese (calificándola) un epíteto tan ajeno al orbe matemático como «absurda» o «perniciosa». Y el hombre que quiso ser desterrado reaparece siquiera tenuemente, siquiera sea fugaz y equívocamente, con sus pasiones y sentimientos. Y hasta la ciudad X donde Red Scharlach comete sus crímenes empieza a recordarnos a Buenos Aires.
Así, al Borges oculto, al Borges que tiene pasiones y mezquindades como todos nosotros, lo vemos o lo adivinamos detrás de sus abstracciones: contradictorio y culpable. Así, este autor que dice que en la filosofía sólo busca sus encantadoras posibilidades literarias, y que, en efecto, la aprovecha para sus relatos, en otra parte reconoce que «la historia de la filosofía no es un vano juego de distracciones y de juegos verbales». El autor que pone el ingenio como el más alto atributo de la literatura y que hace de un argumento ingenioso la base (y hasta la esencia) de sus cuentos ejemplares, nos dice en otra parte, con razón, que «si no lo fueran todo los argumentos, no existiría el Quijote o Shaw valdría menos que O’Neill». El autor que admira a Lugones y lo considera nuestro más grande escritor, por su genio fundamentalmente verbal; y que proclama a Quevedo como el más grande artífice de las letras españolas, nos dice en otra parte (y con razón) que la literatura como juego formal es inferior a la literatura de hombres como Cervantes o Dante, que jamás la ejercieron de semejante manera.
Es que el juego posterga pero no aniquila sus angustias, sus nostalgias, sus tristezas más hondas, sus resentimientos más humanos. Es que las encantadoras supercherías teológicas y la magia puramente verbal no lo satisfacen en definitiva y sus más entrañables angustias, sus pasiones, reaparecen entonces en algún poema o en algún fragmento de prosa en que de verdad se manifiestan esos sentimientos demasiado humanos (como en la Historia de los ecos de un hombre), así como en la admiración que demuestra hacia artistas que no son de ninguna manera el modelo de su estética ni de su ética literaria: Whitman, Mark Twain, Goethe, Dante, Cervantes, Léon Bloy, hasta Pascal.
Pero ese regreso es siempre ambiguo, siempre queda a mitad de camino o desdice con una frase o una variante su vuelta a la realidad. O lo malogra finalmente su pasión verbal, su ingenio retórico.
Así, el Léon Bloy del que nos hablará no será el bárbaro místico sino al que emite la curiosa hipótesis de que el responsable del imperio ruso puede no ser el zar sino su lustrabotas; del vasto Quijote nos recomendará sus «magias parciales»; del áspero Dante se recreará en su complicada y libresca teología, o en la forma de su infierno; del complejo Joyce se deleitará con el inventor de palabras y recursos técnicos, con el erudito e ingenioso; del tremendo Nietzsche retendrá la (atractiva y literaria) tesis del eterno retorno; del hosco y atormentado Schopenhauer su pasión por las artes y su idea del mundo como resultado de la voluntad y representación.
Debajo de esta ambigüedad creo advertir el secreto culto por lo que a él le falta: la vida y la fuerza. ¿Qué otra explicación encontrar a la admiración que este estricto literato profesa a esos apopléticos creadores? ¿qué otra explicación al culto por sus antepasados guerreros, por sus valientes de suburbio, por los vikingos y los longobardos? Y ya. que no puede o no quiere participar de la barbarie real y contemporánea, al menos participa de la literaria barbarie del pasado: lo bastante lejana como para haberse convertido en un conjunto de (hermosas) palabras. Un rito que, como en las religiones superiores, nos hace comulgar con la sangre y la carne de un cuerpo sacrificado mediante sus apagados (y bellos) símbolos.
En el mito de Fedro, Platón cuenta cómo el alma se precipitó a tierra cuando ya vislumbraba la eternidad; caída y condenada ya a su prisión corporal, olvida el maravilloso mundo celeste, pero hereda algo de aquella confraternidad con los dioses: la inteligencia. Y este instrumento divino le advierte que el universo contradictorio en que vive es una ilusión, y que detrás de los hombres que nacen y mueren, de los imperios que surgen y se derrumban, existe el verdadero universo: incorruptible, eterno, perfecto.
El vicioso Sócrates, el hombre que profunda (y acaso dramáticamente) sentía la precariedad de su cuerpo envilecido y la turbiedad de sus pasiones, sueña con ese universo impecable e insta a los hombres a escalarlo con esa metáfora de la eternidad que los mortales han inventado: la geometría.
Y Borges, el corporal Borges, el sentimental Borges, acaso dramáticamente sufridor de sus precariedades físicas, un ser que como muchos artistas (como muchos adolescentes) buscó el orden en el tumulto, la calma en la quietud, la paz en la desdicha, de la mano de Platón intenta también acceder al universo incorruptible. Y entonces construye cuentos en que fantasmas que habitan en rombos o bibliotecas o laberintos no viven ni sufren sino de palabra, pues son ajenos al tiempo, y el sufrimiento es el tiempo y la muerte. Son apenas símbolos de ese marmóreo más allá. De pronto, parecería que para él lo único digno de una gran literatura fuese ese reino del espíritu puro. Cuando en verdad lo digno de una gran literatura es el espíritu impuro; es decir, el hombre, el hombre que vive en este confuso universo heracliteano, no el fantasma que reside en el cielo platónico. Puesto que lo peculiar del ser humano no es el espíritu puro sino esa oscura y desgarrada región intermedia del alma, esa región en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño. Nada de lo cual es estrictamente espíritu sino una vehemente y turbulenta mezcla de ideas y sangre, de voluntad consciente y de ciegos impulsos. Ambigua y angustiada, el alma sufre entre la carne y la razón, dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, perpetuamente vacilando entre lo relativo y lo absoluto, entre la corrupción y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. El arte y la poesía surgen de esa confusa región y a causa de la misma confusión: un dios no escribe novelas.
Y por eso aquella suerte de opio platónico no nos sirve. Y termina pareciéndonos que todo es un juego, un simulacro, una infantil evasión. Y que si aun aquel mundo fuera el mundo verdadero, confirmado por la filosofía y la ciencia, este mundo de aquí es para nosotros el solo verdadero, el único que nos da la desdicha pero también la plenitud: esta realidad de sangre y de fuego, de amor y de muerte en que cotidianamente vive nuestra carne y el único espíritu que poseemos de verdad: el espíritu encarnado.
Es el momento en que Borges (bella y conmovedoramente) escribe, después de haber refutado el tiempo: «And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos… El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy ese río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy real».
Cansado del ingenio y del brillo, patéticamente modesto frente al drama de la condición del hombre, nos habla finalmente de verdad, finalmente nos confiesa lo que está en lo menos seductor pero en lo más profundo de su alma. En esta confesión final está el Borges que queremos y debemos rescatar, el poeta que alguna vez cantó cosas humildes como un crepúsculo o un patio de Buenos Aires, y otras trascendentales como la fugacidad de la vida y la realidad de la muerte. No sólo al prosista que nos enseñó a todos los que vinimos después el exacto y deslumbrante poder de una conjunción de palabras, sino, y sobre todo, al que con ese instrumento sin par supo decir en instantes memorables de su obra la miseria y la grandeza de la criatura humana frente al infortunio, a la gloria y a la infinitud. Este es (me atrevo a profetizar) el Borges que quedará.
El Borges que después de su periplo por filosofías y teologías en las que no cree vuelve a este mundo menos brillante pero en que cree; este mundo en que nacemos, sufrimos, amamos y morimos. No esa ciudad X cualquiera en que un simbólico Red Scharlach comete sus crímenes geométricos, sino esta Buenos Aires real y concreta, sucia y turbulenta, aborrecible y querida en que Borges y yo vivimos y sufrimos.
En El escritor y sus fantasmas