1 dic 2011
Ray Bradbury - Invirtiendo centavos: Fahrenheit 451
Yo no lo sabía, pero estaba escribiendo una novela
literalmente barata. En la primavera de 1950, escribir y terminar el primer
borrador de El bombero, que más tarde sería Fahrenheit 451, me
costó nueve dólares y ochenta centavos, en monedas de diez.
Desde 1941 hasta entonces, la mayor parte de mis
relatos los había escrito en los garajes de la casa, bien en Venice, California
(donde vivíamos porque éramos pobres, no porque estuviera de moda), o detrás de
la casa con terreno donde mi mujer Marguerite y yo criamos nuestra familia. Las
que me llevaron al garaje fueron mis amorosas hijas, que insistían en acercarse
a la ventana del fondo y cantar y golpetear el vidrio. Papá tenía que elegir
entre terminar un cuento o jugar con las niñas. Como yo elegía jugar, por
supuesto, los ingresos familiares quedaban en peligro. Había que encontrar un
despacho. No nos alcanzaba el dinero.
Por fin localicé el lugar ideal, la sala de
mecanografía del sótano de la biblioteca de la Universidad de California, en
Los Ángeles. Allí, en ordenadas hileras, había una docena o más de viejas
Remington o Underwood que se alquilaban a diez centavos la media hora. Uno
insertaba la moneda, el reloj soltaba su tictac loco y uno se ponía a escribir
como un salvaje para terminar antes de que se agotara el tiempo. De modo que
fui empujado dos veces: por las niñas a abandonar la casa y por un reloj de
máquina de escribir a volverme un maníaco de las teclas. Sin duda el tiempo era
dinero. Terminé la primera versión en apenas nueve días.
Con 25.000 palabras, era la mitad de la novela en
que llegaría a convertirse.
Entre la inversión de centavos y la demencia cuando
se atascaba la máquina (¡porque allí se me iba mi precioso tiempo!) y el
vértigo de folios en el artefacto, yo andaba por los pasillos, entre los
estantes, perdido de amor, tocando libros, sacando volúmenes, volviendo
páginas, devolviendo volúmenes a su sitio, ahogado en las buenas materias que
son la esencia de la biblioteca. ¡Qué lugar, ¿no creen?, para escribir una
novela sobre la quema de libros en el Futuro!
Hasta aquí el pasado. ¿Qué hay de Fahrenheit 451
en este día y esta época? ¿He cambiado de idea sobre mucho de lo que me decía
cuando era un escritor más joven? Sólo si cambiar significa que mi amor por las
bibliotecas se ha vuelto más amplio y profundo, en cuyo caso la respuesta es un
sí que rebota en las pilas de libros y sacude el talco de las mejillas de la
bibliotecaria. Desde que escribí ese libro, he tejido más cuentos, novelas,
ensayos y poemas sobre escritores que cualquier otro escritor que se me ocurra
en la historia de la literatura. He escrito poemas sobre Melville, Melville y
Emily Dickinson, Emily Dickinson y Charles Dickens, Hawthorne, Poe, Edgar Rice
Burroughs, y por el camino he comparado a Julio Verne y su Capitán Loco con
Melville y su marino igualmente obsesionado. He garabateado poemas sobre
bibliotecarios, atravesado en trenes nocturnos los páramos continentales con
mis autores favoritos, toda la noche en vela parloteando y bebiendo, bebiendo y
charlando.
A Melville le previne, en un poema, que se
mantuviera lejos de tierra (¡nunca fue material suyo!), y transformé a Bernard
Shaw en robot, y lo estibé cómodamente en un cohete y lo desperté en el largo
viaje a Alfa Centauro para que su lengua, como una flauta, derramara sus
Prefacios en mi deleitado oído. He escrito una historia de Máquina del Tiempo
retrocediendo con ella en un zumbido para sentarme junto a los lechos de muerte
de Wilde, Melville y Poe y contarles mi amor y entibiarles los huesos en las
últimas horas... Pero basta ya. Como podéis ver, tratándose de libros,
escritores y los grandes silos donde se almacenan los ingenios, soy la locura enloquecida.
Hace poco, con la sala del Studio Theatre de Los
Ángeles a mano, saqué de las sombras a los personajes de F. 451. ¿Qué
hay de nuevo, les dije a Montag, Clarisse, Faber, Beatty, desde que nos
conocimos en 1953?
Yo pregunté. Ellos contestaron.
Escribieron escenas nuevas, revelaron partes raras
de sus almas y sueños aún no descubiertos. El producto fue una obra en dos
actos, bien escenificada, y en general bien recibida.
El que de más lejos vino entre bastidores fue
Beatty, cuando oyó que le preguntaba: ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué decidiste
hacerte jefe de bomberos, quemador de libros? La sorprendente respuesta surgió
en una escena en que Beatty lleva al protagonista Guy Montag a su casa, un
apartamento. Al entrar, Montag descubre atónito que en las paredes hay
alineados miles y miles de libros, ¡toda una biblioteca oculta! Se vuelve hacia
el superior y exclama:
—¡Pero tú eres el incinerador jefe! ¡En tu casa no
puede haber libros!
A lo cual el jefe, con una sonrisita seca, replica:
—El delito no es tener libros, Montag, ¡es leerlos! Sí, de acuerdo. Yo
tengo libros. ¡Pero no los leo!
Aturdido, Montag aguarda la explicación de Beatty.
—¿No ves la belleza, Montag? Yo no leo nunca. Ni un
libro, ni un capítulo, ni una página, ni un párrafo. Pero sé jugar con la
ironía, ¿no es cierto? Tener miles de libros y no abrirlos nunca, darle al
montón la espalda y decir: No. Es como tener una casa llena de hermosas mujeres
y sonreír y no tocar... ni una sola. De modo que ya ves, no soy ningún
delincuente. Si alguna vez me pillas leyendo, sí, ¡entrégame! Pero este
lugar es tan puro como el dormitorio de una muchacha virgen en una lechosa
noche de verano. Estos libros mueren en los estantes. ¿Por qué? Porque lo digo
yo. Ni mi mano ni mis ojos ni mi lengua les dan alimento o esperanza. No valen
más que el polvo.
Montag protesta: —No entiendo cómo no te sientes...
—¿Tentado? —exclama el jefe de bomberos—. Oh, eso
fue hace mucho. La manzana fue comida y ya no existe. La serpiente ha vuelto al
árbol. El jardín es hierbajos y moho.
—En un tiempo... —Montag titubea y luego sigue:— En
un tiempo tú debes haber querido mucho los libros
.
—¡Touché! —responde el jefe—. Por debajo del
cinturón. En la mandíbula. Con el corazón partido. Las tripas abiertas. Oh, Montag, mírame. El hombre
que amaba los libros; no, el muchacho disparatado, demente por ellos, que se
trepaba a las pilas como un enloquecido chimpancé.
»Me los comía como si fueran ensalada; los libros
eran para mí el sandwich del almuerzo, la merienda, la cena y el bocado de medianoche.
¡Arrancaba las páginas, me las comía con sal, las ensopaba con deleite,
mordisqueaba las costuras, pasaba capítulos con la lengua! Docenas, cientos,
billones de libros. Llevé tantos a casa que anduve años jorobado. Filosofía,
historia del arte, política, ciencias sociales; nombra el poema, el ensayo, la
obra de teatro que quieras: me los comí todos. Y después... después... —la voz
del jefe de bomberos se apaga.
Montag lo apremia: —¿Y después?
—Bueno, me sucedió la vida —El jefe cierra los ojos
para recordar—. La vida. Lo de costumbre. Lo mismo. El amor que no marcha del
todo, el sueño que se vuelve agrio, el sexo que se hace pedazos, las muertes
demasiado rápidas de amigos que no lo merecen, el asesinato de uno, la locura
de otro, la lenta muerte de una madre, el suicidio brusco de un padre... una
estampida de elefantes enfurecidos, un ataque total de la enfermedad. Y por
ninguna parte, ninguna, el libro justo en el momento justo para rellenar la
grieta de la presa que se viene abajo y contener la inundación, o recibir una
metáfora, perder o encontrar un símil. Hacia el final de los treinta años, al
borde ya de los treinta y uno, recogí mis pedazos, cada hueso roto, cada
centímetro de carne escoriada, magullada o herida. Me miré en el espejo y perdido
bajo el asustado rostro de un joven vi un viejo, vi odio por todo, por
cualquier cosa, nombra la que sea y la maldeciré, y abrí las páginas de los
magníficos libros de mi biblioteca y ¿qué encontré? ¿Qué, qué?
Montag se aventura: —¿Páginas vacías?
—¡Premio! ¡Sí, en blanco! Bah, estaban las palabras,
de acuerdo, pero me resbalaban por los ojos como aceite caliente, sin ningún
significado. Sin ofrecer ayuda, ni consuelo, ni paz, ni abrigo, ni amor
verdadero, ni cama ni luz.
Montag recuerda: —Hace treinta años... Las quemas
finales de bibliotecas...
—Acertado —Beatty asiente—. Y como no tenía trabajo,
y era un romántico fracasado, o lo que fuese, me presenté para la primera clase
de bomberos. Primero en subir los escalones, primero en entrar en la
biblioteca, primero en ese horno, el corazón ardiente de sus compatriotas
siempre en llamas, ¡rocíenme con kerosene, pásenme la antorcha!
»Fin de la conferencia. Por esa puerta, Montag.
¡Largo!
Montag se va, con más curiosidad que nunca por los
libros, ya en camino de ser un proscrito, cerca ya de que lo persiga y casi
destruya el Sabueso Mecánico, mi clon robótico de la gran bestia de los
Baskerville creada por Conan Doyle.
En mi obra, el jefe de bomberos ultima al viejo
Faber, ese profesor no del todo residente que le habla a Montag a través de la
larga noche (por el radio-caracol). ¿Cómo? Beatty sospecha que mediante ese
artefacto están adoctrinando a Montag, se lo arranca del oído y le grita al
remoto maestro:
—¡Ya vamos por ti! ¡Estamos a la puerta! ¡Subimos la
escalera! ¡Te tenemos!
Lo que aterroriza tanto a Faber que el corazón lo
destruye.
Buen material, todo esto. Últimamente me ha tentado.
Ha sido una lucha no meterlo en la novela.
Por último, me han escrito muchos lectores
protestando por la desaparición de Clarisse, preguntándose qué le pasó.
La misma curiosidad tenía François Truffaut, y en su
versión cinematográfica rescató a Clarisse del olvido y la unió al Pueblo de
los Libros, que vagan por el bosque recitando sus memorizadas letanías. Yo
también tenía necesidad de salvarla, pues al fin y al cabo esa muchacha, aunque
bordeara un parloteo embobado, era responsable en muchos sentidos de que Montag
empezara a preguntarse por los libros y lo que había en ellos. Por eso en la
obra Clarisse se adelanta a darle la bienvenida, poniendo un final algo más
feliz a un asunto en esencia más bien lúgubre.
La novela, sin embargo, conserva su primera
identidad. No soy partidario de alterar el material de un escritor joven, sobre
todo cuando ese escritor joven fui yo. Montag, Beatty, Faber, Clarisse, todos
se muestran, se mueven, entran y salen igual que cuando los escribí hace
treinta y dos años, a diez centavos la media hora, en el sótano de la
biblioteca de la UCLA. No he cambiado un solo pensamiento, ni una palabra.
Un descubrimiento final. Escribo todas mis novelas y
cuentos, como han visto, en un chorro de pasión deliciosa.
Sólo hace poco, echando una mirada a la novela, me
di cuenta de que Montag tiene el nombre de una fábrica de papel. ¡Y Faber,
claro, es el fabricante de lápices! Qué taimado mi inconsciente, llamarlos así.
¡Y no habérmelo dicho!
1982
En Zen en el arte de escribir
Traducción: Marcelo Cohen
Imagen: © Douglas Kirkland/CORBIS
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada
(
Atom
)
No hay comentarios. :
Publicar un comentario