Karl Jaspers – Apropiación de Nietzsche

7 oct 2020

Karl Jaspers – Apropiación de Nietzsche

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No obstante la abundancia de lo que las obras y la correspondencia nos transmiten, el filosofar de Nietzsche está como oculto. A nosotros, que somos diferentes, y que no podemos ni debemos seguirlo, ese filosofar nos hace palpable, sin embargo, el origen de una transformación radical de la vida humana, ahora posible. A partir de este punto, debemos desarrollar lo peculiar de una apropiación de Nietzsche.

Cuando —entendiéndoselo como espíritu creador, rico en intuiciones sorprendentes y capaz de llegar a una expresión verbal completa— se lo acepta en actitud estética, con un entusiasmo que a nada compromete, la apropiación como tal desaparece. Así proceden aquellos para quienes, finalmente, la medida y la forma son decisivas. Durante la juventud encanta; luego, desazona y disgusta por sus contradicciones incesantes, por sus desmesuras y por los errores cometidos en su época tardía, exhibidos con imágenes exageradas y verbales, con dogmatismos ciegos y con desviaciones que, ocasionalmente, pueden ser ridículos. Tales son los típicos desengaños de los lectores que han perdido de vista el núcleo. Al fin, sólo les quedan algunas producciones pequeñas, además del crítico y del escritor capaz de haber enriquecido la lengua, es decir, del autor de un excelente estilo aforístico, propio del ensayista y poeta. Pero si, por ese camino, la apropiación de Nietzsche se agotase en la edificación de bellezas y en el goce de un lenguaje que produce sensaciones ingeniosas, toda sustancia desaparecería.

Sólo cuando permito que el impulso posible, que proviene de Nietzsche, sea eficaz en mí, dicho impulso no será aceptado estéticamente, sino tomado con seriedad y desde un punto de vista filosófico. Ahora bien: su eficacia fracasa cuando, al participar de él, sea desde el punto de vista estético, sea desde el

punto de vista intelectual, sistemático o en cualquier otro sentido se lo rechaza en parte. En contra de esa actitud, adoptada con respecto a la obra, se trata de entrar en contacto con el origen que se halla en medio del todo, es decir, que no está en las concepciones particulares, ni en la belleza estética, ni en la verdad crítica.

Puesto que Nietzsche mismo no es ningún fenómeno capaz de presentarse rotundamente a nuestra mirada, sino que nos ofrece una autodestrucción por la cual no se edifica mundo alguno ni se permite nada de subsistente; puesto que es un puro impulso sin configuración —de una tal sería posible participar—, Nietzsche nos propone la tarea de una apropiación que nos puede modificar. Cuando la concebimos, nos tenemos que mostrar, infaliblemente y a través de ella, en nuestra esencia, sea porque nos descubre, sea porque nos produce. Entonces cesa la embriaguez que causa lo drástico y la radicalidad: ya no se confunde el fuego artificial del entusiasmo con el impulso calmo que actúa de modo inexorable. Nietzsche llega a ser educador; pero en la medida en que podamos dominar los engaños a que conduce.

El engañoso Nietzsche. Los atenienses se pusieron furiosos frente a las cuestiones y a la búsqueda de las posibilidades de Sócrates: éste confundía a quien creía poseer lo verdadero en proposiciones habituales o en lemas nuevos. Sólo queda la posibilidad de injuriar al fastidioso y, finalmente de matarlo, o bien de participar en el profundo impulso del ser humano que refrena las confusiones, las cuales, aunque acrecentadas por Sócrates, por su acción comienzan a desaparecer.

Cuando el lector que lee a Nietzsche, deja que éste pregunte y hable, Nietzsche lo conmoverá, desde su totalidad, de un modo semejante. Entonces aparecerá esa confusión; pero también la posibilidad de la verdadera seriedad que, por encima de la firmeza de una afirmación cualquiera, se relaciona con las exigencias que están ocultas en Nietzsche. El fundamento de una vinculación verdadera con él se halla en la importancia de la Existencia posible, que se impone a la mera existencia dada, y en el peso de un trabajo intelectual real, que se debe cumplir por el impulso que viene de las posibilidades existenciales.

Tal relación fracasa no sólo por el cómodo rechazo de Nietzsche, sino, justamente, cuando en el comercio con él, triunfa la confusión. En ese caso, nacen los equívocos, y el pensamiento de Nietzsche se torna abusivo. En lugar de despertar la Existencia, Nietzsche se convierte en el punto de partida de una sofística ilimitada. En efecto, lo pensado por él puede ser, por una parte y objetivamente, un medio para llegar a la sofística, puesto que contradice lo ya dicho según el arbitrio del momento y lo emplea de acuerdo con la utilidad, sin participar del contenido del movimiento (tal cosa acontece cuando lo afirmado pretende tener validez exclusiva, cayendo rápidamente en olvido). Por otra parte, su pensamiento puede ser el medio de una Existencia vigilante, que se concibe a sí misma en su historicidad. La proximidad exterior de Nietzsche con los sofistas —aunque interiormente se trate de una remota lejanía— es motivo de incesantes confusiones. Veamos este punto con alguna coherencia.

La filosofía de Nietzsche produce "estados de alma" y, en lugar de concluir en posiciones, termina en sentimientos. Sin embargo, éstos son claros y se sustraen al trastrocamiento cuando se mantienen dentro del todo de los movimientos intelectuales de Nietzsche, los cuales los someten a prueba y los vuelven a engendrar. Pero también se los pueden reducir a meros estados de alma y utilizárselos como ropaje para cualquier ambigüedad, para toda clase de ocurrencias arbitrarias, para lo impulsivo y lo desprovisto de espíritu. En ese caso, la apropiación será de algo que Nietzsche combatió, es decir, del carácter teatral, de los efectos, de la violencia desprovista de pensamiento.

Como inmoralista, Nietzsche rechaza la moral determinada, porque quiere algo más que la moral; disuelve las obligaciones, porque trata de englobarlas a todas (pero sus proposiciones son empleadas para algo menos. Parece tomarlo por testigo una libertad en la cual no rige ley alguna, con el fin de poder justificar, a través de Nietzsche, el propio caos ético). Nietzsche afirma la mentira, la voluntad de poder, el ateísmo, el naturalismo (en todos los casos, sus fórmulas son apropiadas para darle una buena conciencia a las mentiras efectivas del mundo, a la voluntad brutal de poder y a la efectividad de la violencia, al movimiento del ateísmo, a la afirmación simplificadora de la embriaguez y a todo lo impulsivo). Pero Nietzsche quiere lo contrario: la mentira que sería la verdad auténtica, es decir, más que la presunta verdad habitual; el ser, que no tiene valor sin poder, o el poder que tiene jerarquía por el valor de su contenido; el ateísmo, que hace posible el hombre superior, o sea, el hombre que debe ser más verdadero, sobrio, creador y moral que el creyente en Dios; la naturaleza que, por la plenitud de la Existencia y el rigor de su disciplina, domina al mismo tiempo dicha naturaleza y aleja de la nostalgia, de los deseos y de las mentiras antinaturales.

Nietzsche intenta todas las posibilidades. Sus ensayos, encaminados a la Existencia, pueden, sin embargo, al modo de la falta de obligaciones propia de lo que carece de ella, invertirse, convirtiéndose en el goce por la diversidad del ser dado (Dasein), en el vivir para contemplar lo ofrecido, en lo susceptible de ser pensado. El estudio de Nietzsche puede conducir al abandono que permite la vigencia de todo y a la comodidad de pensar en algo cuando actúan afectos viva- ces, cayéndose después en la indiferencia y no siendo ni haciendo nada por uno mismo. También puede lograr que las contradicciones dejen en estado de indiferencia, en lugar de experimentarse con ellas el aguijón, el lenguaje y la tarea que en sí suscitan. Cuando los nihilistas usan, arbitrariamente, las expresiones lingüísticas, las afirmaciones drásticas y las posiciones extremas de Nietzsche, las formulaciones exteriores, junto con la mayor lejanía esencial, pueden mostrar cierta afinidad que, incluso, podría llegar hasta la identidad con ideas nietzcheanas. En la negatividad de Nietzsche, lo profundo de la posibilidad puede disfrazar, en el nihilismo, su propia nada con el entusiasmo por esa nada. Pero, para encubrir ese estado insoportable, tienen que nacer, al mismo tiempo, los ensueños ilusorios y el estrépito ensordecedor, cuyo texto, en apariencia, ofrecería Nietzsche.

En los modos según los cuales Nietzsche ha sido tratado, se muestran esos equívocos perturbadores. Puede parecer que, a partir de sí mismo, Nietzsche sedujese al lector: lo tergiversa, le arrebata su yo, lo lleva a estados de embriaguez y de fanatismo, lo excita y lo desconcierta; lo vuelve ingenioso, pero lo desaira tan pronto como llega a decir lo mismo que él: "la misma palabra no pertenece por igual a todo hocico" (6, 420). Nietzsche conoce todos esos engaños y equívocos: los ha previsto con espanto; pero, por instantes, los quiere. "Para los hombres de hoy, no quiero ser luz, ni ser llamado así. Los quiero cegar. ¡Fulgor de mi sabiduría! ¡Vaciaos los ojos!" (6, 421).

En el trato con Nietzsche, la cuestión de la Existencia está en comunicarse con él (acrecentando así, y en forma real, la posibilidad de la propia comunicación), en lugar de caer en la sofística; en participar de la autenticidad y de la veracidad, en lugar de sucumbir a la posibilidad de un movimiento sofístico, puesto al servicio de metas finitas, es decir, de mi propia voluntad de poder o de mi propia existencia dada; en alcanzar el conocimiento de los medios y de las necesidades del pensar filosófico de Nietzsche, en lugar de dejarse sorprender por sugestiones siempre diferentes; en poner la existencia dada al servicio de la trascendencia, en lugar de servir, de hecho, a la mera existencia de mi irrepetible ser-así, cosa lograda por la trascendencia —intentada de un modo teatral— de todas las posibilidades en la nada; en conservar la libertad del auténtico movimiento, en lugar de someterse, en contra del mismo, a una poderosa coacción originada en la mera intelección de alguna doctrina aceptada como absoluta y en seguida convertida en su opuesta.

El educador filosófico. Los grandes filósofos son, en su totalidad, nuestros educadores. Al tratarlos, surge nuestra conciencia del ser, revestida con la forma de nuestros impulsos, valoraciones y metas, de nuestros cambios y estados, de nuestras superaciones de nosotros mismos. Cuando esperamos de los filósofos conocimientos referidos a las cosas del mundo, ellos son indiferentes. Abusamos de los mismos, cuando aceptamos con obediencia sus opiniones y sus juicios, como si se tratasen de proposiciones de validez universal, susceptibles de ser enseñadas y aplicadas diariamente, es decir, como si fuesen precisos enunciados racionales o contenidos obvios de la fe. Los filósofos tienen valor propio e irreemplazable porque conducen al origen, del que tenemos certeza por el filosofar. En efecto, el llegar a ser uno mismo —en cuanto dicho acto se cumple en el pensar y en el obrar íntimo, entendido este último como un actuar sobre sí y un producirse a sí mismo— es algo que no acontece por un rápido salto o mediante una visión que contempla ese ser sí mismo de un modo directo, sino por el ir a la par de quienes han transitado ese camino del hombre, mostrándoselo intelectualmente.

El último filósofo que puede producir sobre nosotros la casi totalidad del ser- posible en los orígenes y en los límites del hombre, es Nietzsche. Por sernos el más próximo, nos es el más comprensible; aunque, de acuerdo con las modalidades y con las posibilidades de nuestro mundo, se nos ha mostrado también como el más difícil de ser concretamente entendido. El hecho de que en él la módica embriaguez, no menos que lo serio, se nutra de la búsqueda permanente y de la interiorización, es un signo que lo diferencia de los anteriores filósofos. Desde el punto de vista exterior, esa comprensibilidad es visible en la circunstancia de que los escritos principales de Nietzsche sobrepasan en mucho al número de ejemplares impresos por los pensadores anteriores.

El modo según el cual Nietzsche puede ser educador está determinado por el instante histórico de la crisis del mundo occidental. No educa por alguna doctrina o por ciertos imperativos, ni por algún criterio constante en su permanencia, o como modelo de un hombre que debiese ser seguido e imitado, sino porque, a través de él, nos ponemos en cuestión y, de ese modo, gracias a él, nos sometemos a prueba. Tal cosa sólo puede ocurrir por un movimiento. Al acompañarlo, y a través de él, hacemos experiencias. Se manifiestan posibilidades de la existencia humana dada; se cumple la formación culta e intelectual de la propia humanidad; se intentan valoraciones posibles; se acrecienta la sensibilidad a los valores. Nos conduce hasta los límites y, con ello, al origen de una conciencia del ser independiente. Pero nada de eso acontece por una clara conducción dentro del todo, sino porque nos exige educarnos a nosotros mismos por medio de sus pensamientos. Nada nos es dado ya hecho, sino en la medida en que debemos conquistarlo nosotros mismos.

Semejante autoeducación se produce, en el estudio de Nietzsche, debido a la seriedad con que nos afecta y que, al mismo tiempo, exige el paciente esfuerzo de un pensar que unifique las partes del conjunto, con el fin de que logre una captación del mismo.

La seriedad se refiere al modo de aceptar a Nietzsche, que no es el de un juego del entendimiento, sino que ha de ser "un sentir pensante". No se lo acepta por una mera intuición, sino por un ensayo que se cumple con las posibilidades de la propia pasión. Por la autoeducación debo sacar de mí lo que auténticamente hay en mí. Nietzsche quiere despertar en nosotros algo que es inalcanzable para una disciplina formal y que, al oírse el fundamento del ser, surge como ordenación de las pasiones. Tal cosa ocurre en incesante lucha con uno mismo. Justamente, lo que no se puede alcanzar por prescripciones unívocas sólo es posible que nazca en una sensibilidad filosóficamente acrecentada. Ésta se debe formar, en el trato con Nietzsche, mediante el incesante riesgo del propio ser: por así decirlo, en el fuego purificador de la verdad.

Si todo lo dicho se invierte en su opuesto; si todo lo verdadero, y también lo falso, se convierte en movimiento hacia la mera posibilidad, no habrá salvación alguna sin fatiga y sin fuerza del pensar. Sólo en intensiva autoeducación y en medio de la corriente dispersante del espíritu encantador e infinitamente complejo de Nietzsche, se logran captar las conexiones efectivas, sin necesidad de proceder de un modo arbitrario. Justamente, la falta de desarrollo sistemático obliga al lector pensante a adiestrarse en el establecimiento de las mutuas referencias de lo que le sale al encuentro. Si la pasión por lo que se le presenta y lo abandona, lo lleva a perderse, la autoeducación —nutrida por la embriaguez del pensar inflamado de Nietzsche— buscará el camino que conduzca al dominio de la ordenación del todo, a partir de la fuerza de la Existencia histórica. La experiencia de un pensamiento de corto aliento, a que inducen algunas manifestaciones particulares, hace que Nietzsche nos pueda preservar, del modo más decisivo, es decir, por la coherencia de su pensar, de semejante cortedad intelectual. Educa indirectamente, para que el pensar reflexione en la amplia perspectiva que Nietzsche exige y realiza.

En particular, el pensamiento de lo contradictorio se vuelve consciente y eficaz por la autoeducación. Mientras que, en Hegel, el peligro consiste en recubrir la rudeza de las rupturas y de los saltos de la existencia, tanto como la disyuntiva existencial, por medio de la compensación reconciliadora de toda dialéctica, para Nietzsche, en cambio, el riesgo está en caer en la simple indiferencia con respecto a todas las contradicciones y en abusar de sus posibilidades.

Quien quiera poseer la verdad sin tensión íntima y sin contradicciones, estará desarmado frente al pensamiento. También lo estará quien crea dominarlas y quererlas en una dialéctica rotunda. Quien emplee las oposiciones y las contradicciones para engañar a los demás, en lo que se refiere a sus propias metas, será no-verdadero. Sólo el ejercicio en la captación de lo que se contradice, realizado por medio de un pensar conducido por la continuidad de la sustancia, puede producir la verdad, sin necesidad de desarmar. Hay que experimentar cómo, en todas partes, la dialéctica del movimiento se fundamenta en las cosas mismas. Por eso, en ellas está el impulso al movimiento y también la posibilidad de la sofística.

Nietzsche sólo permite ejercer una autoeducación pensante por medio del pensamiento unificador que aportamos nosotros mismos. Por eso, es natural que raramente haya sido concebido en sus primeras publicaciones particulares. La mayor parte de las veces o no era oído, o tenía que ser entendido de un modo erróneo, puesto que sus ideas —en estado de aislamiento— no alcanzaban el verdadero sentido que les pertenecía, puesto que únicamente lo logran dentro del todo. Luego, sólo pudieron llegar a ejercer una acción verdadera, cuando se conocieron, públicamente, las obras póstumas. Por esa modalidad de la apropiación, que resulta de la autoeducación del pensar, nos introducimos en su movimiento. En Nietzsche no hay reposo alguno: no podemos atenernos a verdad o a credulidad alguna. Desde el punto de vista externo, el camino puede conducir hasta una falta de resultados; pero, en tanto camino, conserva importancia y eficacia. Nietzsche excita la inquietud y nos mantiene en ella, puesto que ella origina la marcha a partir de los impulsos de la veracidad y del querer propios del ser. Por eso, lo peculiar de la educación cumplida a través de Nietzsche está en la experiencia de que uno cae en lo "positivo", para levantarse en lo "negativo".

En virtud de tal movimiento, y gracias a una infinita ampliación Nietzsche llega a ser educador. Orienta dentro de lo ilimitado; enseña a pensar en lo opuesto y en la posibilidad de valoraciones contradictorias; enseña que lo que se contradice tiene carácter permanente, tal como la conexión dialéctica carece de conclusiones para el conocimiento formativo. Quien no se atreva a exponerse a los riesgos del estudio de Nietzsche y, con ellos, al ejercicio de las tentativas, quizá no pueda, en el instante histórico actual, mantenerse libre dentro del vasto horizonte de lo posible. Por el conocimiento superficial de Nietzsche se cae fácilmente en la estrechez doctrinaria o en la sofística, o quizá, en ambas partes al mismo tiempo.

Quien sucumba a las fórmulas aisladas, a los radicalismos, y a las posiciones determinadas —en una huida poco honesta del movimiento vertiginoso— se volverá estrecho. No permitirá, en él, la acción educadora de Nietzsche. Quien se atenga a los viejos dogmatismos será más verdadero que aquel que haga dogmas de las concepciones de Nietzsche.

Quien entienda, en cambio, la liberación producida por Nietzsche, en el sentido de una falta de obligatoriedad, se volverá sofista. Quisiera ser como Nietzsche; pero sin tener la fuerza, el derecho y la vocación para ello. Lo que Nietzsche cumplió, sólo uno pudo hacerlo sin sofística y ser, en esta época, representante de una verdad existencial válida para todos.

La estrechez y la sofística se corresponden, en cuanto el sofista suele concebir y transformar arbitrariamente la estrechez de lo doctrinario. El estudio de Nietzsche nos educa para que dominemos, de modo definitivo, la constante inclinación a caer en el verbalismo de las afirmaciones. Nos educamos para superar la rudeza de los argumentos presentados en proposiciones aisladas del conjunto y para sobrepasar lo rotulado como grandeza espiritual, de modo que podamos superar nuestra sumisión a ella. Semejante educación se produce porque vemos tanto el estrechamiento como la sofística en la posibilidad de aquellas proposiciones, y, en esa posibilidad, experimentamos lo fundamental: lo que nos lleva a conocernos y a dominarnos.

La educación que proviene de Nietzsche abre espacios que provocan vértigo, y con ello despierta, desde allí, toda la fuerza del fundamento existencial. Tal educación es algo así como una ejercitación en lo ambiguo. Este último está concebido de modo positivo, como medio para llegar al auténtico y decisivo ser-sí-mismo, el cual, mediante la Existencia, escapa a la ambigüedad; pero, al expresarse, se somete a una reflexión infinita. Lo ambiguo es negativo, en tanto está concebido como medio para una posible sofística que, de manera arbitraria, emplea las posibilidades en acuerdos o en rechazos afectivos y —dentro de un oportunismo instintivo— según la situación y los impulsos que, en cada caso, actúan sobre la existencia dada. Tal educación, inevitable para nuestra época, pero peligrosa, significa que, sin Nietzsche, nadie podrá saber algo de la existencia, ni ser veraz en el filosofar. Pero tampoco nadie se podría atener a Nietzsche y encontrar en él la propia realización.

Para la Existencia del individuo, la actitud exigida por Nietzsche significa lo siguiente: "sólo me es afín quien se transforme conmigo" (7, 279). A Nietzsche no se lo comprende por una conducta pasiva o de entrega, sino por un acto mediante el cual uno se produce a sí mismo, y eso lleva, de modo implícito, el hecho de no haberse producido jamás definitivamente. Poder cambiar significa: estar preparado para la crisis, siempre posible, de la disolución y del renacimiento del propio ser. Ser "afín" a otro, en el acto de transformarse, quiere decir, ante todo, estar en comunicación con todo posible ser-sí-mismo, aunque éste nos sea tan remoto como la "excepción". Esa educación rechaza, en cambio, toda mutación que sólo sea una alteración en la búsqueda de lo nuevo. En efecto, ella quiere favorecer la transformación que surge del origen verdadero de la Existencia, con respecto a la meta auténtica de la afinidad realizada en el ser-sí-mismo.

Pero, desde el punto de vista del estudio, lo peculiar de la educación filosófica cumplida a través de Nietzsche significa que éste es el pensador que, perteneciendo a la época actual, la representa en lo que tiene de mudable. No se lo debe aceptar por sí mismo, como ocurre con los grandes filósofos del pasado, como si con él se pudiese captar la plenitud de lo pensable, es decir, como si Nietzsche nos familiarizara con el todo del ser en el mundo y nos proporcionara la certidumbre de las leyes intangibles del ser humano. Antes bien, Nietzsche sólo puede ser concebido de modo justo, cuando ya se ha tomado de otra parte un adiestramiento sistemático y conceptual, o sea, cuando uno ya aporta la obstinación y el rigor del pensar, tanto como una inteligencia dialéctica. Pero, a la inversa, quizá los únicos y los grandes filósofos del pasado sólo se puedan entender hoy a través de Nietzsche. Sin él, fácilmente se convertirían en una tradición osificada de materias de enseñanza. Hay que tratar de apropiarse de Nietzsche mediante un acrecentamiento del filosofar, en el cual no se pierda lo antiguo, lo ya adquirido, sino se redescubra lo conquistado, aunque, para ello, haya de separarse de Nietzsche.

Nietzsche me alcanza como educador porque, indicando el futuro, su trato con él produce en mí un impulso irreemplazable que —sustraído a la determinación definitiva y, sin embargo, no cuestionado en el origen— sigue siendo sin más válido para alguien que alguna vez haya participado de él.

La actitud frente a la excepción. Si Nietzsche no crea, en torno de sí mismo, la atmósfera de un ser capaz de llenar el espacio con su presencia, sino que el encanto de su pureza estaría en una espiritualidad no vital; si su fuego actúa como obraría un fuego frío, que sólo devora sin calentar; si la nobleza de su mirada, semejante a "la muerte con ojos despiertos", parece seguir siendo vacía; si él —que ha vivido en todos los escondrijos del alma moderna, sin habitar en ninguno— parece conducir a una libertad infundada, todo ello sólo serán expresiones paradójicas, propias de un ser de excepción. Rechazamos lo excepcional, sin romper con la comunicación que nos llega al centro de nosotros mismos. De Otro modo: nos aproximamos a la excepción; pero no nos identificamos con ella, o no queremos unificarnos con ella.

Se plantea esta cuestión: a partir de la posibilidad de lo universal y de la comunicación, ¿qué actitud tomará el hombre con respecto a Nietzsche, entendido como la excepción en que ambas desaparecen, por el sacrificio de la propia vida? ¿Qué significa para el hombre que no es excepcional el pensamiento de un ser que, como Nietzsche, pasa del mundo a la soledad, y cuya propia realidad sólo es, en apariencia y finalmente, la de ese pensar mismo?

Dicho de otro modo, la cuestión es esta: ¿acaso la fuerza destructora del pensar nietzscheano, y los "ensayos" —que conducen a quienes quisieran repetirlos a una nulidad sin compromisos— constituyen el ser real de Nietzsche? O, a la inversa, porque aceptó la destrucción universal de nuestro mundo ¿será el único que pueda tomar el posible ímpetu e impulso como para llegar a lo verdadero e indestructible, es decir, al ser del hombre?

Filosofar con Nietzsche, significa actuar en la posibilidad. El hombre no excepcional, sólo la puede cumplir de modo auténtico sobre el fundamento de su vinculación históricamente existencial. Por eso, no podemos buscar el trato de Nietzsche con el fin de seguirlo, y de rechazar todos nuestros propios vínculos, para edificar, así, sobre la nada. Antes bien, el significado está en lograr el libre espacio de lo posible, capaz de abarcar todos los vínculos y, de despertar, en la Existencia, la profundidad de la libertad propiamente dicha.

Nietzsche —que sigue abierto a todo, que no puede entregar nada como posesión— propone, justamente por eso, la tarea de cada individuo: la de fundamentarse a sí mismo, mediante la relación a la trascendencia, en la historicidad existencial. El pensamiento de Nietzsche, siempre conmovido por la trascendencia —que, sin embargo, niega— la prepara sin mostrarla, alistándola a la historicidad de la Existencia, a la cual señala de modo directo.

Pero cuando Nietzsche sólo interesa, sin sentirse la necesidad de tomarlo en serio, no hay ninguna verdadera disponibilidad. El hecho de que la experiencia peligrosa de lo posible produzca, mediante el rigor del contenido, el medio en el que yo mismo me sitúo y llego a ser lo que soy, constituye una exigencia secreta y propia de Nietzsche. Al sobrepasar a sus discípulos, persuadido que su camino no es el de todos, expresa la meta del propio filosofar con las siguientes palabras: "Toda filosofía tiene que poder hacer lo que yo pido: concentrar un hombre; pero ahora nadie puede semejante cosa" (10, 297).

Quizá Nietzsche pudiera forzar a vivir desde la raíz la base que les proporciona a quienes lo repudian y a la que él mismo pertenece (el eterno retorno, la metafísica de la voluntad de poder y el superhombre). Sólo cuando salimos a su encuentro, a partir de nuestra sustancia, nos puede hablar sin equívocos. Lo que Nietzsche es, en sentido propio, sólo se decidirá, en última instancia, por lo que el otro aporta. Pero nadie cumplirá semejante apropiación. En efecto, experimentará un tropiezo cuando no pueda aceptar la totalidad de lo que lee, o bien, invertirá el sentido de lo leído, al comprenderlo de un modo demasiado unívoco y desprendido del todo. En tal relación —que, inevitablemente siempre sigue siendo ambigua— con la grandiosidad de la excepción, Nietzsche, por así decirlo, podría desaparecer. Pero un amor originario, aunque pierda su objeto, llegará a la nobleza in- determinada y delicada del ser nietzscheano, y se atendrá a él. El ser de Nietzsche permanece, aunque todo lo dicho parezca, por instantes, convertirse en nada. Lo que en la Existencia y en la trascendencia es imponderable y no engaña, habla, misteriosamente, a quienes alguna vez hayan escuchado.

Filosofar con Nietzsche significa afirmarse constantemente en contra de él. En el fuego de su pensar, la propia existencia, dirigida por la ilimitada probidad y por el riesgo de la problematización nietzscheanas, se puede purificar y llegar a la interiorización del auténtico ser-sí-mismo. A éste sólo se lo puede experimentar como algo que no es absorbido por ninguna existencia dada, por ninguna objetividad o subjetividad del ser del mundo, sino únicamente, por la trascendencia. Pero Nietzsche no conduce directamente a ella: antes bien, quiere librarse de la misma. Sin embargo, la seriedad de la entrega total a la trascendencia, del modo como Nietzsche la realiza, a pesar de rechazarla, es como el símbolo y como el modelo involuntario de la profundidad con que ha sido consumido por ella. Ante Nietzsche crece el espanto: es como si se estuviese frente a algo inconcebible, que sólo podría ser transparente para el origen mismo, y no para nosotros.

 

Karl Jaspers, Nietzsche

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