Maksim Gorki - El monstruo

11 sept 2020

Maksim Gorki - El monstruo

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Bochornoso calor, silencio; la vida ha quedado inmóvil, cuajada en la luminosa calma del día; el cielo mira acariciador a la tierra, como un claro ojo azul en el que el sol es su ígnea pupila.

El mar, liso, parece forjado de metal azul; las barcas de los pescadores, de diversas tonalidades, permanecen quietas, igual que si estuvieran soldadas en el semicírculo del golfo, tan claro como el cielo. Vuela una gaviota, agitando perezosa las alas, y el agua refleja otro pájaro, más blanco y bello que el que está en el aire.

Se desvanecen las lejanías; allá, en la bruma, flota dulcemente o se funde, derretida por el sol, una isla lilácea —roca solitaria en medio del mar— como una gema de acariciadores destellos en el anillo del golfo de Nápoles.

La quebrada y pedregosa costa desciende hacia el mar, toda ella ensortijada y fastuosa con las obscuras hojas de las vides, de los naranjos, de los limoneros y las higueras; con la plata sin brillo del follaje de los olivos. A través del torrente de verdor que cae al mar por la escarpada orilla, sonríen afables las flores, doradas, rojas, blancas, mientras los frutos amarillos y anaranjados se asemejan a las estrellas en una de esas calurosas noches sin luna en que el cielo está obscuro y el aire saturado de humedad.

Calma en el cielo, en el mar y en el alma; se sienten deseos de oír la silenciosa plegaria que todo lo vivo canta al dios Sol.

Entre los huertos serpentea un sendero, y por él, bajando despacio, de piedra en piedra, va hacia el mar una mujer alta, enlutada; su negro vestido, desteñido por el sol, tiene unos manchones pardos y sus remiendos se divisan incluso desde lejos. Lleva la cabeza descubierta y brillan sus argentados cabellos blancos, que, formando pequeños anillos, le caen sobre la despejada frente, las sienes y la obscura tez de las mejillas; tales cabellos debe ser imposible alisarlos.

Su rostro severo, de pronunciadas facciones, es de los que, con una sola vez que se vean, no se olvidan jamás: hay algo profundamente antiguo en esta cara enjuta, y si se tropieza con la obscura mirada de sus ojos tenaces, no se puede por menos de recordar los desiertos de Oriente, a Débora y a Judit.

Inclinada la cabeza, hace ganchillo, algo de color escarlata, refulge el acero de la aguja, lleva metido entre la ropa el ovillo de lana, pero parece que el hilo rojo brota del pecho de la mujer. El sendero es empinado y tortuoso, se oye el susurro de las piedras al caer, mas la de los blancos cabellos desciende con paso tan seguro, que parece que sus pies ven el camino.

He aquí lo que cuentan de esta mujer: es viuda; su marido, un pescador, fue a pescar poco después de la boda, dejándola embarazada, y no volvió más. Cuando nació el niño, ella empezó a ocultarlo de la gente, no salía con él a la calle a tomar el sol y vanagloriarse del hijo, como hacen todas las madres; lo tenía escondido en un obscuro rincón de su casucha, envuelto en trapos, y durante largo tiempo ninguno de los vecinos vio cómo estaba constituido el recién nacido; veían solamente su cabeza grande y unos ojazos inmóviles en el rostro amarillento. Observaron también que ella, mujer hábil y fuerte, que antes luchaba incansable y alegre con la miseria y sabía infundir ánimo a los demás, se había vuelto ahora taciturna, estaba obsesionada con algún pensamiento fijo, tenía de continuo fruncido el ceño y miraba todo, a través de la neblina de su pena, con unos ojos extraños que parecían preguntar algo.

No hizo falta mucho tiempo para que todos supieran las causas de la aflicción de la madre: el niño había nacido monstruoso; por eso lo ocultaba, aquello era el motivo de su doloroso abatimiento.

Entonces los vecinos le dijeron que ellos comprendían, desde luego, la gran vergüenza que era para una mujer ser madre de un monstruo; nadie, a excepción de la Madonna, sabía si ella merecía o no aquel castigo, pero el niño no era culpable de. nada, y hacía mal en privarle del sol.

Ella obedeció el consejo de la gente y les mostró el hijo: tenía unas piernas y unos brazos cortos como aletas de pescado; la cabeza, hinchada igual que un gran globo, apenas se sostenía sobre el cuello delgado y fláccido, y en la cara, tan llena de arrugas que parecía de un viejo, había un par de ojos turbios y una bocaza dilatada en una sonrisa muerta.

Las mujeres lloraban al verlo; los hombres, torciendo el gesto con repugnancia, se alejaban sombríos; la madre del monstruo, sentada sobre la tierra, unas veces ocultaba el rostro y otras alzaba la cabeza al tiempo que miraba a todos, en muda interrogante, como queriendo preguntar algo que nadie comprendía.

Los vecinos hicieron un cajón, semejante a un ataúd, para la deforme criatura, lo llenaron de borra de lana y trapos, metieron al monstruo en aquel nido blando y cálido y pusieron el cajón a la sombra, en el patio, con la secreta esperanza de que el sol, que hace milagros cada día, realizara un prodigio más.

Pero el tiempo pasaba, y el niño continuaba igual: la cabeza enorme, el cuerpo largo, con cuatro imponentes apéndices; únicamente la sonrisa iba tomando una expresión, cada vez más definida, de avaricia insaciable, mientras la boca se llenaba de dos filas de dientes afilados y corvos. Las cortas garras aprendieron a atrapar los pedazos de pan y a llevárselos a la ardiente bocaza, sin equivocarse casi nunca.

Era mudo, pero, cuando alguien comía cerca del monstruo y éste percibía el olor de la comida, lanzaba unos mugidos sordos, con las fauces abiertas, balanceando la cabezota, mientras las turbias córneas de sus ojos se cubrían de una redecilla de vetas sanguinolentas.

Engullía mucho y, cuanto más tiempo pasaba, aumentaba su gula y su mugir se iba haciendo más constante; la madre trabajaba sin descanso, pero su salario era mísero con frecuencia y a veces no ganaba absolutamente nada. No profería una sola queja y aceptaba de mala gana —siempre callada— la ayuda de los vecinos, pero éstos, cuando ella no estaba en casa, irritados por el continuo mugir, corrían al patio y metían en aquella boca insaciable cortezas de pan, hortalizas, frutas, cuanto era comestible.

—¡Pronto se te comerá todo! —le decían—. ¿Por qué no lo metes en el hospicio o en un hospital?

Ella contestaba sombría:

—Yo lo he parido, y yo debo alimentarlo.

Era guapa, y más de un hombre la había requerido de amores, sin que ninguno tuviese éxito; al que más le gustaba a ella, le dijo:

—No puedo ser tu mujer; temo parir otro monstruo, y eso sería una vergüenza para ti. No, ¡vete!

El intentó convencerla, le recordó a la Madonna, que es justa con todas las madres y las considera sus hermanas, pero la madre del engendro le repuso:

—¡Ay! No sé de qué puedo ser culpable, pero se me castiga con crueldad.

El pretendiente suplicó, lloró, se enfureció; pero la mujer no cedió.

—Me da miedo —decía—. He perdido la fe en mi destino...

El hombre se marchó muy lejos, y no regresó nunca.

Durante muchos años, la pobre madre estuvo llenando aquella boca sin fondo que engullía sin cesar. El monstruo comía todo el fruto del trabajo materno, la sangre, la vida de la desgraciada mujer. La cabeza, cada vez más desarrollada, era horrible. Semejaba un globo a punto de desprenderse del atrofiado cuello para elevarse por el aire, tras haber topado contra las esquinas de las casas.

Todos los que pasaban por la calle y miraban hacia el patio, se detenían estupefactos, estremecidos, sin atinar a comprender qué era aquello. La caja estaba adosada a un muro por el que se enredaba una parra, y de su interior surgía la cabeza del monstruo.

El amarillento rostro estaba surcado de arrugas; los pómulos eran salientes; los ojos mates, desencajados, casi salían de las órbitas.

Aquella horrenda imagen se quedaba fija largo tiempo en la memoria. La gran nariz, achatada, vibraba y se estremecía; los labios, al moverse, dejaban al descubierto unos dientes carniceros, y a cada lado del globo surgían dos desmesuradas orejas que parecían tener vida propia e independiente... Aquel horripilante mascarón estaba rematado por un manojo de pelos negros y rizados como los de un africano.

Casi siempre se le veía con un pedazo de cualquier cosa comestible en la mano diminuta y breve como la patita de una lagartija.

Entonces inclinaba la cabeza y mascaba con gran ruido, sorbiéndose los mocos, y los ojos se le movían hasta fundirse en una mancha turbia y sin fondo sobre la pálida faz, cuyas contracciones semejaban las de la agonía. Cuando tenía hambre, alargaba el cuello y abría la boca enrojecida, de la que salía una delgada lengua de víbora, para mugir con acento imperativo.

La gente se marchaba santiguándose y musitando una oración.

Aquello les recordaba todos los dolores y desgracias que les había deparado la vida.

Un herrero, hombre viejo y de carácter melancólico, repetía a menudo:

—Cuando veo esa bocaza que se lo traga todo, se me ocurre que mi fuerza ha sido también devorada por algo, no sé qué, pero que se le parece mucho. Y pienso que todos nosotros vivimos y morimos para mantener parásitos.

Aquella cara enmudecida suscitaba en todas las conciencias ideas tristes y sentimientos de espanto.

La madre escuchaba los comentarios de sus vecinos sin despegar los labios. Sus cabellos encanecieron prematuramente y las arrugas se fueron extendiendo por su rostro. Hacía ya tiempo que había perdido el hábito de reír. No ignoraban los vecinos que la infeliz se pasaba las noches enteras a la puerta de su casa mirando al cielo, como si esperase que de allí pudiera llegar el socorro. Y se decían unos a otros, encogiéndose de hombros:

—¿Qué estará esperando?

Terminaron por aconsejarle:

—¡Llévalo a la plaza, junto a la iglesia! Por allí pasan los extranjeros y le echarán limosna.

—Sería horrible que lo vieran los extranjeros —contestó la madre, horrorizada—. ¿Qué pensarían de nosotros?

—La desgracia existe en todos los países —le contestaron—, cosa que nadie ignora.

La madre negó con un movimiento de cabeza.

Cierto día, ocurrió que unos extranjeros visitaban el pueblo y lo husmeaban todo, entraron en el patio y se fijaron en el monstruo, que estaba metido en su caja. La madre fue testigo de sus gestos de asco y repugnancia en los rostros satisfechos de aquellas gentes ociosas, oía que hablaban de su hijo, torciendo la boca y entornando los ojos. Singularmente hirieron su corazón unas palabras pronunciadas con desprecio, hostilidad y manifiesto aire de triunfo.

Guardó en su memoria aquellos sonidos, repitió mentalmente, muchas veces, las palabras extrañas en que su corazón de italiana y de madre percibía un sentido ofensivo; aquel mismo día fue a ver a un conocido suyo, viajante de comercio, y le preguntó qué significaban aquellas palabras.

—¡Depende de quién las diga! —repuso el viajante, frunciendo el ceño—. Significan: Italia degenera antes que todas las demás razas latinas, ¿Dónde has oído esa mentira?

Ella se fue sin responder.

Al día siguiente, su hijo se dio un atracón y murió entre convulsiones.

Ella estaba sentada en el patio, junto al cajón, posada la mano en la cabeza sin vida del hijo, esperando serenamente algo, mirando interrogante a los ojos de cuantos se acercaban a ella para ver al muerto.

Todos guardaban silencio, nadie le preguntaba nada, aunque quizás muchos quisieran felicitarla pues se había librado de su esclavitud, decirle unas palabras de consuelo —pues había perdido a su hijo—, pero todos callaban. A veces, la gente comprende que hay cosas de las que no es posible hablar hasta el fin.

Después de aquello, la mujer continuó largo tiempo mirando a la cara a la gente, como preguntándole algo; luego, se tornó tan corriente y sencilla como todos.


En Cuentos de Italia


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