El impulso de escribir poesía, tan repentino e inexplicable, debió de venir acompañado de una veta nihilista, para hacerme sacrificar la libreta. O bien habré pensado que valía la pena. Lo cierto es que la libreta dictó el formato de los poemas, cada uno de los cuales tenía tantos versos como renglones tenía cada página, y los versos tenían la medida del ancho de la libreta. Nada de lo cual obedecía a un cálculo sino que se daba naturalmente y con perfecta espontaneidad, cada poema empezaba en el primer renglón de una página y terminaba en el último. Pero todo era así: no había deliberación, casi ni siquiera pensamiento, ni elección de palabras. Escribía como un poseído, en trance, como si no fuera yo, y, en efecto, estaba poseído, no por la inspiración o la musa sino por la desesperación, que me dictaba sus gritos mudos. Sentía que los versos se ajustaban a mi sentimiento como si fueran ese sentimiento mismo, en toda su fuerza. No había que ir buscarlos a ninguna parte, estaban ahí, en el acto de escribirlos. Uno tras otro… Los treinta y seis poemas salieron en una tarde, en unas horas, lo que tardó el sol en declinar unos pocos grados en una de aquellas maravillosas tardes del verano pringlense que entonces no me producían más que dolor y me estrujaban el corazón al punto de parecer que no volvería a latir nunca más.
Ahora bien, ¿qué poemas eran ésos? No podría decirlo. El hecho de que vinieran de un sitio tan ajeno a la consciencia impidió que guardara un recuerdo; creo que ni siquiera los releí, seguramente por una especie de vergüenza ajena aplicada a mí mismo. Mi evolución intelectual fue en todo adversa al patetismo que debía dominar en la libreta. Pero una cosa sé y para exponerla me viene bien haber contado la historia del cuadro colgado sobre la cama. Aunque muy lector, y con una curiosidad muy despierta en materia cultural, yo sabía muy poco. El deseo que había venido creciendo en mí esos últimos dos o tres años, de irme a Buenos Aires a estudiar, tenía por fundamento, precisamente, el horizonte que me abría la gran ciudad de asistir a las manifestaciones más novedosas del arte, la literatura, el teatro, la música, es decir todo lo que no me daban los viejos libros de la Biblioteca Municipal, o me daban en cuentagotas las revistas de actualidad a las que lograba echar mano. Pero lo poco que sabía me bastaba, por lo visto, para dar por buena una pintura abstracta y aleatoria, y también para saber que la poesía podía ser poesía, o se la podía llamar poesía, sin que tuviera metro ni rima y saliera de un dictado automático, de un cerebro obnubilado por la angustia. El esnobismo vanguardista que me había hecho insistir para que mis padres me mandaran a Buenos Aires se materializaba en esos poemas nacidos del terror infantil de la partida. Ya debería haber aprendido que todo deseo se pagaba caro, sobre todo si se realizaba.
Nunca más volví a escribir poesía. Mi vida quedó vaciada de poesía después de esa sesión. Fue como si haberlo hecho, sin pensar, casi sin querer, hubiera sido una especie de anulación. Seguramente es por eso que no recuerdo los poemas, ni puedo imaginarme siquiera qué pude haber puesto en ellos. ¿Mi angustia? Pero la angustia es un vacío sin palabras, es lo contrario de la expresión. Quizás no hay que buscar una razón tan apocalíptica para mi abstención posterior de una práctica en la que tuve muchas ocasiones de reincidir. Si dejé pasar estas ocasiones fue por motivos de estilo de pensamiento. Mi camino espiritual me llevó hacia formas de razonar en las que lo principal eran las transiciones, y la discontinuidad esencial de la poesía se me fue perdiendo en un horizonte cada vez más lejano. No debería lamentarlo, porque fue una elección, que sigo sosteniendo. Pero algo en mí lo lamenta a pesar de todo, porque en esa discontinuidad perdida viven los ecos, y son los ecos los que nos traen la belleza y la dulzura de la vida, sus iluminaciones y exaltaciones. Se dirá que esos ecos son sólo de palabras, no sentimientos ni experiencias ni verdaderos recuerdos, ¿pero qué tenemos sino palabras? Además, no hay recuerdos verdaderos: todos son transformaciones de los recuerdos olvidados.
¿Fue un desahogo, simplemente? He oído la palabra, y es la explicación que primero viene a la mente. Una catarsis. La necesidad de sacar afuera lo que nos está torturando por dentro, y hacerlo en un lenguaje distinto para darle forma visible, volver concreto lo informe, verlo, y despedirlo. Muy verosímil, pero en mi caso no cumplió esa función, ni creo que yo haya esperado que la cumpliera. No sirvió de nada. Seguí tan angustiado como antes de hacerlo, quizás más, porque con el paso de los días el sentimiento se agudizaba. ¿O habrá sido el deseo de documentar algo que, con toda la pasión que me dominaba, sabía que era pasajero? ¿Quería dejar un registro? No creo. Habría elegido un formato más informativo. Además, no tenía ninguna intención de dárselo a leer a nadie, nunca, antes lo quemaba. Ni de releerlo yo mismo. Sentía oscuramente que lo que escribía era incomprensible, no evocaría nada. No necesitaba evocación alguna, ni la quería. Prefería olvidar. De modo que sólo puedo decir que fue un acto gratuito. Si no sabía qué hacer conmigo mismo, adónde meterme, adónde huir, bien pude crearme esa tarde una especie de recreo, de manualidad que me calmara los nervios.
Pero la libreta no la tiré, y no se perdió. La metí en una caja, junto con otros papeles, y ahí ha seguido hasta hoy, sin que nunca haya vuelto a abrir la caja. La conservo como un talismán secreto, o como el secreto de la poesía, secreto también para mí, o sobre todo para mí.
En Margaria (un recuerdo)


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