La literatura destruyó, por abuso, el recurso de nombrarnos como lectores. Desde el: “Recordará el amable lector”, que apela tácitamente a la paciencia dispensada al relato hasta ese punto, hasta el: “¿Me creerán si les digo?...” copiado de las traducciones de la novela estadounidense coloquial, pasando por esa sensación de proximidad creada por la disculpa implícita en: “El doctor Livesey, el señor Trelawney y otros caballeros me han pedido que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro”, de vez en cuando los escritores nos dispensaron compartir sus dudas acerca del interés o las dimensiones de lo que estaban narrando o se disponían a narrar. Esto debió ser sorprendente en algún momento virginal: aquel en el que, por primera vez, sentimos que un señor reputado, inteligente, distante y a quien pensábamos lo suficientemente soberano (y soberbio) como para contar sin más, nos consideraba y tenía en cuenta... y no a todos, sino específicamente a uno, a mí, al que lo leía en ese momento a través del tiempo. Instante conmovedor.
Había perdido yo, en cierto momento de mi vida, toda expectativa de deliciosa sorpresa, de participación como lector en las tribulaciones, espantos, maravillas y estupefacciones del narrador que nos nombra o refiere sin nombrar. Fue un período de mi vida en el que pensaba que la rigurosidad del presente impedía toda irrupción de la magia, y que nada, ni la abusiva repetición de la primera persona que comparte sus dichas y desdichas, ni la directa referencia a quien lo lee, podía depararme esa comunión con la lectura, esa misa, en la que autor, personaje y lector son uno y trino. Fue en ese siglo de gris inquebrantable cuando descubrí en un baño de Floresta la más extraña leyenda de mingitorio que me haya tocado leer. Justo frente a mi nariz, y cuando daba al lugar el uso debido, leí: “Aquí mea Dios”. No me sentí Dios, por Dios, pero tuve la certeza de que había entrado en otra dimensión, por acto y voluntad de un ser anónimo que colocó las palabras justas en el lugar adecuado.
En Nada personal. Todo personal. Obra Crítica
Barnacle 2025


0 Comentarios