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Juan L. Ortiz - A Prestes (Mi galgo)

Juna L. Ortiz - A Prestes (Mi galgo)

Has muerto, silencioso amigo mío, has muerto...

¿En qué prados profundos te hundiste para siempre cuando llovía oscuramente?

Marzo, anoche, apagaba la sed larga...


Tu cabeza, tras el último suspiro, quedó más fina aún en la línea final.

Y era como si corrieras acostado un no sé qué fantástico que huía, huía...

Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, has muerto...

Cuántos minutos claros, cuántos momentos eternos, contigo,

compañero de mis mañanas cerca del agua, de mis atardeceres flotantes...

en el dulce calor, en el viento de las hierbas, en los filos del frío,

en la luz que se despide como un infinito espíritu ya herido... 


Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, cómo nos entendíamos...

Esta tarde hubiéramos salido a mirar los oros transparentes, casi íntimos...

¿Qué veías allá, sobre las islas, cuando enhestabas las orejas?

¿Y te tocaba el blanco alado de la vela lejana?

Oh, los perfumes de las gramillas y de la tierra, qué ríos de éxtasis!

Y tu tensión cuando algo corría abajo...

Duro de mí, estúpido de mí, que te contenía sobre las traseras patas sólo,

vibrante en tu erguida esbeltez posada apenas...


Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, compañero de mi labor...

Echado a mi lado, las horas lentas, alzabas de repente tus ojos largos,

ay, llenos de signos sutilísimos, y a veces,

una tenue luz que venía no se sabe de dónde humedecía su melancolía sesgada...

¿En qué secretas honduras sentías entonces mi mirada?

(Qué distraídos somos, qué torpes somos para las humildes almas que nos buscan

desde su olvido y quieren como asirse de una chispa, siquiera, ínfima, de amor...)

Se hubiera dicho que emergías dulcemente de un seno desconocido

y que una serenidad ligera te ganaba así en un extraño mundo seguro...

El noble hocico, luego, se aguzaba todavía más entre los delgados remos, contra el suelo,

en esa actitud de los cuadros antiguos, de un triste husmeo extático...

En ocasiones, “las palabras” no admitían dilación y debía apartar el libro o la cuartilla

para llevarte en seguida al sol de la placita y a los pastos mojados...

Encuentros dolorosos solían hacer perder la gracia del rocío y de los descubrimientos menudos:

unos gatitos abandonados, recuerdas? que tú lamías aunque con cierto desdén y que yo recogía,

una débil queja de animalito herido por ahí y al que había que asistir,

o un hombre todo rotoso dormido en “el cañón", la cabellera de ceniza en un solo destello...

Pero asimismo bajábamos hasta la arena y los diamantes del río:

oh, la buena plática con los pescadores pobres mientras tú entre nosotros

te cincelabas, podríamos decir, en esa manera también de tus hermanos al pie de los sitiales regios...

Atento, las delicadas orejas hacia atrás y la sensitiva cabeza alzada y el fuerte cuello de cisne todo heráldico:

eran quizás tus minutos de armonía en el fluido de la armonía inmediata que debías de sentir...

Igual misteriosa paz entre los amigos sentados o caminando sobre la barranca vespertina:

verdad Julio, verdad Emilio, verdad Marcelo, verdad Alfredo, verdad Carlos, verdad Israel?

Y el ímpetu cordial que iba hasta el llanto y se empinaba hasta los hombros y la cara

para la caricia brusca y alegre en que se abría con cierta angustia, temblando...


Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, percibías el hálito

de los sentimientos que querían acordarse en mí con la hora prima

y sus flores fugitivas y sus penumbras fugitivas hacia el tierno desleimiento celeste

cuando nos deteníamos en el camino amanecido y yo miraba a mi izquierda las nuevas colinas de Octubre?

Tu paso se hacía después más rítmico, más danzante aún para acordarse al mío ilusionado...

El pensamiento de los pueblos asaltados, pero de pie, aunque horriblemente sangrando,

caía a veces como una inmensa nube trágica sobre los puros cambiantes en que se encendía el alma misma...

No sé por qué entonces te pasaba la mano por la cabecita sorprendida

y volvíamos con más lentitud algo ajenos los dos, sí, los dos, a la aérea “féerie”.


Te trajeron del campo, allá, pero tus padres llegaran del otro lado del mar, llenos de laureles.

El amigo gentil quiso rendir en ti un homenaje al héroe de la épica Marcha.

y a fe que tu coraje, aunque ciego, tenía algo del del caballero, pero del del caballero antiguo, es cierto.

De mirar tu estampa se sabía que tu sangre venía de lejos, de muy lejos,

no del rubio país sino de los desiertos arábigos, por tu finura barcina.

Perfecto de gracilidad y de fuerza, tus menores gestos decían

de una anejísima nobleza ganada sobre las arenas tras las gacelas de luz.

Todo en ti se concertaba como en un poema para un vuelo rasante de flecha,

y eras tensión ceñida o libre igual también que en un poema...

Tu infancia fue feliz de saltos y de juegos con el Dardo, tu amigo,

el lebrel aquel de Italia muerto trágicamente en una lucha desigual,

y no había cañadas anchas ni árboles juntos para la casi alada geometría de tus vértigos,

ni había corriente poderosa para tu pecho afilado y tu flexible gracia serpentina...

Cerca del río inmóvil, allá, empezamos a queremos en los silencios pálidos

llorados por los sauces medrosos o subrayados frágilmente por los plátanos...

Sobre los caminos, medio idos ya, tu marcha, a mi lado, era leve, de fantasma...

Y acaso tú también recogías lo que decían los follajes entre las flores de arriba y abajo que nacían...

El idílico sol de la ribera nos encontraba siempre puntuales, junto a las primeras cañas de pesca,

y el arrabal de la costa cuando la brisa última lo ajaba: ¿era sólo de sueño?

Oh, las figuras hieráticas de los pobres portoncitos de ramas

y los chicos mudos, espectrales, atravesando el baldío hacia el rancho de la orilla...

Tu juventud fue luego de anchas pistas, de los grandes potreros con cardos de Carbó.

En la mañana iluminada de cardos caminábamos esquivando las espinas,

—una culebrilla, de repente, irisaba su rápida cinta a nuestros pies—

tú más cuidadoso y desconfiado que yo, levantando delicadamente las patas,

pero algo saltaba cerca y el alambrado entero sonaba como un arpa,

cuando no lo sobrevolabas y eras todo vueltas breves, increíblemente elásticas...

—Celebraba, mi amigo, que la liebre, al fin, no fuera tuya...


Larga fue tu enfermedad y tu latido profundo se hizo delgado, casi una queja ya...

Oh, esta queja, oh, tu llamado débil, cuando sentías acaso que "la sombra” venía

y requerías a tu lado las familiares presencias queridas...

Duro de mí, estúpido de mí, que a veces no prestaba suficiente atención a tu llamado

ni lo entendía en su miedo de la rondante noche absoluta, de la marea definitiva,

miedo de hundirte solo, sin la luz del “aura” amada junto a la ola fatal,

tú, el de la adhesión plena, el de la estilizada cabecita beata sobre la falda, sentados a la mesa

o leyendo yo sin haberte mullido el sueño fiel al lado de la silla...


Ay, oigo todavía tu llamado, tu llanto débil, impotente, de una imploración seguida...

Las voces no estaban lejos pero las querías alrededor de ti contra el silencio que llegaba...


Ay, oigo todavía tu llamado, tu súplica latida como desde una medrosa pesadilla,

mientras mi corazón lo mismo que tus flancos, sangra, sangra, y Marzo, entre las cañas, sigue lloviendo sobre ti...


En En el aura del sauce

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