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Rainer María Rilke - Octava elegía

Rainer María Rilke - Octava elegía

Toda en sus ojos, mira la criatura

"lo abierto". Sólo nuestros ojos

están como invertidos y a manera de cepos

alrededor de su mirada libre.

Todo lo que está fuera de nosotros

lo conocemos sólo por la fisonomía

del animal, porque, aún muy tierno, al niño

lo desviamos y obligamos

a contemplar retrospectivamente

el mundo de las formas, no lo abierto

-que en la faz de la bestia es tan profundo. Libre

de muerte-. Sólo muerte

vemos nosotros; pero

el animal, libre, tiene siempre

su término tras él,

y, ante él, a Dios, y, cuando avanza, avanza

en la Eternidad, como los surtidores.

Pero nosotros nunca

-ni un solo día-

tenemos el espacio puro ante nuestros ojos

-donde las flores infinitamente

se abren. Siempre en el mundo

y jamás todo aquello

que no está en ningún lado y que nada limita;

lo puro y sin custodia

que se respira en todo, que uno sabe infinito

y que no se codicia. Allá, en la infancia,

se pierde uno en silencio,

en ello y queda en ello conmovido.

Otro -tal otro- muere, y así es.

Pues cerca de la muerte ya no se ve la muerte,

y se mira adelante, con fijeza,

quizá con una enorme mirada de animal.

Los amantes, si el otro no ocultase

la infalible mirada,

están ya casi allí, casi, y se asombran.

Sí, se les abre, como por descuido,

detrás del otro… Pero al otro nadie

consigue superarlo,

y de nuevo se quedan en el mundo.

Por siempre vueltos creación,

sólo vemos en ella los reflejos

de lo que es libre, oscurecido

por nosotros. O, a veces,

ocurre que los ojos, mudos, de un animal

nos transverberan

con mirada inmutable.

A esto se le llama Destino: a estar enfrente

-y nada más que esto- y siempre enfrente.

Si el animal tuviera una conciencia

semejante a la nuestra,

-el seguro animal que se acerca a nosotros

en dirección contraria-,

su paso firme nos arrastraría.

Pues para el animal su ser es infinito,

sin límites

y sin mirada sobre su existir -puro, como

su mirada tendida hacia delante.

Y allí donde nosotros sólo vemos

un futuro,

él lo ve en todo y se ve en todo, a salvo

para siempre. Y, no obstante,

en la bestia, avizor y caliente, gravita

el peso y la inquietud de una enorme y pesada

melancolía.

Porque a ella le agobia siempre lo que a nosotros

nos subyuga a las veces: el recuerdo

-como si ya una vez, eso, a lo que se aspira,

hubiera estado próximo, más fiel

y dándonos en ese nuevo apego

su infinita dulzura.

Aquí todo es distancia,

hálito allí. Después de aquel hogar

primero, este segundo lo parece

ambiguo y a merced de los vientos. ¡Oh dicha

de la pequeña

criatura, que prosigue en el regazo

que la trajo a su fin;

oh dicha del insecto, que brinca en su interior,

siempre, incluso en el trance de sus bodas!

El regazo lo es todo.

Y observa

la semicertidumbre

del pájaro

que, por su origen, casi conoce entrambas cosas

como si fuera el alma de un etrusco,

evadida de un muerto, que recibió el espacio

pero con su figura yacente como lápida.

Mas

¡qué turbación la del que tiene

que volar -al salir del regazo!

¡Cómo asustado de sí mismo,

rasga en zigzag el aire, cual resquebrajadura

en una taza!

Así la huella

del murciélago raya

la fina porcelana de la tarde.

¡Y nosotros

meros espectadores

en todo el tiempo, en todos los lugares,

vueltos siempre hacia todo y nunca más allá!

El mundo nos agobia.

Lo organizamos. Pero

se derrumba en añicos.

Lo organizamos otra vez y, entonces,

nosotros mismos

caemos rotos en menudas trizas.

¿Quién nos conformó así,

que hagamos lo que hagamos,

tenemos siempre la actitud

de quien se va?

Como el que sobre la última colina,

desde donde divisa todo el valle,

una vez más, se vuelve, se detiene y rezaga,

así vivimos-

despidiéndonos siempre.


Elegías de Duino

Versión: Juan José Domenchina

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