Anoche antes de dormirme estuve tratando de poner en claro la cuestión del Juicio Final. Según la versión simplificada que manejo de la escatología cristiana, los muertos tienen que esperar al Juicio Final para ser juzgados y recibir su destino definitivo en la otra vida. Uno se muere y se produce un blanco, una nada, hasta despertarse en el Juicio Final. Son los vivos, es decir, los sobrevivientes, los que pueden imaginarse que los muertos se van directamente al Cielo o al Infierno, pero desde el punto de vista de los muertos no puede ser así porque entonces habría dos tiempos simultáneos, uno de los cuales sería la Eternidad, y ésta no puede correr en paralelo al tiempo. De modo que hay que esperar al fin del tiempo, el Juicio; todo lo demás (la simultaneidad, Dante, el regreso de los muertos vivos, el espiritismo, etcétera) cae en el campo de la ficción. Además, no se puede hacer un juicio definitivo de alguien en el momento en que se muere, porque después de la muerte sigue actuando, por la resonancia de sus hechos o sus obras o simplemente por el peso grande o chico que tuvo su existencia en el sistema del mundo, y por lo tanto sigue acumulando méritos o faltas. La lógica quiere que esa acción se prolongue tanto como el tiempo, así que es inevitable esperar hasta el fin de éste para hacer un balance justo.
Pero ese salto desde la muerte al Juicio Final plantea sus problemas. Anoche no me podía dormir del lío que me hice con los cálculos; estuve tentado de levantarme y hacer un diagrama a ver si lo ponía en claro. Quizás ahora pueda.
Supongamos que alguien se muere el 5 de julio de 1932 a las diez y diez de la mañana; a partir de ahí, un blanco, hasta el día del Juicio Final, sea cuando sea. Ahora bien, para ese individuo, extinguida su conciencia con la muerte, ese blanco, así sea de diez mil siglos, tiene que ser un instante. Si se postulara un lapso, como una especie de sala de espera a oscuras, eso ya sería «otra vida» más, una tercera vida, lo que me parece un poco excesivo. Que yo sepa, nadie habló nunca de una tercera vida intercalada. Sí he oído mencionar un «Limbo», pero no creo que los teólogos serios lo acepten; debe de ser una ficción de compromiso, para adaptar de algún modo al dogma la idea del juicio inmediato y el Cielo y el Infierno instantáneos. Una ficción peligrosa porque podría prestarse a especulaciones por parte de los malvados, respecto de su duración.
Muy bien, un instante. Uno cierra los ojos, o se los cierran, y los vuelve a abrir de inmediato el día y la hora de la consumación del tiempo. O sea que para ese hombre el Juicio Final tuvo lugar el 5 de julio de 1932 a las diez y diez de la mañana.
Pero un minuto después se produjo otra defunción (digo un minuto como podría decir medio minuto, o dos segundos: depende de la tasa de mortalidad, que además debe de variar), y un minuto antes se había producido otra, y así sucesivamente, hacia adelante y hacia atrás, a lo largo de toda la Historia. Con cada uno pasó lo mismo, es decir, hubo el mismo salto, que visto desde afuera duró menos o más, pero desde adentro duró lo mismo, o sea nada.
Ahí está la dificultad de concebir esta figura. Hay un conjunto múltiple (los seres humanos) cuyas muertes van puntuando toda la escala del tiempo, y en cada uno de esos puntos está el fin de la escala. El fin del tiempo es contiguo a cada uno de sus momentos.
En Cumpleaños
0 Comentarios