13 ago 2024
Juan José Saer - De las siestas de otoño
El sol de los días de abril no declina, adelgaza. Salimos a caminar después de comer, tranquilos, evitando la sombra fría y parándonos a cada rato para mirar una fronda amarilla, el ornamento de una fachada. Discutimos de sexo y de política. Para mí, son siestas de estatuas y de sol fino; después de muchas cuadras, las sienes empiezan a picar. Pasamos por la plaza de las palomas, vamos a la costanera, nos inclinamos sobre la baranda y miramos el río. Calculo que es a esa hora que se achatan y se despliegan las ciudades. Me ha parecido, algunas veces, saberlo todo sobre las estatuas, sobre el orín que las desfigura y las mancha, sobre las casas viejas que atestiguan vidas más perfectas.
Más refinada, la luz solar —a una hora precisa—, polvorienta, es suave y omnipresente. Nos sentamos en un banco de madera, sobre caminitos de ladrillo molido, para que se nos caliente la cabeza. De golpe nos quedamos sin hablar. Lo que llamamos el murmullo, el rumor de los años vividos, el ruido de lo que recordamos, va pasando, poco a poco, hasta que enmudece por completo. Entonces se empiezan a escuchar los sonidos de afuera: un auto, lejos, el grito de dos chicos que se llaman uno al otro más allá del parque y de la gran rotonda de la costanera, o bien los chasquidos de zapatos femeninos que se arrastran sobre el ladrillo pulverizado. No conozco nada más vívido. En el corazón —¿puedo llamarlo así?— resuena el eco vacío de esos susurros. Me he sorprendido, en esos momentos, preguntándome con un pavor súbito: «¿Quién soy yo y qué hago aquí?». Como después cuando caminamos de nuevo y entramos en el primer bar la sensación desaparece, he elaborado la teoría de que el sol de abril que fluye en declive lento sobre las ciudades no es saludable y de que sus efectos son parecidos a los de la marihuana, pero más difusos.
En La mayor
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