4 abr 2024
Jorge Luis Borges - Vindicación de la poesía
A partir del Renacimiento, las defensas de la poesía constituyen un género literario, que obedece a tácitas leyes. El lector espera, no en vano textos que notoriamente aspiran a ser piezas de antología, un estilo dogmático y efusivo, la exhortación patética y no la persuasión razonable. Tan hondas e instintivas son esas leyes que no estoy demasiado seguro de poder eludirlas y tal vez ya estoy observándolas.
Durante el curso de una vida ya larga, he creído notar que la poesía suscita indiferencia, recelo y una secreta hostilidad. Se la venera, se intercala en el diálogo habitual una que otra cita, se articulan los nombres de Virgilio o de Shakespeare, pero muy pocos la frecuentan. La convención cortés de que en un pasado impreciso todos hemos leído a los clásicos nos exime de leerlos. En este momento ¿cuántos de los amigos de mi lector están leyendo la Odisea? Parejamente, los editores aseguran que nadie compra libros de versos, salvo en el caso de ejemplares de lujo o de obras completas, que son formas ostensibles de vanidad.
Mi sencillo propósito es recordar, con un gasto mínimo de retórica, las virtudes del verso y las insospechadas y accesibles felicidades que puede depararnos. Penetrar en una novela, género preferido de nuestra época, que se dice atareada, es como penetrar en un salón lleno de personas desconocidas. Oímos y aprendemos sus nombres y gradualmente vamos distinguiendo sus rostros y las almas que los habitan. Hay novelistas que enriquecen esas inherentes molestias con otras que les son peculiares: el caos cronológico, la ardua ambigüedad de los pronombres y aun de los nombres, la confusión, en una misma página o párrafo, del presente y de la memoria. Prescindiendo de tales novedades, o perversiones, felizmente no inevitables, queda un hecho esencial: el más o menos largo aprendizaje o, si el neologismo es perdonable, aclimatación, que la novela nos exige. Lo mismo cabe decir del relato, si bien las ceremonias de iniciación duran menos tiempo. En ambos casos —en La guerra y la paz, digamos, o en La humillación de los Northmore— nos hallamos ante otros y tardamos un tiempo en averiguar quiénes son, y finalmente, si no somos indignos de la obra, en comprender que somos esos otros, mejor dicho, que no hay una diferencia fundamental entre nosotros y ellos. En cambio, la poesía (como la música) es el inmediato lenguaje del Espíritu. Consideremos, para mayor imparcialidad, un ejemplo que no es de mi preferencia y que está muy lejos de mis hábitos literarios. El sujeto es el cisne:
Boga y boga en el lago sonoro
donde el sueño a los tristes espera,
donde aguarda una góndola de oro
a la novia de Luis de Baviera.
La repetición del verbo inicial no es afortunada, la palabra sueño es impropia, la semejanza de aguardar y esperar puede ser incómoda, la usura de los años ha gastado los lagos y las góndolas, pero la estrofa sigue siendo, en 1968, un símbolo preciso de nuestra soledad y de nuestras tardes. Más allá de la mera inteligencia, más allá de sus meras operaciones, laudatorias u hostiles, la estrofa de Darío nos confiesa y misteriosamente nos place.
He alegado un ejemplo casi al azar; pude haber alegado otros de Shakespeare, de Verlaine o de Whitman, y acaso de cualquier otro autor, porque a todo poeta le ha sido dado, siquiera una vez en la vida, escribir el mejor verso del mundo. Ese insondable privilegio nos insta a proseguir. El Espíritu sopla donde quiere.
Mi fácil argumento es, como se ve, de carácter hedónico. ¿A qué abstenernos de los placeres de la poesía, tan accesibles y tan íntimos? Empecemos por los contemporáneos; pronto mereceremos la exploración de las regiones ultraterrenas de la Comedia y el sonido y la furia de Macbeth. Eludamos, al principio, el estudio de los clásicos españoles, cuyo lenguaje tiene connotaciones que no son ya las nuestras; eludamos también a los profesionalmente modernos, que no han pasado por la prueba del tiempo y que pueden ser, apenas, actualidad.
De Quincey dividió la literatura en dos categorías: la del conocimiento, cuyo tema es intelectual, ya que aporta noticias y razones; la del poder, cuyo fin es ennoblecer y exaltar la capacidad de las almas. El arquetipo de esta última es la poesía; desoírla es empobrecernos. Que cada cual la busque donde le plazca; en algún sitio está esperándolo.
En diario La Nación, Buenos Aires, 17 de noviembre de 1968.
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