18 jun 2020
Robert Musil - Atrapamoscas
El papel atrapamoscas mide aproximadamente treinta centímetros de largo por veinte de ancho; está cubierto por una capa de veneno amarillo y su origen es Canadá. Cuando una mosca aterriza sobre él —sin demasiado entusiasmo, más bien por inercia, dado que hay tantas otras allí— se pega primero por la punta de las patas. Una sensación apenas desconcertante la invade, como si una persona fuera caminando descalza a oscuras y pisara algo, una suave obstrucción, tibia e ineludible, en la que poco a poco la fabulosa esencia humana empieza a fluir, reconociéndola como una mano que simplemente estaba allí, y que con sus cinco dedos bien diferenciados la agarra fuerte.
Las moscas se esfuerzan por mantenerse erguidas, como rengos queriendo ocultar su invalidez, o como decrépitos soldados, con las piernas algo arqueadas —como uno se pararía frente a un abismo—. Toman fuerza, consideran la situación. Al cabo de unos segundos empiezan a hacer lo que está a su alcance: zumban, intentan liberarse. Continúan esa lucha frenética hasta que el agotamiento las obliga a detenerse. Toman aliento y vuelven a la carga. Pero los intervalos se hacen cada vez más largos. Es evidente su indefensión. Se elevan extraños vapores. Sus lenguas golpetean como diminutos martillos. Tienen la cabeza marrón y peluda como cocos o africanos. Se retuercen sobre sus patas bien agarradas, se doblan sobre sus rodillas y se inclinan hacia adelante como hombres intentando mover algo muy pesado: la imagen es más trágica que la de obreros en una fábrica, más honesta y dramática que el lamento de un Laoconte. Y luego llega el extraordinario momento en que la necesidad de un segundo de descanso se impone sobre los mismos instintos de supervivencia. Es el momento en que el dolor de dedos hace soltar al montañista, en que el hombre perdido en la nieve se acurruca como un niño, en que el perseguido se detiene a recobrar el aliento. Ya no se mantienen completamente en pie sino que se doblan apenas, y en ese momento parecen completamente humanas. Inmediatamente se pegan por otro lado, más arriba en la pata o la punta de un ala.
Cuando poco después vencen el agotamiento espiritual y retoman la lucha, se encuentran atrapadas en una posición desfavorable y sus movimientos se vuelven artificiales. Entonces se acuestan con las patas traseras estiradas, se apoyan en los codos y hacen fuerza para levantarse. O sentadas con los brazos estirados como mujeres tratando de liberarse de un hombre. O acostadas boca abajo con la cabeza y los brazos al frente como si se hubieran tropezado y subido la cabeza por reflejo. Pero el enemigo es pasivo y triunfa precisamente en esos momentos de desesperación. Las atrae tan lentamente que se puede seguir la acción, a menudo con una aceleración abrupta hacia el final, el momento del último aliento. Entonces, de pronto, se dejan caer, con la cabeza hacia adelante, boca abajo, o de costado con las piernas vencidas; a menudo también dan una vuelta carnero. Así quedan atrapadas. Como aviones estrellados con un ala hacia arriba. O como caballos muertos. Con eternos gestos de desesperación. O muy tranquilos, como si estuvieran dormidas. Incluso puede que al otro día una se despierte y sacuda una pata o un ala. En ocasiones esos movimientos despiertan a las otras y entonces todas se hunden un poco más profundo en la muerte. Y al costado, junto al tomacorriente, una microscópica larva vivirá durante mucho tiempo más. Se abre y se cierra; no se puede describir sin una lupa: parece un diminuto ojo parpadeando sin cesar.
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