Guillaume Apollinaire - Tres historias sobre castigos divinos

8 jun 2020

Guillaume Apollinaire - Tres historias sobre castigos divinos

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Guillaume Apollinaire - Tres historias sobre castigos divinos


I. El joven vicioso

El tal Louis Gian, hijo de un pequeño vendedor de aceites de Niza, no demostró nunca la más mínima piedad, a la inversa de los otros niños que, al menos en la época de su primera comunión, dan pruebas de una devoción conmovedora.

El vicario cojo de San Reparaz le había dicho un día, durante el catecismo, mientras limpiaba sus anteojos con la sucia sotana:

—¡Ay de ti, Louis! Serás desdichado porque eres falso. Al verte, se te tomaría por un ángel. ¿La verdad? Eres tan nimio como una chinche de rodillas. Tú te burlas de mí. Lo sé, y puedes hacerlo. Pero no se bromea con Dios. Por otra parte, lo aprenderás muy pronto por tu cuenta.

Louis Gian había escuchado, de pie y con los ojos bajos, la amonestación del vicario. Pero una vez que éste volviera la espalda, el impío remedó su andar vacilante y canturreó:

—Cinco y tres son ocho. Cinco y tres son ocho.

El joven nizardo no se corrigió nunca. Hasta los catorce años frecuentó poco la escuela; en cambio, se entregaba a la sensualidad bajo los puentes del Paillon y en el Castillo, primero con muchachos de su edad y luego con niñas. A los catorce años fue colocado en casa de un camisero, abandonando la vieja Niza con sus perfumes de frutos y aromas mezclados a los olores de carne cruda, pasta agria, bacalao y letrinas, por una tienda en la ciudad nueva. Desde el primer momento fue vigilado por el patrón y la patrona, que no lo dejaron descansar ni de día ni de noche.

La patrona era roja como una toronja, y el patrón olía a pissala. Durante el carnaval, Louis Gian se dejó raptar por un ruso quincuagenario y minucioso, al que tenía que llamar "Mi general", y quien a su vez lo llamaba "¡Ganimedes!".

Pero cuando comprobó que el ruso era exigente y avaro, lo abandonó luego de robarle. A continuación se prodigó a un turco brutal y glotón. Cuando el turco se arruinó en Montecarlo, lo reemplazó por un americano. Louis Gian comprendió que su naturaleza generosa lo adaptaba, como un mapamundi, a todas las nacionalidades.

Sin embargo, no supo mantener, en su momento afortunado, esa serenidad que es privilegio de los virtuosos. Despreció a sus compañeros de antaño y si pasaba cerca de ellos fingía no verlos. Estos le devolvieron al principio desprecio por desprecio., Cuando se topaban con él no dejaban de hacerle el gesto que consiste en aplicar el antebrazo izquierdo en el pliegue del derecho mientras se agita el puño de la mano derecha. O mejor aún, remedaban a su paso la obscena letra Z de un alfabeto mudo, que empleaban generosamente los nizardos, monegascos, turbiascos y mentoneses.

Finalmente, la inconducta de Louis Gian fue espanto del cielo como antes lo fue de sus antiguos camaradas. El que mea contra el viento se moja la camisa; plugo a Dios castigar con la pena del talión los pecados del vicioso.

Louis Gian insultó a uno de esos amigos de antaño que lo había apostrofado. Hubo allí querella, pelea y promesas de venganza.

Cuatro jóvenes que, en suma, no valían mucho más que Louis Gian, lo esperaron una noche que había ido solo al teatro. Se atestaron de ese vino de Córcega cuya reputación del siglo XVI se había venido abajo, y luego se emboscaron frente a la villa donde el vicioso vivía con un mórbido austríaco.

Cuando Louis Gian llegó, pasada la medianoche, se precipitaron sobre él, lo amordazaron y, luego de izarlo en la reja de la casa, lo empalaron, escapando del lugar a todo lo que daban.

El empalado murió, quizá voluptuosamente. Estaba bello como Atis. Las luciérnagas brillaban alrededor de él...


II. La danzarina

Hace un tiempo leí en un viejo autor este relato, auténtico o legendario, de la muerte de Salomé. No he adornado el cuento con palabras hebreas ni descripciones exactas de las vestimentas ni del palacio, sofisticaciones éstas que hubiesen dado al relato ese color local tan apreciado actualmente. A decir verdad, mi ignorancia me hubiese impedido hacerlo, y he conservado inclusive los nombres que mis personajes llevan en nuestros evangelios.

Los que hicieron morir a San Juan Bautista fueron castigados. Herodías había quedado" prendada de la incitante delgadez del penitente que invitaba a los hombres a tomar baños. A pesar de haber actuado como José en casa de Putifar, el comedor de langostas había experimentado sin duda deseos carnales, pronto reprimidos, hacia aquélla que lo quería. Cuando Herodías, incestuosamente según la ley de los judíos, hubo desposado a su cuñado Herodes Antipas, los reproches hechos por el Bautista estaban algo cargados de celos. Salomé, adornada, emperifollada, coloreada y maquillada, bailó frente al rey y, excitando un deseo doblemente incestuoso, obtuvo la cabeza del santo, negada a su madre.

Herodías recibió la cabeza cabelluda, de rostro barbudo, en una bandeja de oro. Su pasión se despertó de pronto y besó ardientemente los labios violáceos del Bautista decapitado. Pero su resentimiento fue más fuerte. Lo satisfizo perforando con un alfiler la lengua, los ojos y todas las partes de la testa sangrante. El sacrilegio terminó con la muerte de Herodías, que jugando todavía con la preciosa cabeza, sucumbió al parecer por la ruptura de un aneurisma.

Esta orgullosa mujer no permaneció mucho tiempo en el infierno. Formó parte de esas hordas de espíritus que pueblan los aires y que, cuando son buenos, me place llamarlos dioses. Entiéndase bien que llamo dios a todo aquello sobre lo que el hombre no tiene poder y no esa alma del mundo que Speusippe de Atenas fue el primero en suponer que gobernaba sin entendimiento el mundo. En las noches de tempestad, Herodías, anunciada por el ulular de los búhos y el espanto de los animales, conduce una cacería fantástica que pasa por encima de nuestros bosques.

Herodes Antipas, rey de Judea, cuyo poder equivalía al de un bey tunecino de nuestros días, fue desterrado por Tiberio y murió desventurado en Lyon.

Salomé, cuya hermosa danza había enceguecido al rey, murió bailando; extraña muerte que envidiarían todas las bailarinas.

Una vez, esta dama bailó durante una fiesta en la terraza de mármol incrustada de serpentina de un procónsul, quien la llevó consigo cuando abandonó Judea para ir a una provincia bárbara a orillas del Danubio.

Un día de invierno ocurrió que, habiéndose extraviado al borde del río helado, Salomé se sintió seducida por el hielo azulino y se lanzó sobre él, bailando. Estaba, como siempre, ricamente ataviada, dorada por sus cadenas de mallas minúsculas, semejante a las que después hicieron esos joyeros venecianos que quedaban ciegos hacia los treinta años de edad. Salomé bailó largo rato, mimando al amor, a la muerte y a la locura. Y, en verdad, parecía que hubiera algo de locura en su gracia y su liviandad. Según las actitudes que su cuerpo asumía, sus manos se expresaban en quironomía. Nostálgicamente imitó también los lentos movimientos de las cosechadoras de Judea, enguantadas y en cuclillas, cuando recogen las olivas maduras.

Después, con los ojos entrecerrados, ensayó los pasos de una danza casi olvidada, esa danza condenable que le había valido la cabeza del Bautista. De pronto el hielo se rompió bajo sus pies y ella se hundió en el Danubio, pero de tal manera que, hallándose el cuerpo sumergido, la cabeza quedó afuera y el hielo volvió a cerrarse alrededor de su cuello. Sus terribles gritos espantaron a los grandes pájaros de vuelo pesado, y cuando la desgraciada calló su cabeza parecía tronchada y puesta sobre una bandeja de plata.

Llegó la noche, clara y fría. Las constelaciones brillaban. Las bestias salvajes se acercaban a husmear a la agonizante, que las miraba aún aterrorizada. Finalmente, en un último esfuerzo, apartó su mirada de las cosas de la tierra para fijarla en las cosas del cielo y expiró.

Como una tierna gema, la cabeza permaneció largo tiempo sobre los pulidos hielos que la rodeaban. Las aves de presa y las bestias feroces la respetaron.

Y el invierno pasó. Después, bajo el sol de Pascua, se produjo el deshielo, y el cuerpo engalanado, incrustado de joyas, fue arrojado a la orilla para su fatal descomposición.

Algunos rabinos sostienen que el alma de Adán animó también a Moisés y a David. Yo no estoy lejos de creer que la de Salomón se encarnó en la hija de Jefté, y que, no habiendo hallado reposo desde entonces, sobrevive en España, en Turquía o quizás en las provincias danubianas, en el cuerpo de alguna bailarina de kolo, esa ronda obscena que podría llamarse la danza de la grupa.


III. De un monstruo lionés o el antojo

Había una vez en Lyon un fabricante de telas apellidado Goréne, al que sus padres, muy piadosos, le habían puesto el nombre de Gaétan por haber nacido el mismo día de la fuga del Papa a Gaeta.

Gaétan Goréne había llegado a ser un buen católico. Heredó la enorme fortuna paterna, quedó al frente de los negocios y tomó por mujer a una joven de su condición.

Sus bienes aumentaron. Aunque el suyo era un matrimonio feliz, no gozaba de una felicidad completa, pues transcurridos ya tres años no tenía hijos.

En la esperanza de ser padre hizo observar a su mujer las prescripciones de los más grandes médicos. En vano la llevó a las fuentes reputadas como maravillosas contra la esterilidad.

Por fin, convencido de que los recursos humanos eran impotentes, de común acuerdo con su mujer recurrió a la religión. Escuchó los consejos del confesor de su esposa. Pero las virtudes de las peregrinaciones más famosas no se manifestaron y las más fervientes plegarias fueron rezadas inútilmente.

El fabricante lionés ganó un incalculable número de días de indulgencia, pero su mujer permaneció tan estéril como antes. Blasfemó contra el cielo, puso en duda las verdades de la religión y, finalmente, perdió la fe en sus antepasados. Este hombre presuntuoso no podía soportar que la Divinidad no obrara un milagro en su favor. No se confesó más, no comulgó más, dejó de ir a los oficios religiosos e interrumpió sus donaciones a las obras piadosas que hasta entonces habían contado con su ayuda.

Releyó la historia de Napoleón y llegó a pensar en repudiar a su mujer estéril, que se mantenía piadosa a pesar de su marido. Por ese entonces encontró un médico sin renombre pero de alto nivel científico, quien, informado del infortunio del rico industrial, emprendió el tratamiento y, de una manera u otra, tornó propicia para la siembra la tierra infecunda.

Gaétan Goréne creyó morir de alegría cuando su mujer le anunció un día que ante diversos e inequívocos síntomas debía reconocer que se hallaba encinta, y que si ese embarazo tenía venturoso fin esperaba no permanecer primípara. El fabricante reafirmó con esto su impiedad y trató de apartar a su esposa de las prácticas devotas.

La dama, como buena cristiana, no dejó de contar todos estos hechos a su confesor. Este era un robusto sacerdote en la flor de la edad, empecinado en la fe, y pensaba que todo está permitido si se trata de que el reino de Dios llegue. Se había enterado con dolor del escándalo causado por la irreligiosidad del fabricante, pero, ante el resultado obtenido con sus sinceros consejos no pudo dejar de sentirse despechado. Comprendiendo que a causa del embarazo de la dama Satanás había sido el más fuerte, el sacerdote trató de volver al redil a la oveja extraviada.

Y, ciertamente, el cielo hizo caer una resplandeciente venganza sobre la impiedad de Gaétan Goréne. Una noche de plegarias inspiró al sacerdote un artificio que tuvo el más completo éxito.

Un día de verano, sabiendo que el marido estaba en Lyon por asuntos de negocios mientras la mujer quedaba en el campo, el sacerdote se cambió la sotana por las peores ropas que pudo hallar, simulando ser un vagabundo, buhonero, buscón, mendigo, pícaro, holgazán o desocupado como esos que se ven en todos los caminos.            

Así ataviado se encaminó a la villa donde la dama encinta se aburría en soledad, mirando por la ventana. Era un violento día estival, cerca del mediodía, hora en que Pan, oculto en los sembrados, simboliza el celo estremecedor. El falso vagabundo se acerca hasta el muro, debajo de la ventana de la dama que se aburría. Cumplió allí una función natural que no es necesario describir, exhibiendo un pisón de mortero, un báculo pastoral, una flauta de Robín y, mejor aún, un ruiseñor a quien muchas damas hubieran querido oír cantar el Kyrie eleison. Nuestra dama, a pesar de su devoción, no permaneció indiferente y tuvo el antojo de ser el mortero del pisón, la jaula del ruiseñor. Pero, como era honesta, no podía satisfacer su deseo. Sin embargo, es natural que al sentir la comezón, se rascara.

Aunque los fenómenos relacionados con los antojos de las mujeres embarazadas sean menospreciados por muchos hombres de ciencia, creo que la dama estaba, por ese entonces, encinta de una niña, pues algunos meses después dio a luz y cuando el marido, anhelante de emoción, quiso saber si su hijo era varón o mujer, la comadrona levantó los brazos al cielo diciendo: "¡Es un monstruo!" Y el médico que la atendía dijo: "¡Es un hermafrodita!"

A consecuencia de ese «monstruoso suceso, el rico fabricante estuvo a punto de enloquecer de dolor. Pero reconociendo que todo ocurre por voluntad de Dios, se resignó, retornó a la devoción, donó grandes sumas de dinero para obras piadosas y sirvió de ejemplo a todo el mundo por su piedad.

El sacerdote, al enterarse de lo ocurrido, rió a carcajadas, enormemente divertido, saltó, tosió y finalmente fue a confesarse. Pero el confesor le negó la absolución y debió ir a implorarla al arzobispo.

El andrógino murió a poco de nacer. Gaétan, de nuevo piadoso, vivió feliz con su mujer y tuvieron muchos niños.


En El Heresiarca y Cía.
Imagen: Retrato de Guillaume Apollinaire por Pablo Picasso

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