George Steiner - Saber pensar

23 jun 2020

George Steiner - Saber pensar

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George Steiner - Saber pensar


Las funciones corporales y el pensamiento son comunes a la especie. Con arrogancia, el homo sapiens se define así. Estrictamente considerados, todos y cada uno de los hombres, mujeres y niños vivos es un pensador. Esto vale para el cretino y para Newton, para el tarado casi incapaz de hablar y para Platón. Como he observado, es posible que personas semianalfabetas, mentalmente débiles e incluso deficientes hayan tenido pensamientos influyentes, inventivos, que contribuyan a mejorar la vida. Esos pensamientos se han perdido porque no fueron expresados o porque no les prestaron atención ni siquiera quienes los tuvieron («mudos, oscuros Miltons» en un sentido que va mucho más allá de la literatura). Como diminutas esporas, los pensamientos son diseminados hacia dentro y hacia fuera un millón de veces. Sólo una mínima fracción sobrevive y da fruto. De aquí el inconmensurable despilfarro al que me he referido anteriormente. Pero la confusión reside tal vez en otra parte.

Nuestra taxonomía, notablemente en el medio sociopolítico actual, tiende a lo igualitario. ¿No disfraza y falsifica esto una jerarquía evidente, pero en la que se repara escasas veces y con incomodidad? Vaga y retóricamente, atribuimos a ciertos actos del espíritu y a los que suponemos que son sus consecuencias —la idea científica, la obra de arte, el sistema filosófico, la proeza histórica— la etiqueta de «grande». Nos referimos a «grandes» pensamientos o ideas, a productos del genio intelectual, artístico o político. No menos vagamente hablamos de pensamientos «profundos» en oposición a triviales o superficiales. Spinoza baja al pozo de la mina; el hombre de la calle se desliza habitualmente por la banal superficie de sí mismo o del mundo. ¿Se pueden agrupar estos polos, junto con las innumerables gradaciones que hay entre ellos, bajo el mismo epígrafe indiferenciado? Los desechos y el rudimentario balbuceo de la mente ¿pueden quedar cubiertos por la misma desaliñada definición que la solución del último teorema de Fermat o la producción shakespeariana de una metáfora imperecedera o los cambios de sensibilidad? ¿Qué artificialidad —captada desde un principio por caricaturistas y pretenciosos vulgares— hay en el Pensador de Rodin?

Todos vivimos dentro de una incesante corriente y magma de actos de pensamiento, pero sólo una parte muy limitada de la especie da prueba de saber pensar. Heidegger confesó lúgubremente que la humanidad en su conjunto aún no había salido de la prehistoria del pensamiento. Los alfabetizados cerebrales —carecemos de un término adecuado— son, en proporción con la masa de la humanidad, pocos. La capacidad de albergar pensamientos o rudimentos de ellos es universal y es muy posible que vaya unida a unas constantes neurofisiológicas y evolutivas. Pero la capacidad de tener pensamientos que merezcan la pena de ser pensados, más aún, de ser expresados y conservados, es relativamente rara. No hay muchas personas que sepan pensar con una finalidad que sea original, y mucho menos que sea exigente. Todavía hay menos capaces de poner en orden las plenas energías y el potencial del pensamiento y dirigir estas energías a lo que se denomina «concentración» o pensamiento intencionado. Una etiqueta idéntica oscurece los años luz de diferencia que hay entre el ruido de fondo y las banalidades de la cavilación comunes a toda existencia humana (como también lo es quizá a la de los primates) y la milagrosa complejidad y fuerza del pensamiento de primera categoría. Justo por debajo de este destacado nivel están los numerosos modos de entendimiento parcial, de aproximación, de error involuntario o adquirido (la devastadora frase del físico Wolfgang Pauli sobre los teoremas falsos: «Ni siquiera están equivocados»).

Una cultura, una «actividad común» de los alfabetizados mentales, puede definirse por la medida en que este orden secundario de recepción, de posterior incorporación del pensamiento de primer orden a los valores y prácticas de la comunidad, está extendida o no. El pensamiento influyente ¿entra en la escolarización y en el clima general de reconocimiento? ¿Es captado por el oído interno, aunque este proceso de audición sea a menudo obstinadamente lento y esté repleto de vulgarización? ¿O se ven el pensamiento auténtico y su valoración receptiva obstaculizados, incluso destruidos (Sócrates en la ciudad del hombre, la teoría de la evolución entre los fundamentalistas), por la irreflexiva negación política, dogmática e ideológica? ¿Qué turbio pero comprensible mecanismo de pánico atávico, de envidia subconsciente, alimenta la «rebelión de las masas» y la ignorante brutalidad de los medios de comunicación, que han hecho risible la palabra «intelectual»? La verdad, enseñaba el Baal Shem, está perpetuamente en el exilio. Tal vez haya de ser así. Cuando se torna demasiado visible, cuando no puede cobijarse bajo la especialización y la codificación hermética, la pasión intelectual y sus manifestaciones provocan odio y mofa (estos impulsos se entretejen con la historia del antisemitismo; los judíos han pensado muchas veces en voz demasiado alta).

¿Se puede aprender a meter la directa al pensamiento? ¿Se puede enseñar? El entrenamiento y el ejercicio pueden fortalecer la memoria. La atención mental, los periodos de interiorización y concentración pueden hacerse más profundos mediante técnicas de meditación. En ciertas tradiciones orientales y místicas, por ejemplo en el budismo, esta disciplina puede llegar a grados casi increíbles de abstracción e intensidad. Los métodos analíticos, la rigurosa consecuencialidad formal, pueden ser enseñados y perfeccionados en la formación de matemáticos, lógicos, programadores informáticos y campeones de ajedrez. Impedir a los niños aprender de memoria supone lisiar, tal vez para siempre, los músculos de la mente. Así pues, en las habilidades cerebrales, en la receptividad y en la interpretación desarrolladas, hay muchas cosas que es posible mejorar y enriquecer por medio de la enseñanza y la práctica.

Pero, hasta donde sabemos, no existe ninguna clave pedagógica de lo creativo. El pensamiento innovador y transformador, en las artes y en las ciencias, en la filosofía y en la teoría política, parece originarse en «colisiones», en saltos cuantitativos en el interfaz entre el subconsciente y el consciente, entre lo formal y lo orgánico, en un juego y en un arte «eléctrico» de actuaciones psicosomáticas en gran medida inaccesibles tanto a nuestra voluntad como a nuestra comprensión. Es posible enseñar los medios capacitadores: la notación musical, la sintaxis y la métrica, el simbolismo y las convenciones matemáticas, la mezcla de pigmentos. Pero el uso metamórfico de estos medios para crear nuevas configuraciones de significado y nuevos esquemas de posibilidades humanas, de crear una vita nuova de creencia y sentimiento, no puede ser predicho ni institucionalizado. No hay democracia en el genio; solamente una terrible injusticia y una carga que amenaza la vida. Están los pocos, como dijo Hólderlin, que se ven obligados a aferrar el relámpago con las manos desnudas.


En Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento
Traducción: María Cóndor
Imagen: © Colin McPherson/Corbis

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