Mark Twain - Diario de Sem

18 may 2020

Mark Twain - Diario de Sem

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Mark Twain © CORBIS


Un domingo de 920 A. C.

Como siempre, nadie respeta las fiestas de guardar. Es decir, nadie salvo nuestra familia. Por todas partes hay multitudes de malas personas en plena jarana. Bebiendo, discutiendo, bailando, apostando, riendo, gritando, cantando... Hombres, mujeres, niños, jóvenes... todos hacen lo mismo. Y también se dedican a practicar otras infamias... Infamias de esas que no deben ponerse por escrito. ¡Menudo ruido! Trompetean con sus cornetas, aporrean cazos y sartenes, martillean instrumentos bárbaros y tañen tambores... más que de sobra para reventarle a uno los tímpanos. Y todo esto un domingo... ¡Imagínense! Mi padre dice que en los viejos tiempos no pasaban estas cosas. Cuando él era pequeño el domingo se respetaba y no había maldades, ni jolgorios, ni ruido. Sólo paz, silencio y tranquilidad. Y misa varias veces al día y al atardecer. Eso era hace casi seiscientos años. ¡Comparad aquellos tiempos con éstos! Cuesta creer que haya cambiado todo tan deprisa que de lo anterior se acuerdan hasta los que aún no son viejos.

Hoy estas criaturas siniestras se agolpan en multitudes aún mayores que de costumbre para ver el Arca, merodear a su alrededor y burlarse de ella. Hacen preguntas y cuando se les dice que es un barco, se ríen y preguntan que dónde está el agua, aquí en mitad del llano. Al decirles que el Señor va a mandarnos desde el cielo agua suficiente para inundar el mundo entero, se burlan una vez más y dicen: «Eso cuéntaselo a los marineros».

Matusalén ha vuelto a venir hoy. No siendo la persona más vieja del mundo, sí es el anciano más ilustre que existe y se hace respetar por esa particular supremacía. Al verle aparecer cesan los gritos, se hace el silencio, los hombres se quitan el sombrero y todos le saludan con reverencia servil, susurrándose unos a otros: «Mírale... Ahí va... Tiene casi mil años... Conoció a Adán, según dicen». Es evidente que al viejo vanidoso todo esto le resulta de lo más agradable, pero avanza dando pasos cortos y con la nariz levantada, adoptando el aire distraído de quien medita sobre un asunto importante, como dando a entender que no se entera de cuanto ocurre a su alrededor.

Pero yo sé, por ciertos detalles, que Matusalén tiene arrebatos no sólo de celos sino también de envidia. Quizá no debiera mencionarlo, pues somos parientes políticos por ser mi mujer su tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tataranieta, o algo así, y aunque no lo diría en público, me parece inofensivo contarlo en la intimidad de mi diario, que es casi igual que decírmelo a mí mismo. Matusalén está celoso por lo del Arca, sin duda alguna. Le da rabia que no se lo hayan encomendado a él, en vez de a mi padre. El Arca ha causado tal impresión en todos los países del mundo que mi padre ha pasado de la oscuridad a la fama mundial, cosa que a Matusalén le da celos. Al principio las gentes decían: «Noé, pero ¿quién es Noé?». Sin embargo, ahora recorren muchos kilómetros para pedir su autógrafo. Esto fatiga a Matusalén.

Claro que él no tiene que pasarse noches enteras firmando autógrafos, como nos pasa a nosotros. Y me refiero a los ocho hermanos, porque Padre no puede hacerlos todos, ni siquiera una décima parte, con una mano tan vieja y agarrotada. Matusalén tiene un carácter de lo más desagradable. A mí me parece que sólo está contento cuando logra molestar a los demás. Siempre nos llama a todos nosotros —a mis hermanos, a mí y a nuestras esposas— «los niños». Lo hace porque sabe que nos ofende. Un día Jafet se atrevió a recordarle tímidamente que éramos todos hombres y mujeres. ¡Sus carcajadas se oían desde un kilómetro a la redonda! Cerrando los ojos en una especie de éxtasis burlón, frunció esos labios resecos mostrando los cuatro colmillos amarillentos de sus encías desdentadas, soltó una siniestra carcajada y dijo entre toses asmáticas:

—Hombres y mujeres, ¡vosotros! Decidme, ¿qué edad tenéis, reliquias venerables?

—Nuestras mujeres tienen casi ochenta años. Y de nosotros el mayor soy yo, que cumplí cien en primavera.

—¡Ochenta, válgame el cielo! ¡Cien, válgame Dios! ¡Y ya casados! ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! ¡Unos niños de cuna! ¡Unos muñecos de trapo! ¡Y todos casados! En mis días de juventud nadie hubiera permitido casarse a unos niños. ¡Qué atrocidad!

Pese a que Jafet le quiso recordar que más de un patriarca se había casado en su primera juventud, ¡no quiso escucharle! Siempre hace lo mismo. Si se le da un argumento que no logra rebatir, alza la voz y se defiende a gritos. De modo que lo único que puede hacer uno es cerrar la boca y olvidar el asunto. No se puede discutir con él, porque se consideraría un escándalo y una irreverencia. De nada serviría que nosotros, los hermanos, intentáramos contradecirle. Ni nosotros, ni nadie. Excepto el médico. El médico no le tiene ni miedo ni demasiado respeto. Dice que un hombre no es más que un hombre y que tener mil años no le hace estar por encima de los demás.


En Los escritos irreverentes


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