28 may 2020
Jules Michelet - La muerte de los dioses
Algunos autores aseguran que, poco tiempo antes de la victoria del cristianismo, una voz misteriosa corría por las riberas del mar Egeo, diciendo: "El gran Pan ha muerto".
Había terminado el antiguo dios universal de la naturaleza Gran alegría. Se supuso que, al morir la natura- leza, iba a morir la tentación. Agitada durante tanto tiempo por el huracán, el alma humana va a descansar finalmente.
¿Se trataba simplemente del fin del culto antiguo, de su derrota, del eclipse de las antiguas formas religiosas? En modo alguno. Al consultar los primeros monumentos cristianos, encontramos a cada línea la esperanza de que desaparezca la naturaleza, se apague la vida, se llegue al fin del mundo. Es el final de los dioses de la vida, que por tanto tiempo han prolongado la ilusión. Todo cae, se desmorona, se hunde. El todo se convierte en nada: "El gran Pan ha muerto".
No era novedad que los dioses tenían que morir. Numerosos cultos antiguos se fundan, precisamente, en la idea de la muerte de los dioses. Osiris muere, Adonis muere, para resucitar, es verdad. En el teatro mismo, Esquilo lo denuncia expresamente por boca de Prometen, en dramas que se representan durante las fiestas de los dioses: algún día los dioses debían morir. Pero, ¿cómo? Vencidos y sometidos a los Titanes, a las potencias antiguas de la Naturaleza.
Aquí se trata de otra cosa. Los primeros cristianos, en conjunto y en detalle, en el pasado y en el porvenir, maldicen la Naturaleza misma. La condenan por entero, y hasta llegan a ver el mal encarnado, el demonio, en una flor. Que vengan pues, cuanto antes mejor, los ángeles que antes diezmaron las ciudades del mar Muerto. Que te lleven, que doblen como un velo la vana figura del mundo, que libren por fin a los santos de esta larga tentación.
El Evangelio dice: "Se acerca el día". Los Padres dicen: "Muy pronto". El desmoronamiento del Imperio y la invasión de los bárbaros llena de esperanzas a San Agustín: pronto no subsistirá más ciudad que la Ciudad de Dios. Pero, ¡cuán duro es este mundo para morir! ¡Cómo se obstina en vivir! Pide, como Ezequías, un aplazo, una vuelta de cuadrante. Bueno, que sea, hasta el año Mil. Pero después... ni un día más.
¿Es cierto, como se ha repetido tantas veces, que los antiguos dioses se eliminaron ellos mismos, aburridos, cansados de vivir? ¿Es verdad que, descorazonados, hayan dado casi su dimisión? ¿Es cierto que al cristianismo le bastó con soplar sobre estas vanas sombras?
Se exhiben estos dioses en Roma, se los muestra en el Capitolio, donde sólo han sido admitidos tras una muerte previa, quiero decir, abdicando lo que tenían de savia local, renegando de su patria, dejando de ser los genios representantes de las naciones. Es verdad que, para recibirlos, Roma había practicado una severa operación sobre ellos: los había enervado, empalidecido. Estos grandes dioses centralizados se habían convertido, en su vida oficial, en tristes funcionarios del Imperio Romano. Pero esta aristocracia del Olimpo, en su decadencia, no arrastró consigo a la multitud de dioses indígenas, el populacho de dioses instaurados aun en la inmensidad de las campiñas, los bosques, los montes, las fuentes, confundidos íntimamente con la vida de la comarca.
Estos dioses alojados en el corazón de los robles, en las aguas movedizas y profundas, no podían ser ex- pulsados.
Y ¿quién dijo esto? La Iglesia. La Iglesia se contradice brutalmente. Después de proclamar su muerte, se indigna de que estén vivos. Siglo tras siglo, a través de la amenazadora voz de los concilios los conmina a morir... ¿Cómo... entonces están vivos?
"Son demonios. . . " Viven, por lo tanto. Como no se puede llegar a nada, se deja que el pueblo inocente los vista, los disfrace. Por medio de la leyenda, el pueblo los bautiza, imponiéndolos a la misma Iglesia. ¿Se han convertido al menos? Todavía no .Se los sorprende subsistiendo sinuosamente en su naturaleza pagana.
¿Dónde están? ¿En el desierto, en la landa, en el bosque? Sí, pero en la casa sobre todo. Se mantienen en lo más íntimo de las costumbres domésticas. La mujer los guarda y los oculta en los enseres domésticos y hasta en el mismo lecho. Los dioses tienen allí lo mejor del mundo (mejor que el templo), el hogar.
Nunca ha habido una revolución tan violenta como la de Teodosio. En la Antigüedad no se encuentra huella semejante de la proscripción de un culto. El persa adorador del fuego en su pureza heroica, pudo ultrajar a los dioses visibles, pero los dejó subsistir. Fue favorable a los judíos, los protegió, los empleó. Grecia, hija de la luz, se burló de los dioses tenebrosos, de los barrigudos cabirios, pero los toleró, los adoptó como obreros, hasta el punto de hacer con ellos a su Vulcano. Roma, en su majestad, acogió no solamente a la Etruria, sino también a los dioses rústicos del antiguo trabajador italiano. Y persiguió a los druidas sólo porque constituían una peligrosa resistencia nacional.
El cristianismo vencedor quiso, creyó matar al enemigo. Arrasó la Escuela con la proscripción de la lógica y con la exterminación de los filósofos, que fueron masacrados bajo Valente. Arrasó o vació el templo, rompió los símbolos. La nueva leyenda hubiera podido ser favorable a la familia si el padre no hubiera sido anulado en San José, si la madre hubiera sido elevada como educadora, si moralmente hubiera engendrado a Jesús. Camino fecundo, dejado en seguida por la ambición de una elevada pureza estéril.
Así entró el cristianismo por el solitario camino que el mundo tomaba por sí solo: el celibato, combatido en vano por las leyes de los emperadores. Se presipitó por esa pendiente a través del monaquismo.
Pero ¿estaba solo el hombre en el desierto? Lo acompañaba el demonio, con todas sus tentaciones. Tenía mucho que hacer: debía recrear sociedades, ciudades de solitarios. Ya se conocen las negras aldeas de monjes que se formaron en Tebaida. Ya se sabe qué espíritu turbulento, salvaje los animaba, sus incursiones asesinas en Alejandría. Se decían enloquecidos, empujados por el demonio . . . y no mentían.
En el mundo se había hecho un enorme vacío. ¿Quién podía llenarlo? Los cristianos lo dicen: el demonio, por todas parte del demonio, Ubique daemon.
Grecia, como todos los pueblos, había tenido sus energúmenos, enloquecidos, poseídos por los espíritus. La semejanza es exterior ,de un parecido aparente, pero que no existe. Aquí ya no se trata de cualquier espíritu. Se trata de los negros hijos del abismo, ideal de la perversidad. Por todas partes se ve vagar a esos desdichados y melancólicos que se odian, tienen horror de sí mismos. Pensemos, en efecto, qué es sentirse doble, tener fe en ese otro, ese huésped cruel que va, viene, se pasea en nosotros, nos hace vagar por donde quiere, por los desiertos, por los precipicios. Flacura, debilidad creciente. Y cuanto más miserable y débil es un cuerpo, más agitado es por el demonio. La mujer, especialmente, está habitada, henchida, soplada por esos tiranos. Los demonios la llenan de aura infernal, crean con ella la borrasca y la tempestad, juegan a su capricho, la hacen pecar, la desesperan.
No somos nosotros solamente, ¡ay!, es toda la naturaleza que se vuelve demoníaca. Si el diablo está en una flor, ¡cuánto más estará en el sombrío bosque! La luz, que se creía tan pura, está llena de hijos de la noche. El
cielo repleto de infierno. . . ¡qué blasfemia! ¿Qué se ha hecho de la divina estrella de la mañana, cuyo centelleo sublime más de una vez aclaró a Sócrates, a Arquímedes o a Platón? . . . Es un diablo: el gran diablo Lucifer.
Por la noche se transforma en el diablo Venus, que me induce a tentación con sus muelles y suaves claridades.
No me sorprende que esta sociedad se haya vuelto terrible y furiosa. Indignada de sentirse tan débil contra los demonios, los persigue por todas partes en los templos, al principio en los altares del antiguo culto, des- pués en los mártires paganos. Basta de festines: pueden ser reuniones idólatras. Hasta la misma familia es sospechosa, pues la costumbre podía reunirla en torno de los antiguos lugares. Y ¿por qué una familia? El Imperio es un imperio de monjes.
Pero el individuo solo, el hombre mudo y aislado, mira todavía el cielo y en los astros encuentra y honra a sus antiguos dioses. "Es esto lo que trae las hambres - dice el emperador Teodosio- y todos los flagelos del im- perio". Terribles palabras que lanza sobre el pagano inofensivo la ciega cólera popular. La ley desencadena ciegamente todos los furores contra la ley.
Dioses antiguos, entrad al sepulcro. Dioses del amor, de la vida, de la luz, ¡apagaos! Poneos el capuchón de monjes. Vírgenes: sed religiosas. Esposas: abandonad a vuestros esposos; o, si conserváis la casa, sed para ellos como frías hermanas.
¿Es posible todo esto? ¿Quién tendrá el aliento bastante fuerte para apagar de un solo soplo la lámpara ardiente de Dios? Esta tentativa temeraria de piedad impía podrá hacer milagros extraños, monstruosos... ¡Temblad, culpables!
Muchas veces, en la Edad Media, volverá a presentarse la sombría historia de la novia de Corinto. Contada muy temprano por Flemón, el liberto de Adriano, volvemos a encontrarla en el siglo XII, otra vez en el XVI, como el reproche profundo, el indomable reclamo de la naturaleza.
"Un joven de Atenas va a Corinto, a visitar a quien le ha prometida su hija. El joven ha seguido siendo pagano e ignora que la familia en la cual cree entrar se ha hecho cristiana. Llega tarde. Todos están acostados, menos la madre, que le sirve la comida de la hospitalidad y lo deja dormir. El joven está muerto de fatiga. Apenas empieza a dormitar cuando una figura entra al cuarto. Es una muchacha vestida, velada de blanco; lleva en la frente una banda negra y dorada. Lo ve. Sorprendida, levanta su blanca mano:
"-¿Soy ya tan desconocida en esta casa?. . . ¡Ay, pobre reclusa!. . . Tengo vergüenza y me voy. Descansa.
"-Quédate, hermosa, aquí están Ceres, Baco y, contigo, el Amor. ¡No tengas miedo, no estés tan pálida!
"-Oh, aléjate, joven. Ya no pertenezco a la dicha. Por un voto de mi madre enferma, la juventud y la vida están ligadas para siempre. Los dioses han huido. Y los únicos sacrificios se hacen con víctimas humanas.
"-Y ¿qué? ¿Acaso serías tú una de esas víctimas? ¿Tú, mi querida novia, que me fue prometida desde la infancia? El compromiso de nuestros padres nos ligó para siempre bajo la bendición del cielo. ¡Virgen: debes ser mía!
"-No, amigo, yo no! Te darán mi hermana menor. Si lloro en mi fría cárcel, tú, entre los brazos de ella, piensa en mi, en mí, que me consumo y no pienso más que en ti, en mí, a quien la tierra va a cubrir.
"-No: reconozco esta llama: es la llama del himeneo. Vendrás conmigo a casa de mi padre. Quédate, amada.
"Como regalo de bodas, él ofrece una copa de oro. Ella le da su cadena, pero prefiere a la copa una mecha de los cabellos del joven.
"Es la hora de los espíritus; ella bebe, con sus labios pálidos, el vino color de sangre. Él bebe ávidamente, tras ella. Él invoca al Amor. El pobre corazón de ella se consume de anhelo y, sin embargo, resiste. Él se deses- pera y cae sollozando sobre el lecho. Entonces ella se echa junto a él.
"-¡Ah, tu dolor me hace tanto mal! Pero, ¡qué horror si me tocaras! Blanca como la nieve, fría como el hielo, así es tu novia.
"-Yo te daré calor. Ven a mí . . , cuando salgas de la tumba
"Se cambian besos y suspiros.
"-¿No sientes que ardo?
"El amor los atrae y los liga. Las lágrimas se mezclan al placer. Ella bebe, alterada, el fuego de su boca; la sangre fría se abrasa con el furor amoroso, pero el corazón no late en el pecho de ella.
"Entre tanto, la madre estaba allí, escuchando. Dulces palabras, quejas y gritos de voluptuosidad.
"-Chist . . . ¡Es el canto del gallo! . . . ¡Hasta mañana de noche! ¡Adiós, besos y besos!
"La madre entra indignada. ¿Qué ve? A su hija. El joven la oculta, la tapa. Pero ella se libera y crece desde el lecho hasta la bóveda.
"-Oh, madre, madre, me envidias esta hermosa noche y me echas de este lecho tibio. ¿No te bastaba con haberme envuelto en el sudario y haberme llevado al sepulcro? Pero una fuerza iba levantado la piedra. Tus sacerdotes pueden cavar en la fosa.
¿Qué hacen la sal y el agua allí donde arde la juventud? La tierra no hiela el amor . . . Tú prometiste. Yo vengo a reclamar mi bien. . .
"Ven, amigo, es necesario que mueras. Aquí languidecerías, te secarías. Tengo tus cabellos, mañana serán blancos... Una última plegaria, madre: abre mi negro calabozo, levanta una hoguera y que la amante tenga el reposo de las llamas. ¡Que salte la chispa y se enrojezcan las cenizas! Iremos hacia nuestros antiguos dioses.”
En La bruja
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