11 abr 2020
Roberto Bolaño - Una aventura literaria
B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos escritores,
aunque más ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores. En uno de los relatos
aborda la figura de A, un autor de su misma edad pero que a diferencia de él es famoso,
tiene dinero, es leído, las mayores ambiciones (y en ese orden) a las que puede aspirar un
hombre de letras. B no es famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas
minoritarias. Sin embargo entre A y B no todo son diferencias. Ambos provienen de
familias de la pequeña burguesía o de un proletariado más o menos acomodado. Ambos son
de izquierdas, comparten una parecida curiosidad intelectual, las mismas carencias
educativas. La meteórica carrera de A, sin embargo, ha dado a sus escritos un aire de
gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al principio desde los
periódicos pero cada vez más a menudo desde las páginas de sus nuevos libros, pontifica
sobre todo lo existente, humano o divino, con pesadez académica, con el talante de quien se
ha servido de la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y desde su
torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en el que
ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen, A se ha
convertido en un meapilas.
B, decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos se burla de A. La burla no es
cruenta (sobre todo teniendo en cuenta que se trata sólo de un capítulo de un libro más o
menos extenso). Crea un personaje, Álvaro Medina Mena, escritor de éxito, y lo hace
expresar las mismas opiniones que A. Cambian los escenarios: en donde A despotrica
contra la pornografía, Medina Mena lo hace contra la violencia, en donde A argumenta
contra el mercantilismo en el arte contemporáneo, Medina Mena se llena de razones que
esgrimir contra la pornografía. La historia de Medina Mena no sobresale entre el resto de
historias, la mayoría mejores (si no mejor escritas, sí mejor organizadas). El libro de B se
publica —es la primera vez que B publica en una editorial grande— y comienza a recibir
críticas. Al principio su libro pasa desapercibido. Luego, en uno de los principales
periódicos del país, A publica una reseña absolutamente elogiosa, entusiasta, que arrastra a
los demás críticos y convierte el libro de B en un discreto éxito de ventas. B, por supuesto,
se siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio, luego, como suele suceder,
encuentra natural (o al menos lógico) que A alabara su libro; éste, sin duda, es notable en
más de un aspecto y A, sin duda, en el fondo no es un mal crítico.
Pero al cabo de dos meses, en una entrevista aparecida en otro periódico (no tan
importante como aquel en donde publicó su reseña), A menciona una vez más el libro de B,
de forma por demás elogiosa, tachándolo de altamente recomendable: «Un espejo que no se
empaña.» En el tono de A, sin embargo, B cree descubrir algo, un mensaje entre líneas,
como si el escritor famoso le dijera: no creas que me has engañado, sé que me retrataste, sé
que te burlaste de mí. Ensalza mi libro, piensa B, para después dejarlo caer. O bien ensalza
mi libro para que nadie lo identifique con el Personaje de Medina Mena. O bien no se ha
dado cuenta de nada y nuestro encuentro escritor-lector ha sido un encuentro feliz. Todas
las posibilidades le parecen nefastas. B no cree en los encuentros felices (es decir inocentes,
es decir simples) y comienza a hacer todo lo posible para conocer personalmente a A. En su
fuero interno sabe que A se ha visto retratado en el personaje de Medina Mena. Al menos
tiene la razonable convicción de que A ha leído todo su libro y que lo ha leído tal como a él
le gustaría que lo leyeran. ¿Pero entonces por qué se ha referido a él de esa manera? ¿Por
qué elogiar algo donde se burlan —y ahora B cree que la burla, además de desmesurada, tal
vez ha sido un poco injustificada— de ti? No encuentra explicación. La única plausible es
que A no se haya dado cuenta de la sátira, probabilidad nada despreciable dado que A cada
vez es más imbécil (B lee todos sus artículos, todos los que han aparecido después de la
reseña elogiosa y hay mañanas en que, si pudiera, machacaría a puñetazos su cara, la cara
de A cada vez más pacata, más imbuida por la santa verdad y por la santa impaciencia,
como si A se creyera la reencarnación de Unamuno o algo parecido).
Así que hace todo lo posible por conocerlo, pero no tiene éxito. Viven en ciudades
diferentes. A viaja mucho y no siempre es seguro encontrarlo en su casa. Su teléfono casi
siempre marca ocupado o es el contestador automático el que recibe la llamada y cuando
esto sucede B cuelga en el acto pues le aterrorizan los contestadores automáticos.
Al cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en contacto con A. Intenta
olvidar el asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro. Cuando se publica A es el
primero en reseñarlo. Su velocidad es tan grande que desafía cualquier disciplina de lectura,
piensa B. El libro ha sido enviado a los críticos un jueves y el sábado aparece la reseña de
A, por lo menos cinco folios, donde demuestra, además, que su lectura es profunda y
razonable, una lectura lúcida, clarificadora incluso para el propio B, que observa aspectos
de su libro que antes había pasado por alto. Al principio B se siente agradecido, halagado.
Después se siente aterrorizado. Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera el
libro entre el día en que la editorial lo envió a los críticos y el día en que lo publicó el
periódico: un libro enviado el jueves, tal como va el correo en España, en el mejor de los
casos llegaría el lunes de la semana siguiente. La primera posibilidad que a B se le ocurre
es que A escribiera la reseña sin haber leído el libro, pero rápidamente rechaza esta idea. A,
es innegable, ha leído y muy bien leído su libro. La segunda posibilidad es más factible:
que A obtuviera el libro directamente en la editorial. B telefonea a la editorial, habla con la
encargada de ventas, le pregunta cómo es posible que A ya haya leído su libro. La
encargada no tiene idea (aunque ha leído la reseña y está contenta) y le promete
averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien se puede poner de rodillas
telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma noche. El resto del día, como no podía
ser menos, lo pasa imaginando historias, cada una más disparatada que la anterior. A las
nueve de la noche, desde su casa, lo telefonea la encargada de ventas. No hay ningún
misterio, por supuesto, A estuvo en la editorial días antes y se fue con un ejemplar del libro
de B con el tiempo suficiente como para leerlo con calma y escribir la reseña. La noticia
devuelve la serenidad a B. Intenta preparar la cena pero no tiene nada en la nevera y decide
salir a comer fuera. Se lleva el periódico en donde está la reseña. Al principio camina sin
rumbo por calles desiertas, luego encuentra una fonda abierta en la que nunca ha estado
antes y entra. Todas las mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana, en un
rincón apartado de la chimenea que débilmente calienta el comedor. Una muchacha le
pregunta qué quiere. B dice que quiere comer. La muchacha es muy hermosa y tiene el pelo
largo y despeinado, como si se acabara de levantar. B pide una sopa y después un plato de
verduras con carne. Mientras espera vuelve a leer la reseña. Tengo que ver a A, piensa.
Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise jugar a esto, piensa. La reseña, sin
embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde no vayan a decir otros reseñistas, si
acaso está mejor escrita (A sabe escribir, piensa B con desgana, tal vez con resignación). La
comida le sabe a tierra, a materias putrefactas, a sangre. El frío del restaurante lo cala hasta
los huesos. Esa noche enferma del estómago y a la mañana siguiente se arrastra como
puede hasta el ambulatorio. La doctora que lo atiende le receta antibióticos y una dieta
suave durante una semana. Acostado, sin ganas de salir de casa, B decide llamar a un amigo
y contarle toda la historia. Al principio duda a quién llamar. ¿Y si llamo a A y se lo cuento a
él?, piensa. Pero no, A, en el mejor de los casos, lo achacaría todo a una coincidencia y acto
seguido se dedicaría a leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente proceder a
demolerlo. En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama a nadie y muy pronto
un miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que alguien, un lector anónimo, se
hubiera dado cuenta de que Álvaro Medina Mena es un trasunto de A. La situación, tal
como ya está, le parece horrenda. Con más de dos personas en el secreto, cavila, puede
llegar a ser insoportable. ¿Pero quiénes son los potenciales lectores capaces de percibir la
identidad de Álvaro Medina Mena? En teoría los tres mil quinientos de la primera edición
de su libro, en la práctica sólo unos pocos, los lectores devotos de A, los aficionados a los
crucigramas, los que, como él, estaban hartos de tanta moralina y catequesis de final de
milenio. ¿Pero qué puede hacer B para que nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja
varias posibilidades, desde escribir una reseña elogiosa en grado extremo del próximo libro
de A hasta escribir un pequeño libro sobre toda la obra de A (incluidos sus malhadados
artículos de periódico); desde llamarlo por teléfono y poner las cartas boca arriba (¿pero
qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el zaguán de su piso, obligarlo por la
fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué pretende al pegarse como lapa a su obra, qué
reparaciones son las que de manera implícita está exigiendo con tal actitud.
Finalmente B no hace nada.
Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A nadie le
parece extraño que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está de lleno en el papel de
Catón de las letras (y de la política) españolas, es bastante generoso con los nuevos
escritores que saltan a la palestra. Al cabo de un tiempo B olvida todo el asunto.
Posiblemente, se consuela, producto de su imaginación desbordada por la publicación de
dos libros en editoriales de prestigio, producto de sus miedos desconocidos, producto de su
sistema nervioso desgastado por tantos años de trabajo y de anonimato. Así que se olvida
de todo y al cabo de un tiempo, en efecto, el incidente es tan sólo una anécdota algo
desmesurada en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo invitan a un coloquio
sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.
B acude encantado de la vida. Está a punto de terminar otro libro y el coloquio,
piensa, le servirá como plataforma para su futuro lanzamiento. El viaje y la estancia en el
hotel, por supuesto, están pagados y B quiere aprovechar los pocos días de estadía en la
capital para visitar museos y descansar. El coloquio dura dos días y B participa en la
jornada inaugural y asiste como espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en
masa, son conducidos a la casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de
múltiples eventos culturales, entre los que destacan una revista de poesía, tal vez la mejor
de las que aparecen en la capital, y una beca para escritores que lleva su nombre. B, que en
Madrid no conoce a nadie, está en el grupo que acude a cerrar la velada a casa de la
condesa. La fiesta, precedida por una cena ligera pero deliciosa y bien regada con vinos de
cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la madrugada. Al principio, los participantes
no son más de quince pero con el paso de las horas se van sumando al convite una
variopinta galería de artistas en la que no faltan escritores pero donde es dable encontrar,
también, a cineastas, actores, pintores, presentadores de televisión, toreros.
En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el
honor de que ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se domina el
jardín. Allá abajo lo espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa y señalando con el
mentón una glorieta de madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin
entender. La condesa, piensa, en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero
ahora es un amasijo de carne y cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la
identidad del «amigo». Asiente, asegura que bajará de inmediato, pero no se mueve. La
condesa tampoco se mueve y por un instante ambos permanecen en silencio, mirándose a la
cara, como si se hubieran conocido (y amado u odiado) en otra vida. Pero pronto a la
condesa la reclaman sus otros invitados y B se queda solo, contemplando temeroso el jardín
y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona o el movimiento fugaz de
una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica: debe estar armado.
Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender que la única salida que
conoce pasa cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de huir sería permanecer en
alguna de las innumerables habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no
sea A, piensa B, tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún escritor o
escritora que desea conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una
copa, comienza a bajar las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se
aproxima sin prisas a la glorieta. Al llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que
alguien ha estado allí y decide esperar. Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la
casa. Pregunta, a los escasos invitados que deambulan como sonámbulos o como actores de
una pieza teatral excesivamente lenta, por la condesa y nadie sabe darle una respuesta
coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al servicio de la condesa o haber sido
invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa seguramente se ha retirado a sus
habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya se sabe. B asiente y piensa que, en efecto, la
edad ya no permite muchos excesos. Después se despide del camarero, se dan la mano y
vuelve caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.
Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica la
mañana a trasladarse a un hotel más barato donde se instala como si planeara quedarse a
vivir mucho tiempo en la capital y luego se pasa toda la tarde llamando por teléfono a casa
de A. En las primeras llamadas sólo escucha el contestador automático. Es la voz de A y de
una mujer que dicen, uno después del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán
dentro de un rato, que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un
teléfono al que ellos puedan llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha
hecho algunas ideas respecto a A y a su compañera, a la entidad desconocida que ambos
componen. Primero, la voz de la mujer. Es una mujer joven, mucho más joven que él y que
A, posiblemente enérgica, dispuesta a hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar su
lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la voz de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de
Catón. Este tipo, piensa B, tiene un año menos que yo pero parece como si me llevara
quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono de alegría?, ¿por qué piensan que
si es algo importante el que llama va a dejar de intentarlo y se va a contentar con dejar su
número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran una obra de teatro, para dejar
claro que allí viven dos personas o para explicitar la felicidad que los embarga como
pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas que B se hace obtiene respuesta. Pero sigue
llamando, una vez cada media hora, aproximadamente, y a las diez de la noche, desde la
cabina de un restaurante económico, le contesta una voz de mujer. Al principio,
sorprendido, B no sabe qué decir. Quién es, pregunta la mujer. Lo repite varias veces y
luego guarda silencio, pero sin colgar, como si le diera a B la ocasión de decidirse a hablar.
Después, en un gesto que se adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más
tarde, desde un teléfono de la calle, B vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que
descuelga el teléfono, la que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B.
Debería haber dicho: quiero hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace
notar. B no contesta, pide perdón, insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice la
mujer. Soy B, dice B. La mujer duda unos segundos, como si pensara quién es B y al cabo
dice muy bien, espere un momento. Su tono de voz no ha cambiado, piensa B, no trasluce
ningún temor ni ninguna amenaza. Por el teléfono, que la mujer ha dejado seguramente
sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared de la cocina, oye voces. Las voces,
ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una mujer, A y su joven compañera, piensa
B, pero luego se une a esas voces la de una tercera persona, un hombre, alguien con la voz
mucho más grave. En un primer momento parece que conversan, que A es incapaz de no
prolongar aunque sólo sea un instante una conversación interesante en grado sumo.
Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse de acuerdo sobre
algo de extrema importancia antes de que A coja de una vez por todas el teléfono. Y en la
espera o en la incertidumbre alguien grita, tal vez A. Después se hace un silencio repentino,
como si una mujer invisible taponara con cera los oídos de B. Y después (después de varias
monedas de un duro) alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.
Esa noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que no hizo. Primero pensó en
insistir pero decidió llevado por una superstición cambiar de cabina. Los dos siguientes
teléfonos que encontró estaban estropeados (la capital era una ciudad descuidada, incluso
sucia) y cuando por fin encontró uno en condiciones, al meter las monedas se dio cuenta de
que las manos le temblaban como si hubiera sufrido un ataque. La visión de sus manos lo
desconsoló tanto que estuvo a punto de echarse a llorar. Razonablemente, pensó que lo
mejor era acopiar fuerzas y que para eso nada mejor que un bar. Así que se puso a caminar
y al cabo de un rato, después de haber desechado varios bares por motivos diversos y en
ocasiones contradictorios, entró en un establecimiento pequeño e iluminado en exceso en
donde se hacinaban más de treinta personas. El ambiente del bar, como no tardó en notar,
era de una camaradería indiscriminada y bulliciosa. De pronto se encontró hablando con
personas que no conocía de nada y que normalmente (en su ciudad, en su vida cotidiana)
hubiera mantenido a distancia. Se celebraba una despedida de soltero o la victoria de uno de
los dos equipos de fútbol locales. Volvió al hotel de madrugada, sintiéndose vagamente
avergonzado.
Al día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde comer (descubrió sin asombro
que era incapaz de probar bocado), B se instala en la primera cabina que encuentra, en una
calle bastante ruidosa, y telefonea a A. Una vez más, contesta la mujer. Contra lo que B
esperaba, es reconocido de inmediato. A no está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un
silencio: sentimos mucho lo que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te
tuvimos esperando y luego colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a
mí me pareció que no era oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido ya
cualquier atisbo de discreción. Por varias razones, dice la mujer... A no se encuentra muy
bien de salud... Cuando habla por teléfono se excita demasiado... Estaba trabajando y no es
conveniente interrumpirlo... A B la voz de la mujer ya no le parece tan juvenil. Ciertamente
está mintiendo: ni siquiera se toma el trabajo de buscar mentiras convincentes, además no
menciona al hombre de la voz grave. Pese a todo, a B le parece encantadora. Miente como
una niña mimada y sabe de antemano que yo perdonaré sus mentiras. Por otra parte, su
manera de proteger a A de alguna forma es como si realzara su propia belleza. ¿Cuánto
tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer. Sólo hasta que vea a A, luego me iré, dice
B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se le ponen los pelos de punta) y reflexiona en silencio
durante un rato. Esos segundos o esos minutos B los emplea en imaginar su rostro. El
resultado, aunque vacilante, es turbador. Lo mejor será que vengas esta noche, dice la
mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice B. Muy bien, te esperamos a cenar a las ocho. De
acuerdo, dice B con un hilo de voz y cuelga.
El resto del día B se lo pasa caminando de un sitio a otro, como un vagabundo o
como un enfermo mental. Por supuesto, no visita ni un solo museo aunque sí entra a un par
de librerías en donde compra el último libro de A. Se instala en un parque y lo lee. El libro
es fascinante, aunque cada página rezuma tristeza. Qué buen escritor es A, piensa B.
Considera su propia obra, maculada por la sátira y por la rabia y la compara
desfavorablemente con la obra de A. Después se queda dormido al sol y cuando despierta el
parque está lleno de mendigos y yonquis que a primera vista dan la impresión de
movimiento pero que en realidad no se mueven, aunque tampoco pueda afirmarse con
propiedad que están quietos.
B vuelve a su hotel, se baña, se afeita, se pone la ropa que usó durante el primer día
de estancia en la ciudad y que es la más limpia que tiene, y luego vuelve a salir a la calle. A
vive en el centro, en un viejo edificio de cinco plantas. Llama por el portero automático y
una voz de mujer le pregunta quién es. Soy B, dice B. Pasa, dice la mujer y el zumbido de
la puerta que se abre dura hasta que B alcanza el ascensor. E incluso mientras el ascensor lo
sube al piso de A, B cree oír el zumbido, como si tras sí arrastrara una larga cola de
lagartija o de serpiente.
En el rellano, junto a la puerta abierta, A lo está esperando. Es alto, pálido, un poco
más gordo que en las fotos. Sonríe con algo de timidez. B siente por un momento que toda
la fuerza que le ha servido para llegar a casa de A se evapora en un segundo. Se repone,
intenta una sonrisa, alarga la mano. Sobre todo, piensa, evitar escenas violentas, sobre todo
evitar el melodrama. Por fin, dice A, cómo estás. Muy bien, dice B.
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