25 feb 2020
Mario Bunge - El culto del símbolo
Juan el Evangelista aseguró que «En el principio era el Verbo, el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios». Dos milenios después, no sabemos qué fue en el principio. Ni siquiera sabemos si hubo principio. Pero sabemos que, en esa oración que comienza su evangelio, Juan se refirió sólo al principio del mundo, no a lo que siguió.
Sospecho que Juan no creía que el mundo estuviese hecho de palabras. Algún milagro de vez en cuando, ciertamente. Pero lo demás era concreto: montañas y cabras, el mar de Galilea y sus peces, las doradas piedras de Jerusalén y los devotos de su Templo, el pan y el vino.
Quienes sí creen que el mundo está compuesto de símbolos son los profesores de hermenéutica y semiótica general, ciertos profesores de literatura improvisados en teóricos y críticos sociales, así como los autores de pesados y opacos estudios sobre «acción comunicativa», «economía política del signo», y otras yerbas del mismo erial.
Estos escritores gozan de gran predicamento en Alemania, Francia, Estados Unidos y sus dependencias culturales en el Tercer Mundo. Escriben tan dilatadamente que los inocentes los toman por sabios. Y escriben tan en difícil que se los toma por profundos. Su estilo es el inventado por Hegel, perfeccionado por Heidegger, e imitado por Derrida.
La tesis común a estas escuelas posmodernas es que todo cuanto existe es un texto o paquete de signos. Lo dice Derrida en un escrito tan enigmático como famoso: «Nada hay fuera del texto». De aquí se sigue que la tarea del estudioso es interpretar «textos», tanto los propiamente tales como los que las gentes ordinarias llamamos cosas o hechos, tales como un pedazo de pan o un partido de fútbol.
En particular, los hermenéuticos sostienen que los hechos sociales son textos o entes parecidos a textos. Por lo tanto, deben ser «interpretados» al modo en que los teólogos interpretan la Biblia o los filólogos interpretan un manuscrito. Mi colega, el célebre Charles Taylor, llegó al colmo de definir al ser humano como «el animal que se interpreta a sí mismo».
A quienquiera que no haya sido educado en la tradición textualista deben de llamarle poderosamente la atención ciertos aspectos de esta doctrina. Uno es que no ofrece pruebas de sus asertos. Será porque no puede haberlas, ya que el hermenéutico concibe la «interpretación» de un «texto» como estrictamente personal y privada, sustraída por lo tanto al examen crítico y a la comprobación empírica. En otras palabras, el textualismo es arbitrario y dogmático.
Otro aspecto llamativo del textualismo es que su dogmatismo es tal, que le impide ver que, si todo lo real fuese textual, poco nos costaría diagnosticar y evitar catástrofes o remediar males. Cualquier corrector de pruebas podría diagnosticar un mal cualquiera. Y cualquiera de nosotros
podría corregirlo con la sola ayuda de goma de borrar, papel líquido, o la tecla «delete» del ordenador.
Dadas estas características, no es sorprendente que el textualismo no haya producido ningún estudio o proyecto digno de mención.
Por ejemplo, los hermenéuticos no han siquiera intentado describir, medir ni explicar los ciclos económicos, las guerras, ni las revoluciones. ¿Será que no leen los periódicos, o que no saben interpretarlos por no importarles los hechos ni disponer de teorías científicas?
Los hermenéuticos no nos dicen por qué ciertas medidas de salud pública, tales como obras sanitarias, vacunación obligatoria, higiene personal, dispositivos de seguridad en los lugares de trabajo, y la consulta médica periódica, han reducido drásticamente la mortalidad y los accidentes de trabajo en casi todo el mundo. ¿Será que no saben leer estadísticas?
Tampoco nos dicen por qué, en los países industrializados, la desigualdad social ha estado aumentando al mismo tiempo que la producción, lo que es escandaloso. ¿No sabrán leer indicadores sociales ni económicos?
Los hermenéuticos, quienes se especializan en actos simbólicos, no nos explican la persistencia de movimientos sociales violentos pese a su fracaso reiterado. ¿Será que su propio dogmatismo les impide ver el ajeno?
En resolución, la hermenéutica no describe ni explica la realidad social. Pero sí logra ocultarla. En efecto, siguiendo el consejo del fenomenólogo Edmund Husserl, sus discípulos en estudios sociales sólo se ocupan de ciertas menudencias de la vida ordinaria, así como de los llamados
actos simbólicos, tales como la conversación y la plegaria.
Pero los hermenéuticos dejan de lado lo más apremiante de la vida cotidiana: cómo ganarse la vida, educar a los hijos (y a los padres), coexistir con parientes, amigos, enemigos, vecinos, compañeros de trabajo y patrones, y cómo ayudar al prójimo. Preconizan el uso del microscopio de Weber pero no lo usan.
Los hermenéuticos tampoco nos dicen cuál es el umbral de pobreza en su país, ni menos todavía cómo se las arreglan los pobres para sobrevivir sin robar. Desconocen el telescopio de Marx.
Lo menos que puede decirse de los hermenéuticos que escriben sobre asuntos sociales es que sus voluminosos escritos no explican la vida social, y que su actitud para con las tragedias sociales es frívola.
Si su actitud fuera un poco más seria fundarían el Partido Hermenéutico, o la Asociación Simbólica. La consigna de este partido político podría ser: «Todo el poder a los signos», «Hacia el bienestar por el símbolo», o «Haga patria: invente un símbolo»
El partido no tendría fracciones de derecha ni de izquierda. En efecto, puesto que todo lo social es textual, los textos no pueden privatizarse ni socializarse.
Pero el partido podría tener una fracción extremista, que lanzaría la consigna «¡Vivan los locuaces y los escribidores! ¡Abajo los taciturnos y los tartamudos!». Afortunadamente, los matones de esta fracción se contentarían con gritar o gesticular más vigorosamente que los moderados.
La estrategia del partido podría ser «Para ganar simbólicamente, vote simbólicamente». Su programa económico se resumiría en la fórmula «Equilibrar el presupuesto simbólico: producir un símbolo nuevo por cada símbolo usado». Su programa político: «Gobernar es corregir inscripciones o imágenes».
Un gobierno hermenéutico estaría constituido exclusivamente por peritos calígrafos, grafólogos, artistas comerciales, anunciadores, oradores, correctores de pruebas y otros artesanos del símbolo.
Semejante gobierno no serviría para nada. Pero al menos no recaudaría impuestos, ya que hacer inscripciones e imágenes cuesta poco, al menos si se lo hace en pequeña escala.
Lo que sí cuesta es producir o consumir signos que signifiquen algo verdadero, placentero o útil. Pero para producirlos o consumirlos no se necesita un gobierno hermenéutico. Sólo se necesitan cerebros curiosos y dispuestos a someterse a la disciplina del aprendizaje y al disfrute de los productos de la cultura pre posmoderna, como la llama mi amigo Robert King Merton, rey y decano de la sociología contemporánea.
Y la buena educación sí cuesta. Pero es mucho más rentable, duradera y placentera que el culto del símbolo por el símbolo.
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