25 feb 2020
Fernando Savater - Borges. La tiranía de las bibliotecas
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron
señores de un tesoro intacto y secreto...
(J. L. Borges)
De sus años juveniles de iniciación literaria comentó luego
Borges: “Los gnósticos afirmaban que la única manera de
evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis
libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los
pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran
escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos
pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo
inesperado y el estilo del siglo XVII” (Autobiografía). Con su
característica discreción, omite señalar que también se inició
en las destrezas que luego nos lo hicieron imprescindible: el
comercio estético con los temas filosóficos, el uso de la
reflexión como fuente de emoción poética, la habilidad para
condensar una doctrina o una biografía en pocas líneas sin pérdida de lo más sustancioso, el uso magistral de la
hipálage (“fumando pensativos cigarros”), la erudición como
retórica amable o misteriosa pero nunca como pedantería, la
consideración dignificante de géneros o autores
habitualmente tenidos por “menores”, etc... Y todo ello,
defectos y virtudes, bañado en la luz propia de un goce
juguetón en el ejercicio de las letras –como lector primero,
como autor después– que nunca volverá a ser tan patente,
aunque por suerte jamás desaparezca del todo. Muchos años
después Borges comentó a un confidente que era el deleite de
poder ver las palabras escritas –fuese por otro o por él
mismo, sobre todo por él mismo– el don precioso que la
ceguera le arrebató: no es lo mismo escuchar o recordar lo
leído que leer, no resulta igualmente jocundo escribir viendo
aparecer las frases felices que dictar lo que sólo podrán
paladear con los ojos los demás. El arte continúa y hasta se
ahonda, pero la diversión del creador disminuye
irreparablemente. En 1938, cuando muere ciego su padre,
Borges ya ha sufrido la primera de las ocho operaciones
oculares que intentarán frenar su deriva hacia esa oscuridad
que no es exactamente tal, sino más bien una niebla lechosa
progresivamente espesa donde se van desvaneciendo los
colores hasta que sólo puede reconocerse el tenaz amarillo.
Hace años leí en algún sitio que los taxis de Nueva York son
de color amarillo porque es el más fácil de distinguir entre la
bruma y la ventisca, por baja que sea la visibilidad. Claro
que Borges preferirá hablar, cuando lo elogie en los poemas
cuidadosamente no patéticos escritos durante su ceguera, del
“oro de los tigres”: resulta literariamente menos chocante
que cantar al “oro de los taxis”. Trátese de niebla o de
tiniebla, lo cierto es que el día que vio morir ciego a su padre
Borges ya sabía que estaba destinado a seguirle también en
esa minusvalía, no sólo en sus afanes literarios o filosóficos.
Ese acontecimiento decisivo ocurrió en el mes de
febrero; en diciembre, otro suceso conmociona la vida del
joven escritor. También está ligado a lo precario de su vista.
La tarde de Nochebuena, al subir corriendo unas escaleras,
se golpea en la cabeza con el batiente recién pintado de una ventana. El traumatismo es leve, pero la herida se infecta y
se le declara una septicemia que lo mantiene quince días,
delirando, al borde de la muerte. Cuando comienza a
recuperarse, le obsesiona la curiosa idea de que quizá sus
capacidades intelectuales han quedado mermadas
irreparablemente. Peculiar inseguridad, que contribuye a
definirle mejor que otros datos biográficos..., si es cierto que
la padeció y no se trata de una construcción post festum, la
cual tampoco dejaría de ser significativa. Según la versión
canónica, el convaleciente pidió a su madre que le leyese
unas páginas; al rato, se echó a llorar de alivio porque las
comprendía. Pero aún faltaba la auténtica prueba de fuego:
volver a escribir. Borges no se atrevió a intentar un poema o
un ensayito, sus géneros habituales, porque si fracasaba en
ellos quedaría irremisiblemente condenado. Prefirió
acometer algo totalmente nuevo, con el fin de que así una
eventual incompetencia pudiera justificarse de modo que no
quedase desahuciado para empeños más rutinarios. ¿No es
conmovedor todo este tanteo, ya fuese auténtico o ya se trate
de una elaboración posterior con la que se fragua el mismo
año de la muerte del padre la ocasión de un nuevo
nacimiento, la conquista de la definitiva personalidad
creadora? Sea como fuese, Borges eligió iniciarse en el género
fantástico y escribió Pierre Menard, autor del Quijote.
De Shakespeare puede decirse que siempre es
interesante, que nunca carece de ramalazos de excelencia,
pero que sólo en media docena de sus obras es propiamente
él mismo, el incomparable y altísimo Shakespeare. Salvando
las distancias –como el interesado se hubiera apresurado a
hacer antes que nadie– también de Borges es lícito predicar
algo semejante: aunque ninguna de sus páginas carece de
meritorias “magias parciales”, sólo en un puñado de relatos,
de poemas y de ensayos llega a ser plenamente Borges. Sin
duda una de estas piezas en estado de gracia es la crónica de
Pierre Menard, el inverosímil y sin embargo familiar homme
des lettres que se atrevió a emular –¿mejorándola?– la más
alta creación de Cervantes. En este relato disfrazado de
reseña bio-bibliográfica afronta Borges uno de sus temas favoritos: la figura patética y risible del literato mediocre
cuya pretenciosidad sin talento sirve sin embargo como
espejo deformante (al modo esperpéntico de los de las ferias o
aquellos del Callejón del Gato mencionados por Valle Inclán)
para estudiar la tarea del escritor... y quizá también las
perplejidades de ese vicio impune que es la pasión de leer. La
anécdota es ya de sobra conocida: la historia de un idiota
contada por otro aún mayor, la recensión póstuma de los
estrafalarios empeños literarios del exquisito y modernísimo
Pierre Menard (cuyo acmé creativo se sitúa a mediados de
los años treinta, es decir, cuando Borges escribe su cuento)
emprendida por un admirador estólido. La gran obra de
Menard había de ser nada menos que el Quijote, es decir,
una novela que coincidiera palabra por palabra y línea por
línea con la de Cervantes pero que desde luego no pudiera
confundirse en modo alguno con ella.
Este colmo de “intertextualidad” –como dicen ahora–
encierra un apólogo sobre ese tipo de obra de arte
contemporánea que sólo se basa en la decisión del artista de
designarla como tal, sea el preexistente urinario para
Duchamp o el preexistente Quijote cervantino para Menard,
y que no puede prescindir del discurso explicativo que
legitima su propósito estético. Borges parodia ese discurso
con evidente delectación (suya y del lector), como hará años
después junto a Bioy Casares en sus desaforadas Crónicas de
H. Bustos Domecq. Este relato es muy moderno... a costa de
burlarse de los contemporáneos. Acabada su aventura
ultraísta, Borges descreerá notoriamente de cualquier forma
de vanguardismo; se conformará con ser profundamente
original, pero renunciando a la pirotecnia de experimentos
provocadores. Prefiere suscitar el asombro ante lo familiar
que el mero desconcierto y la incomodidad del lector. Sin
embargo, en Pierre Menard, autor del Quijote hay un curioso
contagio cervantino: del mismo modo que la novela de
Cervantes trasciende con mucho su propósito inicial –¡si es
que lo fue!– de reducir al absurdo las novelas de caballerías,
también el seudocuento borgiano rebasa con creces la mera
sátira del amaneramiento de los nuevos culteranos. Hay algo más, mucho más, una insinuación inquietante en cuyo
desentrañamiento los exégetas se encarnizan: quizá la de
que, en el momento de leer, el autor del texto y su paciente
se confunden, o que los clásicos son esas obras que es
imposible recordar sin la tentación de amputarlas de la
cronología, o que el texto literario vive mientras los hombres
mueren repitiéndolo o... tantas otras sugerencias como se
han hecho y pueden hacerse, desde la sensibilidad reflexiva o
el acartonamiento pedante. Más que un pensador, en el
sentido académico de la expresión, Borges es un escritor que
da que pensar a los teóricos, que inaugura o renueva
perplejidades filosóficas. Puede que sea en Pierre Menard
donde se manifiesta así inequívocamente por primera vez. A
mí, caprichosamente, la relectura de esta pieza suele
remitirme íntimamente a un dístico muy posterior del mismo
autor, titulado Un poeta menor:
La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.
Al año siguiente de aparecer Pierre Menard, en 1940, se
casan con la mayor discreción sus amigos Silvina Ocampo y
Adolfo Bioy Casares. Diez años antes, en casa de las
Ocampo la imperiosa y emprendedora Victoria, la
desconcertante y poética Silvina, habían sido presentados
Borges y Bioy, dando comienzo no sólo a una amistad de por
vida y a una fecunda colaboración literaria, sino incluso a
una especie de singularísima simbiosis que procreó a otro
autor, Honorio Bustos Domecq, realmente distinto de ambos
aunque para nada indigno de ninguno de los dos. Cuando se
conocieron, Bioy era un muchacho aficionado a las letras de
diecisiete años y Borges un admirado escritor joven que
acababa de rebasar los treinta. No miren hacia Rimbaud y
Verlaine porque no hace al caso (aunque según Diderot no
hay amistad entrañable “sans un peu de testicule”). Es fama
que su primera obra conjunta fue un prospecto publicitario
que cantaba las higiénicas virtudes de cierto yogur. El mismo
año de la boda entre Adolfo y Silvina, en la que Jorge Luis ofició como testigo, firmaron los tres una Antología de la
literatura fantástica que me parece una obra maestra por lo
menos igual a lo mejor que cada uno de los tres escribió por
separado. El propio Borges, nunca ditirámbico respecto a sus
producciones, la reputó como “uno de los pocos libros que
merecerían salvarse de un nuevo diluvio universal”. Aunque
mi ejemplar –de la colección “Piragua” en editorial
Sudamericana– está ya notablemente descuajeringado por el
uso y abuso entusiasta, sin duda sería uno de los cuatro o
cinco libros que también yo intentaría rescatar de esa
catástrofe bíblica o de un más módico incendio doméstico.
Sólo haberme revelado Enoch Soames de Max Beerbohm o La
noche en la posada de lord Dunsany bastarían para sentirme
agradecido para siempre a ese sabio compendio de
maravillas. También las dos Antologías del cuento policial
que prepararon pocos años más tarde (cuando este tipo de
selecciones, frecuentes en inglés, no lo eran apenas en
nuestra lengua) son excelentes, así como la colección de
novelas de misterio El séptimo círculo –el lugar de condena
de los violentos en el infierno de Dante–, que dirigieron al
alimón y que me sigue resultando la mejor del género que
conozco.
Estas tareas conjuntas prueban sobradamente que
Borges y Bioy fueron lectores perspicaces y generosos, de los
que saben contagiar el vicio de la lectura. Y que no estaban
aquejados del síndrome de la excelsitud literaria, que
prescribe poner los ojos en blanco ante Hoffmansthal y
despachar con una mueca de asco la simple mención de
Agatha Christie: el paladar del auténtico gourmet de la
escritura disfruta con las rarezas de los sibaritas pero
también con los platos populares bien especiados. No hay que
confundir la anemia con el buen gusto. En este aspecto, sin
duda la influencia de Bioy Casares en Borges fue beneficiosa
y contribuyó a desinhibir su estilo y su temática. “Al
contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo
barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son
más convenientes. Si se me permite una afirmación tajante,
diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo” (Autobiografía). Pero también reforzó su
tendencia satírica, a veces hasta el trazo grueso y la parodia
casi sobreactuada. A esta línea pertenecen los Seis
problemas para don Isidro Parodi (1942), firmados por su
alter ego conjunto Bustos Domecq, con los que añaden a la
nutrida saga de los detectives extravagantes (el lord
exquisito, el obeso que nunca sale de su invernadero de
orquídeas, el ciego al que sin embargo nada se le escapa...) el
desaforado caso de un sabueso encarcelado que resuelve los
enigmas sin moverse –et pour cause!– de su celda. La
mayoría de las narraciones policiales acaban con la cárcel
para el culpable; los casos de Parodi –el apellido es bien
significativo– empiezan con el investigador entre rejas...
Cada uno de los relatos plantea un enigma que es a la vez
extravagante y perfecto, como las historias que Chesterton
urde en torno al padre Brown o a mister Pond; también como
los del autor inglés, suelen encerrar una parábola moral;
pero además subrayan la vertiente satírica hasta lo
inmisericorde y se burlan de los usos literarios o sociales del
día con un júbilo irreverente que en ocasiones provoca
francamente carcajadas, en un estilo que ha alcanzado luego
su cima en España con algunas novelas de Eduardo
Mendoza. En un relato posterior del bifronte Bustos Domecq,
La fiesta del monstruo (que no pertenece a la saga del
perspicaz Parodi), estos procedimientos hilarantes y
esperpénticos funcionan con estremecedora eficacia para
denunciar la brutalidad parafascista del populismo
peronista. Se trata de la narración más políticamente
“comprometida” de ambos autores, así como de una de las
obras maestras panfletarias del siglo, mucho más cerca en
tal línea de Swift o del expresionismo de Grosz que de
Chesterton.
Quizá éste sea un momento tan bueno o tan inoportuno
como cualquier otro para hablar de la relación entre Borges y
la política. Es paradójico y sintomático de la hipocresía
intelectual de nuestra época que las actitudes políticas de un
autor tan políticamente templado y distraído en ese tema
como Borges se hayan llegado a convertir en un problema mayor para bastantes de sus lectores. Si creyésemos a
algunos imbéciles, Borges sería uno de esos casos tristes y
célebres –como Céline– de gran escritor cuya mentalidad
aberrantemente reaccionaria apenas puede ser soportada en
honor de sus méritos estéticos. Podríamos recordar ahora
que en su adolescencia escribió poemas en elogio de la
revolución de octubre; que se prodigó en dicterios contra
Rosas y los tiranos; que después, a diferencia de muchos de
sus amigos y contemporáneos argentinos, se decantó
inequívocamente a favor de los republicanos españoles en
nuestra contienda civil; que denunció con vehemencia la
ambición de Hitler y penetró con profundidad en lo perverso
de su programa, escribiendo las páginas admirables del
Deutsches Réquiem; que en 1939 afirmó en la revista Sur:
“Es posible que una derrota alemana sea la ruina de
Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el
envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro
de una aventura colonial sudamericana; pienso en los
imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el
inexorable azar nos depararía. Espero que los años nos
traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz
de Versalles”; que en su prólogo a De los héroes, de Thomas
Carlyle (1949), observó lo siguiente: “Carlyle, hace poco más
de cien años, creía percibir a su alrededor la disolución de un
mundo caduco y no veía otro remedio que la abolición de los
parlamentos y la entrega incondicional del poder a hombres
fuertes y silenciosos. Rusia, Alemania, Italia han apurado
hasta las heces el beneficio de esta universal panacea; los
resultados son el servilismo, el temor, la brutalidad, la
indigencia mental y la delación” (conviene recordar que
cuando Borges escribió esto algunos de los que luego fueron
sus detractores estaban encantados al menos con los
hombres “fuertes y silenciosos” de la Unión Soviética); que
señaló el resentimiento nacionalista antiinglés de los
germanófilos porteños y celebró su derrota también en Sur,
en una nota titulada 1941 que acaba así: “Yo pienso en
Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo
irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a
las sucursales de Franco), pero es también capaz de
rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la
sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla
de Waterloo”. Después de acabada la contienda mundial, a
finales de 1945, un destacado militar germanófilo –el coronel
Perón– se hace con el poder en Argentina: para castigarle por
haber firmado diversos manifiestos antifascistas, Borges es
destituido de su puesto de bibliotecario y “promovido” a
inspector de pollos, gallinas y conejos en los mercados
municipales. El demagogo populista distinguirá a la familia
con su animadversión y un par de años después su madre y
su hermana Norah serán detenidas por haber repartido
propaganda antiperonista. Ciertamente no parece que esta
trayectoria de más de media vida sea la de un monstruo de la
ultraderecha. También es no menos cierto que el Borges
maduro fue un burgués ilustrado, con poquísima simpatía
por los sublevadores del pueblo, que se fue haciendo cada vez
más conservador con el paso de los años y el aumento de su
incapacidad física. Detestó a los montoneros guevaristas,
hizo bromas de café sobre la democracia como “abuso de la
estadística” y soltó deplorables boutades política (y sobre
todo humanamente) incorrectas sobre los negros o –¡cielos!–
los vascos. Es importante hacer notar que estas bobadas
aparecen solamente en charlas referidas por otros o
entrevistas, nunca en sus obras literarias. Por lo visto no se
resistía a decir cualquier cosa que le pasara por la cabeza, si
creía que iba a resultar graciosa o chocante a un auditorio
complaciente (en oírla y –ay– en propalarla). Algunas de sus
impertinencias son realmente divertidas: en cierta ocasión,
ya semiciego, al pasar frente al cartel electoral de un partido
nacionalista que exultaba “Dios, familia y propiedad”
comentó a su acompañante: “¡Caramba, qué tres
incomodidades!”. También consta que saludó en un principio
como liberadores a Videla y compañía (error en el que
también incurrieron muchos comunistas argentinos de la
época), aunque luego condenó sin rodeos sus procedimientos
criminales, aceptó una condecoración no buscada de manos de Pinochet durante una visita a Chile, etc... Sin duda
actitudes discutibles, a veces notablemente inoportunas, poco
perspicaces y hasta culpables de escasa gallardía en lo que al
asunto de Pinochet se refiere, pero reveladoras, más que de
convicciones reaccionarias, de un progresivo desinterés por la
actualidad política y de un encierro en su privado mundo
literario, fomentado por su ceguera. En el peor de los casos,
nada ideológicamente más indecente que el entusiasmo de
Pablo Neruda por Stalin y el comunismo soviético, o de
García Márquez (y tantos otros más, algunos hasta hoy
mismo) por la obtusa dictadura de Fidel Castro. No deja de
ser cosa misteriosa que un homenaje de Pinochet pueda
alejar del Nobel a quien se lo merecía de sobra, mientras que Castro o la orden de Lenin no hayan privado de él a
otros sin duda también merecedores de ese galardón. En
cualquier caso, la importancia de la ideología política en la
obra de Borges es difícilmente perceptible: no fue un escritor
“comprometido” (en una ocasión observó que hablar de
“literatura comprometida” le resultaba tan incongruente
como elogiar la “equitación protestante”) ni con la izquierda
ni con la derecha, pero tampoco con el debate político mismo,
que fue la verdadera religión del siglo XX. Se ocupó poco del
gobierno de las personas y prácticamente nada de la
administración de las cosas: en ese aspecto sí que resultó
realmente reaccionario, pero mucho más por no considerar
importante tener opiniones válidas que por tenerlas
equivocadas. Fue en este campo un agnóstico bastante
despreocupado, la actitud que más irrita a los creyentes y a
los justicieros. Puede no ser una postura digna de elogio,
pero tampoco me parece que deba ser execrada.
Sin embargo quizá Borges siempre se mantuviese fiel a
otro tipo de compromiso social, el más necesario para un
poeta que se dirige a cada lector –irrepetible y frágil– entre
el estruendo vocinglero de los políticos, tan
democráticamente imprescindible como a veces insoportable.
Lo ha analizado bien el profesor Juan Arana, de la
Universidad de Sevilla, en el ensayo titulado precisamente
El compromiso del escritor, que se incluye en su libro sobre Borges La eternidad de lo efímero. Ahí comenta la más alta
responsabilidad del “urdidor de verbalismos”,
antihagiográfíca descripción dada por el propio Borges de su
tarea como escritor, y señala que “su misión es modesta, pero
importante: si otros consiguen con su esfuerzo que sea
habitable el mundo en que estamos, éste consigue con el suyo
que seamos capaces de compartirlo y de vivirlo también en
nuestro espíritu”. Y concluye: “El compromiso supremo del
escritor consiste en permitir a sus obras que ejerzan su
salvífica misión sin malograrlas con sus anecdóticas
pretensiones”. Aunque no me atrevería a insistir sin matizar
en la función “salvífica” de la literatura, por excelente que
ésta sea, creo que Arana atina en lo fundamental. No sólo
absuelve en cierto sentido a Borges, sino que lo hace con
argumentos semejantes a los que Borges habría empleado...
si se hubiera entretenido culpablemente en buscar su
absolución.
Sea como fuere, la inquina peronista contra el poeta y
su familia sacudió benéficamente y en cierto sentido agilizó
la existencia de Borges. Desplazado de su papel de
“subbibliotecario” –por emplear un término melvillano– en la
Miguel Cané, empezó a perfilarse su destino esencial como
guardián mayor de la Biblioteca de Babel. Descartada la
opción de inspeccionar la fauna avícola local a que se le
condenaba irrisoriamente, aumentó su papel como
conferenciante y suave profesor de literatura ante públicos
de Argentina y Uruguay. La tarea de hablar en público es la
condena y el triunfo paradójico de muchos tímidos. Los
mejores conferenciantes no son los que hablan sin miedo sino
los que vencen su miedo a hablar: esa secreta fragilidad hace
su discurso más delicado, más precioso. Tal fue el caso de
Borges, que –además del agobio ante la multitud
expectante– debió sobreponerse siempre a un leve
tartamudeo. El poeta José Bergamín me contó que tuvo
ocasión de escucharle una vez en Montevideo, a comienzos de
los años cincuenta: antes de empezar, dispuso sobre la mesa
montones de libros que luego no empleó ni una sola vez en la
charla. Cuando le preguntó para qué necesitaba tantos volúmenes que no iba a consultar, Borges repuso: “Los uso
como parapeto”‘. Yo, que no soporto ni charlas ni sermones ni
lecciones ni arengas de más de diez minutos de duración
(aunque, ay, he vivido gran parte de mi vida dándolas), le
escuché un par de veces con arrobo. Era ya viejo y entonces
la ceguera oficiaba como un parapeto ante el público más
eficaz que las pilas de libros; en cuanto al tartamudeo, se
había convertido en coquetería o cláusula de estilo. ¿Cómo
definirlo? Era delicioso: cálida e inteligentemente delicioso.
Un charmeur con ideas. Nada que ver con esos insoportables
sabios, orgullosos de su rigor, que hasta para amenizar una
entrega de premios en el fin de curso de una escuela nos
infligen la lectura de veinte folios, so pretexto de que ellos no
saben improvisar: pues si no saben, que se callen y se queden
en casa, que mañana les leeremos. Algunos pedantes que
dicen haber asistido a sus clases de literatura o de filosofía
denuncian sus supuestas citas inexactas o sus imprecisiones
cronológicas. Pero para corregir esos desvíos –si los hay, lo
que conociendo la fabulosa memoria de Borges es dudoso–
están los manuales, las enciclopedias y ahora los CD-roms.
Lo insustituible, en cambio, es el aura de ceremonia cultural
que su palabra vacilante sabía crear, la celebración vivida de
una conciencia intelectual que busca asilo grato en otros,
entre la perplejidad del mundo y el maremoto jubiloso de los
libros. Brotaba ante los oyentes del manantial mismo, con
engañosa espontaneidad, tanteando y perdiéndose en
meandros sólo aparentemente caprichosos, contagiando
hasta a los más lerdos –eruditos aparte– de las dudas y
victoriosos hallazgos que constituyen la reflexión personal.
Los griegos hablaban del acmé en la vida de un hombre,
es decir, el momento en que alcanza su plena madurez vital,
que ellos cifraban cronológicamente en torno a los treinta y
cinco años. También cada escritor tiene su propio acmé
creativo, menos sujeto a determinaciones de edad,
tempranísimo por ejemplo para Rimbaud pero mucho más
tardío para un Bernard Shaw. A mi juicio, Borges alcanzó su
acmé literario en las décadas cuarenta y cincuenta del
pasado siglo, en las que escribe los relatos de Ficciones (1944) y El Aleph (1949), así como los ensayos de Otras
inquisiciones (1952) y parte de los poemas y prosas breves de
El hacedor (1960), es decir, sus cuatro mejores libros. Digo
“mejores” queriendo decir más redondos, más definitivos,
más completos y también más irrevocablemente audaces, los
de mayor empuje: sin duda compuso antes y después otras
muchas páginas memorables, pero en las de ese período se le
nota dueño jubiloso de sus medios y –pese a sus eternas
reticencias irónicas y lemas de modestia– conscientemente
magistral. Algunos exégetas se atribulan intentando dirimir
si fue ante todo poeta, narrador o ensayista, y aportan
irrefutables pruebas de maestría en cada uno de esos
órdenes. Pero la verdadera gracia de Borges cuando está “en
estado de gracia” (y no le quitaremos al término ninguna de
sus connotaciones teológicas para no disgustar a George
Steiner) resulta de que nunca es “ante todo” sólo una de esas
cosas, sino que sabe ser narrativo en sus poemas, poético en
sus ensayos y filosóficamente indagatorio en sus cuentos. No
es que su género sea la ficción, sino que convierte en ficciones
los géneros literarios. Ése es precisamente su tema de fondo,
la imposibilidad característicamente moderna de la
literatura –de los textos producidos por hombres de letras
postreramente cultos, fatigados o deslumbrados por haberlo
ya leído todo– de atenerse a un registro exclusivo y
excluyente de voz como si no supieran más, como si no
tuviesen, ellos y sus lectores, permanentemente el resto de
los datos expresivos en la memoria y pudieran desde algún
ángulo alcanzar la realidad sin constatar esa broza simbólica
que la configura y la trastorna. Es así como logra acuñar
unos cuantos mitos que operan entre los letrados (lectores y
escritores) de finales del siglo XX al modo que durante tanto
tiempo lo han hecho aquellos platónicos de la caverna y del
auriga que pretende controlar los opuestos caballos del alma,
o también aquel genio engañoso propuesto por Descartes: la
biblioteca que abarca y se confunde con el universo, la lotería
que va ampliando su juego hasta regir todos los incidentes de
la vida humana desde los más íntimos hasta los de mayor
trascendencia colectiva, la noticia enciclopédica de un mundo
ficticio que acaba dotándolo de existencia real, el mago que
logra dar vida al personaje que ha soñado sólo para descubrir
más tarde que también él existe gracias al sueño de otro, el
punto milagroso pero situado en cualquier lugar trivial
donde puede contemplarse toda la vertiginosa complejidad
del cosmos, etc... Parábolas narradas sin énfasis excesivo,
siempre desde un ángulo levemente irónico que aumenta su
rara capacidad de sugestión, con ademanes de erudición
paródica, algo así como un Kafka cuya graduación
desoladora se rebaja con un chorrito de Lewis Carroll: no
llegan a ofrecer un presagio o un diagnóstico de nuestras
tribulaciones, sino más bien un experimento imaginario que
nos permite acercarnos a ellas como al desgaire, por su lado
menos candente pero mentalmente más estimulante. Ello
explica que se presten con tanta propiedad a servir de
exempla en elucubraciones filosóficas (no creo que haya otro
autor tan fructuosamente saqueado por los principales
ensayistas a partir de los años sesenta del siglo XX) y
también, más desdichadamente, que puedan convertirse sin
demasiada resistencia en pábulo de blandas jaculatorias
seudopoéticas.
En cuanto a fuerza narrativa en el sentido más
tradicional, los dos cuentos que prefiero son Las ruinas
circulares y El Aleph. El primero de ellos es admirablemente
intenso y leyéndolo se comprende que su autor lo escribiera
en un par de semanas como poseído por una obsesión, algo
que según confesión propia nunca había llegado a ocurrirle
antes ni le pasó después. A pesar de que Borges es muy poco
“paisajístico”, este relato logra crear la visión de un paraje
exótico y trastornado, como algunas de las mejores páginas
de Poe o de lord Dunsany (autores con cuyo mundo narrativo
y simbólico me parece que estas “ruinas” guardan especial
parentesco). Los esfuerzos del nigromante por dar bulto
corporal y animado a la criatura de su sueño contagian
desazonadoramente al lector, que es probable que llegue a
prever el nihilista regreso al infinito del desenlace, aunque
no por ello deja de sentirse conmocionado por él. Sin duda se
trata de una pequeña obra maestra del género fantástico, cuya ambigua riqueza queda muy mermada si lo reducimos a
una mera metáfora de las zozobras del creador novelesco en
busca de personajes alimentados con la entraña de su
imaginación. Por supuesto, es imposible no escuchar como
música de fondo el dictamen de Shakespeare en La
tempestad sobre que estamos tejidos de la misma urdimbre
que los sueños... o recordar a la Alicia de Lewis Carroll –tan
querido por Borges–, que sueña al Rey Rojo, quien a su vez
está soñándola a ella, y es advertida en su sueño de que si el
soñado rey despierta ella se desvanecerá como la luz de una
vela al apagarse la llama porque sólo consiste en un sueño
del soñado.
El Aleph es, si no me equivoco, el logro narrativo más
perfecto y memorable de Borges. Fue lo primero que leí de él
y creo que me acerqué al monte por el lado bueno: de ahí que
no me haya costado escalarlo y que siempre me haya
encontrado tan a gusto hasta en sus tramos más escarpados.
Ese cuento lo tiene todo, humor, sentimiento, metafísica,
costumbrismo y el toque fantástico que maravilla pero
también sobrecoge. De sus breves páginas nos queda el
recuerdo, no sólo del nódulo asombroso que recoge por
completo la catarata inabarcable de la realidad, sino también
de dos personajes: el trujamán del milagro, ese Carlos
Argentino Daneri de fatuidad risible y casi conmovedora
(pariente ufano del Enoch Soames de Beerbohm) y desde
luego Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, la
amada doblemente imposible por muerta y por infiel. A
través de la genial caricatura del poetastro se ejecuta a todo
un sistema ostentoso de superficialidad literaria, pero quizá
también –más secretamente– a la ambición misma del
empeño literario que pretende dar cuenta del vertiginoso e
instantáneo universo mezclando sucesivamente un
repertorio de convenciones. Como en el caso de Pierre
Menard, el gran autor no puede sino durar más en su fracaso
que el chapucero presuntuoso y entusiasta. Sin embargo, El
Aleph aún reserva otras lecciones: por ejemplo, que el
infinito se anuda sin prosopopeya en cualquier polvoriento y
desdeñado rincón de lo cotidiano, o que si se cumpliera nuestro anhelo de abarcar contemplativamente cuanto existe
no por ello quedaríamos menos inermes ni nostálgicos ante
ese dato irremediable... Desde luego, no son precisas estas
interpretaciones ni tantas otras posibles para disfrutar del
encanto ligero y hondo del relato, que –a modo del buen
vino– acaricia el paladar a su paso y luego deja un regusto
aromático y persistente.
También apetece volver sobre otras historias, como La
lotería en Babilonia y su descripción de una sociedad –que
conocemos demasiado bien, a fin de cuentas– en la que todos
pugnan insensatamente por obtener recompensas y rehuir
castigos no menos arbitrarios, dictados por una conspiración
inasible que vincula sin remedio los deseos con el azar. Quizá
se refería a algo semejante Diderot, cuando aludió dos siglos
antes al mundo como “un vasto garito donde he pasado
sesenta años, con el cubilete en la mano, tesseras agitans
(sacudiendo los dados)”. En La muerte y la brújula se ofrece
al lector algo así como la sublimación de una narración
detectivesca, que lleva al límite la hermandad enigmática
entre el asesino y el sabueso que le persigue, dos caras de un
mismo destino. O Funes el memorioso, otra de las
predilectas, que consigue el difícil triunfo de ser una
parábola inolvidable sobre la memoria y también el retrato
de alguien que, como el rey Midas, es privilegiado con un don
aparentemente envidiable que le sume en una inhumana
desventura (algo que se repite de modo distinto en El
inmortal). Uno de los relatos más sutiles y mejor
ambientados es La busca de Averroes, que describe la
ocasional pero infranqueable impotencia de un sabio para
conocer algo que otros, por gratuitas circunstancias, tienen al
alcance de la mano. Al recrear a su Averroes, histórica y
geográficamente incapacitado para comprender el teatro,
seguramente Borges se acordó del poeta latino Horacio, que
inventó cisnes negros como ejemplo de lo imposible sin saber
que en ese mismo momento eran aves familiares para los
nativos de la ignota Australia. En La secta del fénix –
estupendo ejemplo de understatement irónico a la inglesa
que debe hacer las delicias de los psicoanalistas obstinados en husmear los calzoncillos del poeta– describe con aire
misterioso los procedimientos de una secta cuya sede es el
mundo entero y cuyo único dogma consiste en la iniciación en
un ritual aparentemente trivial o grotesco, pero que sella
para siempre la vida del iniciado: nunca nombra, claro, que
tal ceremonia no es sino la cópula carnal. En fin, es ocioso
prolongar este florilegio porque cada lector tendrá sin duda
sus propios favoritos en ese puñado de inteligentes delicias.
Los ensayos de Otras inquisiciones (una antología de lo
mejor que había publicado hasta la fecha en el género,
compilada con la ayuda del exquisito José Blanco, secretario
de redacción de la revista Sur) y los poemas de El hacedor
muestran también en su mayoría una plenitud creadora
semejante. En uno de los primeros, el dedicado a Oscar
Wilde, constata: “Leyendo y releyendo, a lo largo de los años,
a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen
haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental
de que Wilde, casi siempre, tiene razón”. Algo semejante
podríamos afirmar sin reticencias del Borges ensayista:
deslumbrados por su estilo concentrado y epigramático, por
su complacencia en un humorismo tajante y en una erudición
de meandros caprichosos, por una adjetivación cuya
precisión –buscada, no rebuscada– se convierte en
desconcertante originalidad, los entusiastas olvidan
frecuentemente en sus comentarios el fundamental acierto
de la mayoría de los de Borges. Es caprichoso en sus
intereses, pero nunca gratuito o inconsecuente en sus
razonamientos. Incluso cuando parece más chocante, merece
la pena atenderle porque acabamos por concordar con él,
como por ejemplo cuando subraya que al jocundo Chesterton
le subyace un espanto mayor que al inquietante y opresivo
Kafka.
Jamás consiente en prodigar malhumoradas boutades,
como las que por lo visto tanto entretienen a Nabokov en sus
comentarios sobre literatura. Como nunca ha leído por
obligación, es más propenso al elogio que al denuesto y
cultiva la admiración, esa virtud que brota de lo admirable
que pueda haber en nosotros, sin dejar por ello de aplicar ocasionalmente algún desdén inmisericorde y atinado. Pero
como es un lector finísimo, la admiración por un autor no
llega a nublar la perspicacia con que descubre sus
mecanismos expresivos o la recurrencia obsesiva de sus
temas de fondo. No sólo se preocupa de lo que un escritor o
pensador dice, sino sobre todo de lo que nos dice, es decir, de
la interacción que suscita con quienes lo leen. Su mejor arte
estriba en leer de manera inusual, descentrada, a esos
autores sobre los que ya estamos acostumbrados a discursos
definitivamente acuñados: opera un sutil cambio de
perspectiva –como el que propone al final de Pierre Menard–
que no descarta leer obras de filosofía como si perteneciesen
al género fantástico o las obras de Agatha Christie como si
hubieran sido escritas por santo Tomás de Aquino. Sobre
todo es un incomparable espoleador del instinto literario, por
lo que sus notas despiertan invariablemente el apetito de
leer, sea al autor comentado o a otros, pero sin limitarse
nunca a revertir obscenamente en la celebración de sí mismo:
a diferencia de otros grandes de la literatura que lo son
también del egotismo, su voz contagiosa es
permanentemente transitiva, nunca conminatoriamente
autorreferencial. Y sin embargo su forma de leer está
íntimamente ligada con su tarea de escritor: pese a su
explícita y falsamente humilde preferencia por la lectura
frente a la escritura, nunca es tan enconadamente escritor
como cuando consigna y subraya lo que lee.
Sus poemas de El hacedor optan ya en la mayoría de los
casos por la rima y un cierto aire conservador, explícito y
articulado, que le separan definitivamente del
descoyuntamiento verbal o la elipsis llevada hasta el enigma
que caracterizan gran parte de la poesía contemporánea.
Descarta definitivamente las orgías jeroglíficas y el prestigio
alálico del espontaneísmo automático. Así consigue algunos
de sus mejores sonetos, como los dos de Ajedrez o Blind Pew,
aunque todavía no suele componerlos al modo
shakespeariano, es decir, concluidos en pareado. El otro tigre
es su más bello homenaje al listado felino que fue durante
toda su vida el emblema zoológico de su particular mitología; pero también es una reiteración de uno de sus temas
centrales tanto en verso como en prosa, la persecución
inacabable mediante palabras de esa realidad que siempre
transcurre, inasible y magnífica, allá donde los símbolos no
alcanzan:
... Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.
Quizá sin embargo la página más notable de El hacedor
no sea un poema sino la prosa perpleja de Borges y yo, en la
que transcribe su extrañeza y su incomodidad ante el
hombre público, el estereotipo literario en que se ha ido
gradualmente convirtiendo (y que aún deberá
monumentalizarse mucho más con los años). El escritor
compone un texto que quizá nunca le pertenece del todo, que
se debe a la función poética del lenguaje mismo o a la
tradición artística, pero ese texto a su vez se convierte en
pedestal de una figura enfática, el Autor (¿el Hacedor?),
destinado a sobrevivir exento al atribulado ser humano que
comparte su nombre y que se borrará definitivamente al
apagarse su intimidad sin huellas. Incluso esa protesta –
magistral en su brevedad– sabe Borges que una vez escrita
dejará inmediatamente de pertenecerle para anotarse en el
acervo del “otro”. Durante los años de la dictadura peronista,
pese a estar preterido por las instituciones oficiales (como ya
mencionamos su madre y su hermana llegaron a ser
detenidas por repartir propaganda contra el régimen), el
prestigio de Borges se consolida definitivamente. En 1950 es
nombrado por tres años presidente de la Sociedad Argentina
de Escritores, una corporación notoriamente antiperonista, y
al final de ese período aparece el primer volumen de sus
Obras completas que comienza a publicar Emecé. No se
dedica a conejos ni a gallinas para ganarse el sustento, sino
que ocupa la cátedra de literatura inglesa en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y también en el Colegio Libre
de Estudios Superiores. Por esta época comienza a
interesarse por la antigua literatura anglosajona, interés que
luego le llevará al estudio del anglosajón y cuyo primer fruto
es la publicación –en 1951 y en el Fondo de Cultura
Económica de México– del libro después ampliado Antiguas
literaturas germánicas, en colaboración con Delia Ingenieros.
Por supuesto, su primacía en las letras argentinas y su
incipiente proyección internacional no dejan de atraerle
virulentos antagonismos. H. A. Murena (cuyo nombre,
paradójicamente, está ligado para muchos españoles de mi
generación al descubrimiento de Walter Benjamín y de la
Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer, en sus
traducciones editadas por Sur) volvió a atacar en la revista
de Victoria Ocampo el cosmopolitismo borgiano. Al mismo
tiempo, una piara mafiosa de profesores celtibéricos
obstaculiza la invitación a dictar un curso en Estados Unidos
que le ha cursado el Wellesley College, tachándolo de ser “un
enemigo profesional de la literatura española”. Aun en los
casos raros y dichosos en que no se convierten en pretexto de
crímenes, todos los nacionalismos son siempre una escuela
de estupidez. El propio Borges se refirió una vez a “ciertas
vanidades raciales que todos oscuramente poseen, sobre todo
los tontos y los maleantes”. Tontos o maleantes: la mayoría
de los nacionalistas que he conocido se encuadran en una de
estas categorías y a menudo en ambas.
En septiembre de 1955, un levantamiento cívico-militar
derroca al general Perón, que se exilia en Paraguay antes de
refugiarse durante largos años en Madrid, bajo el manto de
Franco. Al mes siguiente, el nuevo gobierno nombra a Borges
director de la Biblioteca Nacional. Pero también por entonces
fracasa su última operación ocular y los médicos le prohíben
leer y escribir, tratando de no agravar definitivamente su ya
casi total ceguera. Ahora Borges se encuentra al frente de la
Gran Casa de Todos los Libros y precisamente ahora se ve
imposibilitado de disfrutarlos, destino paradójico que ya
correspondió antes que a él a otros dos directores de la
misma institución, José Mármol y el argentino de origen francés Paul Groussac (a cuya obra dedicará un ensayo
penetrante y condescendiente). Es entonces cuando dicta
Borges su Poema de los dones, que famosamente empieza así:
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche...
El inmenso tesoro que tanta felicidad ha sabido
proporcionarle deberá quedar ahora “intacto y secreto” de
veras. Empieza el momento gratificante de la memoria.
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