19 feb 2020
Juan José Saer - El asesino
a Alberto Nícoli
Cerró la puerta y permaneció apoyado sobre ella, de espaldas, con las manos agarradas todavía al picaporte. Acababa de llegar de la calle y me miró largamente primero, esbozó una sonrisa como de alivio, y suspiró con lentitud y pesadumbre, como si hubiera venido exclusivamente a hacer todo eso. Rey era alto y corpulento y el liviano traje de hilo tostado que vestía era demasiado amplio y le colgaba de los anchos hombros. Se hallaba entre excitado y melancólico y hacía gestos como de asombro sin pronunciar una palabra como si una fuerte conmoción lo aturdiera sin desesperarlo, sorprendiéndolo desde un ángulo exclusivamente intelectual. Siempre había sido sereno, silencioso, casi huraño. Tenía treinta años o un poco menos y había escrito una novela que nunca publicó. Últimamente no hacía nada, salvo vagar constantemente por la ciudad («la bendita ciudad de porquería», como él decía) emborracharse de vez en cuando en cafetines de la zona del puerto, y hablar mal de la literatura. Entre sus círculos viciosos figuraba hacerme una visita de vez en cuando. Arrimó una silla y la colocó frente al escritorio, donde yo me hallaba trabajando.
—Me hizo pasar tu mujer —dijo mientras se sentaba—. Dame un cigarrillo.
Se lo di y él lo encendió, sacudió el fósforo y miró largamente la biblioteca.
—Estoy asombrado —dijo. Miró nuevamente la biblioteca, echó el humo, miró el techo, distraído, y después me clavó la mirada—. Acabo de matar a alguien —dijo.
Temblé un poco, interiormente. Él volvió a recorrer la habitación con la mirada.
—¿No hay un poco de ginebra? —dijo.
—Sí —dije—. Seguramente. —Sonreí—. ¿A quién?
Me miró fijamente y después observó con mucha atención algo que se hallaba detrás mío, con un interés casi científico. Yo sabía, creía saber que no estaba mintiendo.
—Marcos —me dijo—. A una muchacha. No sé cómo se llama. ¿Qué hora es?
—Las once y media.
—Fue a eso de las diez. La encontré en el ómnibus. La invité a bajar y lo hizo. La llevé al parque sur. Le di unos besos y después la estrangulé y la dejé abandonada ahí mismo. Se le salió un zapato. Estaba muy oscuro. No alcanzó a decir una palabra. ¿Habrá algo para comer? No he cenado.
Bajó los ojos y vio cómo temblaba mi cigarrillo pero no hizo comentarios. Yo decidí apagar el cigarrillo y ponerme de pie.
—Rey —le dije—. Una vez viniste a decirme: «Fui a un negocio y cuando el dueño se descuidó, abrí la caja y me llevé todo lo que había adentro». Yo te contesté que no me importaba.
—¿Qué me interesa a mí lo que a vos te importa? —dijo él, con aire taciturno, como pensando en otra cosa.
—¿Es cierto?
—Totalmente.
Mi mujer entró en ese momento. A ella le gustaba Rey. Lo trataba como a un hermano menor, como a un hijo, y le encontraba talento, aun para el escándalo. Le daba todos los gustos y se sentía encantada con todo lo que él hacía.
—Clarita —dijo Rey a boca de jarro, con una expresión tan particular que mi mujer creyó que estaba enojado conmigo—. ¿No me traerías un poco de queso y un vaso de soda fría?
A veces Rey me echaba en cara mi manera de ser, porque decía que a mí me importaba demasiado ser judío; decía que para poder comportarme tan naturalmente como si no lo fuera, siempre, tenía que tener siempre presente que lo era. Clarita salió nuevamente de la biblioteca, encantada con lo de Rey. Él se volvió hacia mí, siempre con su aire distraído.
—Como Raskolnikov —dijo—. Como Erdosaín. Como Christmas.
Hubo un cierto relampagueo en sus ojos.
—¿Vas a denunciarme? —preguntó con leve curiosidad.
Me moví un poco sobre la silla. Dudé. Necesitaba que me explicara.
—No —dije—. ¿Lo hiciste para jugar al ajedrez con la policía?
—Lo hice para establecer una escala adecuada que atribuya una medida a mi indiferencia —dijo con un aire sombrío.
—¿Qué comedia es ésta? —pregunté, exasperado. A ratos creía que decía la verdad, pero a ratos creía que estaba mintiendo. Él permanecía indiferente, distraído, remoto, y tal vez un poco melancólico.
—Voy a escribir una novela —dijo vagamente.
Nunca había hablado de escribir en los últimos dos años.
—Yo estaba como enfriado, como esos motores. Puse los dedos sobre el cuello y sentí como un fulgor de movimiento en mi interior. Cuando aflojé los dedos, era otro; había decidido escribir, como si el tiempo que duró mi cri… —se volvió bruscamente al oír la puerta. Clara entró con una fuente sobre la que traía una botella de vino blanco, jamón, masitas de agua, y paté de foie. El vino estaba helado.
—Al César lo que es del César —dijo Clara riendo. Rey se llamaba César.
—Hay demasiado poder en mi nombre —dijo Rey—. Demasiado.
Clara reía.
—Clara —dije—. Es mejor que salgas. Lo lamento. Rey y yo…
—¿Por qué? —intercedió él—. Marcos no quiere que sepas que acabo de estrangular a una mujer.
Clara abrió un poco los ojos y la boca y después se echó a reír, poniéndose una mano en el pecho.
—¡Qué bueno! ¡Qué bueno! —dijo—. ¿Así que Rey…? ¡Qué bueno!
—Clara.
Ella dejó de reírse.
—Lo ha hecho. En serio —dije.
Le saltaron las lágrimas. Quedó boquiabierta.
—¿Qué? —dijo.
—La maté —dijo Rey con cierta petulancia. Se miró las manos—. Con estas manos. Como Raskolnikov; pero yo no soy tan estúpido como él. Yo no voy a darme dique en los salones por eso. Nadie va a saberlo, salvo ustedes. No sé si no lo hice para tener algo que contarles. Ella estaba parada en una esquina y me miró un poco provocativamente y yo me acerqué y ella me propuso algo por cierta suma y entonces…
Dejé de escucharlo. Estaba mintiendo, como un loco. ¿Por qué diablos venía con esas historias? Clara sufría y lagrimeaba y él se había posesionado de su relato, hasta el punto que se paró y comenzó a reconstruir los hechos que, por supuesto, no coincidían con los que me había contado a mí.
—No le hagas caso —dije—. Te está tomando el pelo.
—Oh —dijo Clara, un poco molesta.
—Así es —dijo Rey satisfecho—. Me estaba riendo de ustedes.
—Es un imaginativo y un vago —dijo Clara.
Rey suspiró.
—Lo soy, no cabe duda, pero no tanto —dijo—. La muchacha existe en realidad. La vi desde el café mientras seducía a un estudiante. Después vi cómo se alejaban juntos. Pensé seguirlos y asesinarlos. Temblé un poco. Lo juro. Después me pareció ridículo, fuera de mis posibilidades. Dame vino. Lo pensé con todas mis fuerzas: ir por detrás de ellos y matarlos. ¿Es un crimen acaso?
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