Denis Johnson - Accidente durante el autostop

19 feb 2020

Denis Johnson - Accidente durante el autostop

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Denis Johnson - Accidente durante el autostop


Un vendedor que compartía su botella y perdió el control del auto al quedarse dormido… Un cheroqui lleno de bourbon… Un VW que ya no era más que una burbuja de humo de hachís capitaneado por un estudiante de universidad.

Y una familia de Marshalltown que se estrelló y mató para siempre a un hombre que salía de Bethany, Missouri, con rumbo oeste.

… Me levanté empapado por haber dormido bajo la lluvia torrencial, algo menos que consciente, gracias a la primera de las tres personas que ya he nombrado —el vendedor y el indio y el estudiante—, esas tres personas que me habían dado drogas. Yo esperaba al comienzo de la rampa de entrada a la autopista sin esperanza alguna de conseguir que alguien me recogiera. ¿Qué sentido tenía siquiera el enrollar mi saco de dormir si yo estaba demasiado mojado como para que alguien me permitiera subir a su auto? Me lo puse como si fuera una capa. El temporal rompía en el asfalto y borboteaba en la cuneta. Mis pensamientos zumbaban lastimosamente. El vendedor me había dado unas pastillas que parecían haberme arrancado el revestimiento de las venas. Me dolía la mandíbula. Conocía a cada gota de lluvia por su nombre. Intuía cada cosa antes de que ocurriera. Sabía que un determinado Oldsmobile se detendría a recogerme antes de que amainara la lluvia, y por las dulces voces de la familia que viajaba dentro supe también que tendríamos un accidente durante la tormenta.

No me importó. Dijeron que me llevarían hasta donde yo quería ir.

El hombre y su esposa pusieron a la niña junto a ellos en el asiento delantero y dejaron en el de atrás al bebé conmigo y con mi saco chorreando agua.

—No te voy a llevar muy rápido a ninguna parte —dijo el hombre—. Traigo a mi mujer y a mis hijos, así que…

Ustedes son los elegidos, pensé. Y apoyé el saco de dormir contra la puerta de la izquierda y lo usé como almohada, para dormir allí, sin importarme si iba a morir o a sobrevivir. El bebé dormía feliz a mi lado en el asiento. Debía de tener unos nueve meses.

… Pero, antes de todo esto, aquella tarde, el vendedor y yo nos deslizábamos hacia Kansas City en su auto de lujo. Habíamos desarrollado una peligrosa y cínica camaradería desde Texas, donde me había recogido. Nos tragamos su frasco de anfetaminas y de vez en cuando dejábamos la autopista interestatal para comprar una botellita de Canadian Club y una bolsa de hielo. Su auto tenía esos reposavasos cilindricos de cristal en cada una de las puertas y estaba tapizado en cuero blanco. Me dijo que me iba a llevar a pasar la noche en su casa y con su familia, pero primero quería hacer un alto en casa de una mujer conocida suya.

Salimos de la autopista bajo esas nubes tan Medio Oeste que parecen enormes cerebros grises y, con la sensación de que íbamos a la deriva, nos sumergimos en la hora punta de Kansas City sintiendo que llegábamos a una orilla. Tan pronto aminoramos la marcha, toda esa magia de viajar juntos se extinguió. Empezó a hablar sin pausa sobre su amiga.

—Me gusta esta chica, creo que amo a esta chica… pero tengo una esposa y dos hijos y eso equivale a ciertas obligaciones. Y por encima de todas las cosas, yo amo a mi mujer. Tengo el don del amor. Amo a mis chicos. Amo a todos mis parientes.

Mientras el vendedor no paraba de hablar, yo me sentí triste y abandonado.

—Tengo un bote de quince metros de largo. Tengo dos coches. En el jardín de atrás tengo espacio para una piscina.

Encontró a su amiga en el trabajo. Estaba a cargo de una tienda de muebles, y yo lo perdí a él ahí dentro.

Las nubes no se movieron hasta la noche. Entonces, en la oscuridad, no pude ver cómo se iba organizando la tormenta. El conductor del Volkswagen, un estudiante de universidad, el que me llenó la cabeza con todo ese hachís, me dejó más allá de los límites de la ciudad justo cuando empezaba a llover.

Más allá de todas las anfetaminas que había tragado, yo estaba lo suficientemente cansado como para no poder mantenerme de pie. Me acosté en el césped junto a la rampa de salida y me desperté en medio de un charco que se había formado a mi alrededor.

Y más tarde, como ya he dicho, me dormí en el asiento trasero mientras el Oldsmobile —el de la familia de Marshalltown— se zambullía bajo la lluvia. Y aun así soñé que podía ver a través de mis párpados y que mi pulso era el que marcaba cada uno de los segundos del tiempo. La interestatal que cruzaba la parte oeste de Missouri era, por aquellos tiempos, en su mayor parte, nada más que una carretera de doble sentido. Cuando un camión pequeño vino hacia nosotros y pasó a nuestro lado nos perdimos dentro de una ola enceguecedora y en una batalla de sonidos similar a aquello que nos asalta cuando entramos a un túnel de lavado automático. Los limpiaparabrisas subían y bajaban por el cristal sin conseguir gran cosa. Yo estaba agotado y, al cabo de una hora, dormía más profundamente.

Yo había sabido desde el principio lo que iba a ocurrir. Pero el hombre y la mujer me despertaron más tarde, negándolo con furia.

—¡Oh… no!

—¡No!

Fui arrojado contra la parte de atrás de su asiento con tanta fuerza que se rompió. Rebotaba en una y otra dirección. Un líquido que supe de inmediato que no podía ser sino sangre humana volaba por el interior del auto y acabó lloviendo sobre mi cabeza. Cuando todo hubo terminado yo estaba otra vez en el asiento trasero. Me levanté y miré a mi alrededor. Nuestras luces se habían apagado. El radiador siseaba con fuerza. Era lo único que oía. Hasta donde podía ver, yo era el único que estaba consciente. Mientras mis ojos se adaptaban a la penumbra vi que el bebé yacía sobre su espalda y a mi lado como si nada hubiera ocurrido. Sus ojos estaban abiertos y se tocaba las mejillas con sus manitas.

Un minuto después, el conductor, que estaba apoyado sobre el volante, se enderezó y nos miró a los dos. Su rostro estaba golpeado y oscuro de sangre. Mirarlo hacía que me doliesen los dientes; pero cuando por fin habló tuve la impresión de que ninguno de sus dientes estaba roto.

—¿Qué pasó?

—Hemos tenido un accidente —dijo.

—El bebé está bien —dije, aunque no tenía la menor idea de cuál era el estado del bebé.

El hombre se volvió hacia su mujer.

—Janice —dijo—. ¡Janice, Janice!

—¿Está bien?

—¡Está muerta! —dijo sacudiéndola con furia.

—No, no lo está. —Yo ya estaba listo para negar todo lo que hubiera que negar.

La hijita estaba viva, pero había perdido el conocimiento. Sollozaba entre sueños. Pero el hombre continuó sacudiendo a su esposa.

—¡Janice! —aulló.

Su esposa gimió.

—No está muerta —dije arrastrándome fuera del auto para después alejarme corriendo.

—No se va a despertar —le oí decir.

Yo estaba allí, en la noche, por algún motivo, con el bebé en mis brazos. Supongo que seguía lloviendo, pero no recuerdo nada del tiempo que hacía. Habíamos chocado con otro coche en lo que ahora me daba cuenta que era un puente de doble sentido. El agua que corría por debajo de nosotros era invisible en la oscuridad.

Mientras me acercaba al otro vehículo comencé a oír unos ronquidos crujientes y metálicos. Alguien había salido disparado a medias por la ventanilla de la puerta delantera, del lado del pasajero, y ahí estaba, en una postura como la de alguien colgado de un trapecio cabeza abajo y por las rodillas. El auto había sido golpeado de costado y aplastado hasta un punto en que ya no quedaba espacio dentro ni para las piernas de esta persona, por no hablar de un conductor o cualquier otro pasajero. Me limité a pasar por su lado y continuar.

Las luces de unos faros se acercaban desde la distancia. Me dirigí hacia el puente haciendo señas con un brazo y sosteniendo al bebé con el otro contra mi hombro.

Era un gran tráiler que iba pulverizando sus frenos a medida que perdía velocidad. El conductor bajó el cristal de su ventanilla y yo le grité:

—Ha habido un accidente. Vaya a buscar ayuda.

—No puedo dar la vuelta aquí —dijo.

Nos permitió subir a mí y al bebé y nos sentamos junto a él, y ahí nos quedamos, en la cabina del camión, mirando los restos de los autos iluminados por las luces de los faros.

Se sirvió una taza de café de un termo y las apagó, dejando encendidas solo las luces de posición.

—¿Qué hora es?

—Oh, son más o menos las tres y cuarto —dijo.

Su actitud parecía indicar que no pensaba hacer gran cosa acerca de lo sucedido. Eso me alivió e hizo que se me saltasen las lágrimas. Pensé en que se suponía que yo debía hacer algo, pero no había querido averiguar el qué.

Cuando otro auto apareció acercándose a nosotros, pensé que tal vez debería detenerlo y hablarles.

—¿Puede quedarse con el bebé?

—Mejor que te lo quedes tú —me dijo el conductor del camión—. Es un niño, ¿no?

—Bueno, eso parece —dije.

El hombre que colgaba del auto destrozado todavía estaba vivo cuando volví a pasar junto a él y me detuve, aceptando un poco más la idea de lo mal que estaba el tipo y de que yo ya no podía hacer nada por él. Roncaba fuerte y obscenamente. La sangre le salía burbujeando por la boca cada vez que respiraba. No iba a respirar muchas veces más. Yo lo sabía, pero él no, y así fue como pude vislumbrar algo dentro de esa gran lástima que acaba siendo la vida de cualquier persona sobre esta tierra. No me refiero al hecho de que todos acabemos muriendo, esa no es la gran lástima. Me refiero a que él ya no podía contarme lo que estaba soñando y yo ya no podía decirle lo que era real.

No pasó mucho tiempo hasta que ambos extremos del puente se llenaron de autos y de faros encendidos, rodeando a los despojos humeantes de una atmósfera parecida a la de esos partidos nocturnos. Las ambulancias y los coches patrulla se abrían paso y sus colores latían en el aire. No hablé con nadie. Mi secreto era que en apenas un rato yo había pasado de ser el presidente de esta tragedia a convertirme en uno de los muchos curiosos que contemplaba el sangriento desastre. En algún momento, alguien le dijo a uno de los oficiales que yo era uno de los pasajeros y este se acercó a tomarme declaración. No recuerdo nada de lo que hablamos, salvo que en cierto momento me dijo: «Apaga el cigarrillo». Interrumpimos nuestra conversación para mirar cómo metían al hombre agonizante dentro de una ambulancia. Todavía estaba vivo, todavía soñaba obscenamente. La sangre se le escapaba como en cuerdas. Sus rodillas se sacudían y su cabeza hacía un ruido de sonajero.

No había ningún problema conmigo, y yo no había visto nada, pero de todos modos el policía tenía que interrogarme y llevarme a un hospital. De camino alguien le avisó por radio de que el hombre había muerto nada más pasar bajo el toldo de la entrada a la sala de urgencias.

Yo me quedé en el pasillo de embaldosado con mi saco de dormir empapado y apoyado contra una pared, conversando con un hombre de la funeraria local.

El doctor se acercó para decirme que era mejor que me hiciera una radiografía.

—No.

—Ahora es el mejor momento. Si aparece algo más tarde…

—No me sucede nada malo.

Por el pasillo venía su mujer. Era gloriosa, abrasadora. No sabía todavía que su marido estaba muerto. Nosotros sí lo sabíamos. Eso era lo que le daba a ella tal poder sobre nuestras personas. El doctor se la llevó a una habitación con escritorio al final del pasillo y, por debajo de la puerta cerrada, una tajada de luminosidad irradiaba hacia el exterior como si, gracias a un proceso maravilloso, allí dentro se estuvieran incinerando diamantes. ¡Qué par de pulmones! Chillaba como yo imaginaba que chillaría un águila. ¡Me sentí tan feliz de estar vivo para poder oírla! Yo, que había buscado esa sensación por todas partes.

—No me sucede nada malo.

Me sorprendió pronunciar estas palabras. Pero mi tendencia siempre ha sido mentirle a los médicos, como si la buena salud dependiera exclusivamente de la habilidad de uno para engañarlos.

Algunos años después, una vez que fui admitido en el ala de desintoxicación del Hospital General de Seattle, utilicé la misma estrategia.

—¿Oye algún tipo de sonidos o voces fuera de lo normal? —preguntó el doctor.

«Ayúdanos, oh, Dios, cómo duele», gritaban las cajas de algodón.

—No exactamente —dije.

—No exactamente —dijo—. ¿Qué quiere decir con eso?

—No estoy preparado para explayarme sobre ese tema —dije.

Un ave amarilla aleteaba junto a mi rostro, y mis músculos quisieron atraparla. Ahora yo chapoteaba como un pez. Cuando cerré los ojos con fuerza, unas lágrimas calientes estallaron desde el interior de las cuencas. Cuando volví a abrirlos, estaba tendido sobre el estómago.

—¿Por qué la habitación se ha vuelto tan blanca? —pregunté.

Una hermosa enfermera tocaba mi piel.

—Son vitaminas —dijo, y hundió la aguja.

Llovía. Helechos gigantes se inclinaban sobre nosotros. El bosque se deslizaba por una colina. Podía oír un arroyo correr entre las piedras. Y ustedes, ustedes, gente ridícula, ustedes esperaban que yo les ayudase.

En Hijo de Jesús

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