Toni Morrison - Dulzura

18 ene 2020

Toni Morrison - Dulzura

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Toni Morrison - Dulzura


No es mi culpa, así que no pueden culparme. Yo no hice nada y no tengo idea de cómo pasó. Me tomó menos de una hora darme cuenta de que algo andaba mal. Muy mal. Era tan negra que me dio miedo. Negro medianoche, negro sudanés. Mi piel es clara, tengo buen pelo, soy lo que llaman “cobriza”, lo mismo que el padre de Lula Ann. No hay nadie en mi familia que se acerque a ese color. La brea es lo más parecido que se me ocurre. Pero su pelo no va con la piel. Es diferente –liso, pero con rizos, como el de esas tribus desnudas de Australia–. Podrían pensar que es cuestión de herencia, ¿pero herencia de quién? Deberían haber visto a mi abuela: pasaba por blanca. Se casó con un blanco y no le volvió a dirigir la palabra a ninguna de sus hijas. Todas las cartas que recibía de mi madre o mis tías las devolvía enseguida, sin abrir. Finalmente, entendieron el mensaje de “no más mensajes”, y la dejaron tranquila. Casi cualquier mulato o cuarterón hacía eso en aquella época (si tenía el pelo adecuado). ¿Se imaginan cuántos blancos andan por ahí con sangre de negro escondida en sus venas? Adivinen. Escuché que un veinte por ciento. Mi propia madre, Lula Mae, podría haber pasado por una fácilmente, pero decidió no hacerlo. Me contaba el precio que pagó por esa decisión. Cuando fue con mi padre al juzgado para casarse había dos Biblias, y ellos tuvieron que poner la mano en la que estaba reservada para los negros. La otra era para manos blancas. ¡La Biblia! ¿Pueden creerlo? Mi madre era empleada en la casa de una pareja rica de blancos. Se comían todo lo que les preparaba, insistían en que les restregara la espalda cuando se metían a la bañera, y solo Dios sabe qué otras cosas íntimas la ponían a hacer, pero no podían tocar la misma Biblia.

Puede que alguno de ustedes piense que está mal separarnos por tonos de piel (entre más claro mejor) en clubes sociales, barrios, iglesias, hermandades, incluso escuelas segregadas. ¿Pero de qué otra forma podríamos aferrarnos a un poco de dignidad? ¿De qué otra forma podríamos evitar que nos escupan en una farmacia, recibir un codazo en la parada del bus, tener que caminar por la zanja para dejar a los blancos todo el andén, que en la tienda nos cobren un centavo por una bolsa de papel que es gratis para los clientes blancos? Sin mencionar los insultos. Yo supe de todo aquello y mucho, mucho más. Pero, gracias al tono de su piel, a mi madre no le impedían probarse un sombrero o usar el baño de damas en un almacén. Y mi padre podía probarse unos zapatos en la parte delantera de la zapatería en vez de la trastienda. Aun muriéndose de sed, ninguno de los dos se hubiera permitido tomar agua de una fuente “solo para gente de color”.

Odio decirlo, pero sentí vergüenza de Lula Ann desde el comienzo, en la sala de maternidad. Su piel era pálida, como la de todos los bebés al nacer (incluso los africanos), pero cambió rápidamente. Pensé que me estaba volviendo loca cuando se puso azul oscura frente a mis ojos. Sé que enloquecí por un momento porque, solo por unos segundos, puse una manta sobre su cabeza y presioné. Pero no pude hacerlo, no importa cuánto hubiera querido que ella no naciera con ese terrible color. Incluso se me ocurrió dejarla en algún orfanato. Pero temí ser uno de esos monstruos que dejan a sus bebés en las escaleras de una iglesia. Hace poco escuché de una pareja en Alemania (ambos blancos como la nieve) que tuvo un hijo de piel oscura que nadie pudo explicar. Gemelos, creo, uno blanco y uno negro. Pero no sé si es cierto. Lo que sé es que para mí amamantarla era como tener un pigmeo succionando mi pezón. Pasé a darle tetero apenas volví a la casa.

Mi esposo Louis es maletero, y cuando regresó de las vías me miró como si en serio me hubiera vuelto loca, y miró a la bebé como si viniera de Júpiter. No era hombre de decir groserías, así que cuando dijo “Maldita sea, ¿qué demonios es eso?”, supe que estábamos en problemas. Esa fue la razón, lo que comenzó las peleas entre nosotros. Rompió nuestro matrimonio en pedazos. Habíamos tenido tres buenos años, pero cuando ella nació él me echó la culpa, y trataba a Lula Ann como si fuera una intrusa, o mucho peor, una enemiga. Nunca la tocó.

No pude convencerlo de que jamás, jamás me había metido con otro hombre. Estaba rotundamente seguro de que le estaba mintiendo. Discutíamos y discutíamos hasta que le dije que esa negrura tenía que provenir de su familia, no de la mía. Ahí fue que todo se puso peor, tan mal, que simplemente se paró y se fue, y yo tuve que buscar un lugar más barato donde vivir. Hice lo mejor que pude. No era tan ingenua como para llevarla conmigo cuando me entrevistaban los arrendadores, así que la dejaba con una prima adolescente para que la cuidara. De todas formas, no la sacaba mucho, porque cuando la paseaba en el coche la gente se agachaba para mirar y decir algo lindo pero enseguida saltaban hacia atrás y arrugaban la frente. Eso dolía. Si los colores de nuestra piel se invirtieran, hubieran creído que yo era su niñera. Para una mujer de color –incluso siendo cobriza– ya era bastante difícil rentar algo en un lugar decente de la ciudad. En los noventa, cuando Lula Ann nació, la ley prohibía discriminar a los arrendatarios, pero pocos propietarios le prestaban atención. Se inventaban razones para excluirte. Sin embargo, tuve suerte con el señor Leigh, aunque sé que le aumentó siete dólares al precio que pedía en el anuncio y le daba un ataque si te retrasabas un minuto con el pago del alquiler.
Le dije que me llamara “Dulzura” en vez de “madre” o “mamá”. Era más seguro así. Era tan negra y tenía esos labios, que me parecían excesivamente gruesos, y si me hubiera dicho “mamá” eso habría confundido a la gente. Además, el color de sus ojos era extraño: negros como un cuervo, con un matiz azulado –había algo de bruja en ellos–.

Así que por un largo rato solo fuimos las dos, y no necesito decirles lo duro que es ser una esposa abandonada. Supongo que Louis se sintió un poquito mal después de dejarnos así porque, unos meses más tarde, averiguó a dónde nos habíamos mudado y empezó a mandarme dinero una vez al mes, aunque yo nunca se lo pedí, ni fui a la Corte para que lo hiciera. Los cincuenta dólares que me enviaba y mi trabajo nocturno nos sacaron a Lula Ann y a mí de la asistencia social. Eso fue bueno. Ojalá dejaran de decirle asistencia social y volvieran a la palabra que usaban cuando mi madre era una niña; en aquel tiempo se llamaba “alivio”. Suena mucho mejor, como si sólo fuera un breve respiro mientras te vuelves a poner en pie. Además, tratar a los empleados de la asistencia social es como recibir un escupitajo. Cuando finalmente encontré trabajo y no los necesité más, estaba ganando más plata de la que ellos habían ganado nunca. Supongo que su tacañería provenía de los suelditos mezquinos que recibían, y por eso nos trataban como mendigas. Sobre todo cuando miraban a Lula Ann, y luego me miraban a mí (como si estuviéramos tratando de hacer trampa o algo así). Las cosas mejoraron, pero todavía debía tener cuidado, mucho cuidado de cómo la educaba. Debía ser estricta, muy estricta. Lula Ann tenía que aprender a comportarse, a agachar la cabeza y no dar problemas. No me importa cuántas veces se cambie el nombre, su color es una cruz que siempre va a cargar. Pero no es mi culpa. No es mi culpa. No lo es.

Pues sí, a veces me siento mal por cómo traté a Lula Ann cuando era pequeña. Pero entiendan: tenía que protegerla. Ella no conocía el mundo. Con esa piel no tenía sentido ser difícil o presumido, incluso si tenías razón. No en un mundo en el que te podían mandar a una correccional por ser impertinente o por pelearte en el colegio; un mundo en el que te contratan de último y te despiden de primero. Ella no sabía nada de eso, ni de que su piel negra asustaría a los blancos, o haría que se rieran de ella y trataran de hacerle bromas pesadas. Una vez vi cómo un niño de un grupo de chicos blancos le hacía zancadilla a una niña que no podía tener más de diez años, cuya piel no estaba ni cerca de ser tan oscura como la de Lula Ann. Y cuando ella se intentó levantar, otro niño le puso un pie sobre la espalda y la tumbó de nuevo. Los chicos se partían de la risa. Mucho después de que se les escapó, algunos seguían con risitas, tan orgullosos de sí mismos. Si no hubiera estado mirando a través de la ventana del bus la habría ayudado, alejándola de esa gentuza blanca. Miren: si no hubiera adiestrado a Lula Ann correctamente, ella no habría sabido que siempre debía cruzar la calle y evitar a los chicos blancos. Pero las lecciones que le di dieron frutos, y a fin de cuentas ahora estoy muy orgullosa.

No fui una mala madre, sépanlo, pero puede que haya lastimado a mi única hija por tener que protegerla. Tenía que hacerlo. Todo por privilegios de piel. Al principio no pude ver a través de todo ese negro para entender quién era ella y simplemente amarla. Pero la amo. En serio que sí. Creo que ella lo entiende ahora. Eso creo.

Las últimas dos veces que la vi, me pareció que estaba… bueno, despampanante. Atrevida y segura de sí misma. Cada vez que me venía a visitar olvidaba lo negra que en realidad era porque ella lo usaba a su favor con hermosas ropas blancas.

Me enseñó algo que debí haber sabido desde siempre. Lo que le haces a un niño es importante. A veces nunca olvidan. Apenas le fue posible, me abandonó en ese horrible apartamento. Se alejó tanto de mí como pudo; se emperifolló y se consiguió un trabajo superimportante en California. Ya no llama, ni me visita. Me manda plata y cosas de vez en cuando, pero no sé hace cuánto no la veo.
Prefiero este lugar, la Casa Winston, a esos grandes y costosos ancianatos en las afueras de la ciudad. El mío es más pequeño, casero, menos costoso, con enfermeras las veinticuatro horas y un doctor que nos visita dos veces por semana. Solo tengo sesenta y tres años –muy joven para andar retirada–, pero resulté con una enfermedad crónica en los huesos, así que es vital un buen cuidado. El aburrimiento es peor que la debilidad o el dolor, pero las enfermeras son adorables. Una me acabó de besar en la mejilla cuando le dije que voy a ser abuela. Su sonrisa y sus felicitaciones fueron como para alguien a punto de ser coronada. Le mostré la nota en papel azul que recibí de Lula Ann –bueno, firmó “La novia”, pero nunca le presto atención–. Sus palabras suenan atolondradas: “Adivina qué D., estoy tan, pero tan feliz de dar esta noticia. Voy a tener un bebé. Estoy muy, muy emocionada, y espero que tú también lo estés”. Supongo que la emoción es por el bebé y no por el padre, porque no lo menciona en absoluto. Me pregunto si es tan negro como ella. Si es así, no necesita preocuparse como lo hice yo. Las cosas han cambiado un tris desde que yo era joven. En televisión, revistas de modas, comerciales, por todos lados hay negros-azules, incluso protagonizando películas.

No hay dirección del remitente en el sobre. Así que supongo que sigo siendo la mala madre, por siempre castigada hasta que muera, por la manera bien intencionada y, de hecho necesaria, como la crié. Sé que me odia. Nuestra relación consiste en que ella me envía dinero. Tengo que admitir que se lo agradezco, porque así no tengo que rogar por cosas extras, como algunos de los otros pacientes. Si quiero un mazo de cartas nuevecito para jugar solitario puedo comprarlo, y no tengo que jugar con el sucio y gastado que hay en el salón. Y puedo comprar mi crema especial para la cara. Pero no me engaño. Sé que la plata que me envía es una forma de mantenerse alejada y acallar el poco de conciencia que aún le queda.

Si sueno amargada, desagradecida, es en parte porque en el fondo hay arrepentimiento. Todas esas pequeñas cosas que no hice o hice mal. Recuerdo la primera vez que le llegó el período y cómo reaccioné. O cómo le gritaba cuando se tropezaba o dejaba caer algo. Es cierto. Me molestaba, incluso me repelía su piel negra cuando nació y al principio pensé en… no. Tengo que alejar esos recuerdos, rápido. No tiene caso. Sé que hice lo mejor para ella dadas las circunstancias. Cuando mi esposo huyó de nosotras, Lula Ann era una carga, y pesada. Pero la llevé bien.

Sí, fui dura con ella, pueden apostarlo. Cuando tenía doce años e iba para trece tuve que ser aún más dura. Andaba respondona, no quería comer lo que le preparaba, se hacía peinados. Yo le trenzaba el pelo, y cuando se iba al colegio ella se lo destrenzaba. No podía dejar que se me dañara. Me planté fuerte y le advertí cómo la llamarían. En todo caso, algo de lo que le enseñé debió pegársele. ¿Ven en qué se convirtió? Una chica rica y con estudios. ¿Qué tal?

Ahora está embarazada. Buena jugada, Lula Ann. Si piensas que la maternidad es puro arrullo, zapatitos y pañales, te espera una gran sorpresa. Bien grande. A ti y al anónimo de tu novio, esposo, amante –lo que sea–. Imagínate, “Oh, ¡un bebé! ¡Cuchi cuchi cu!”.

Ponme atención. Estás a punto de darte cuenta de lo que se necesita, de cómo es el mundo, cómo funciona, y cómo cambia cuando te conviertes en madre.

Buena suerte, y que Dios ayude a la criatura.

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