1 oct 2019
Katherine Mansfield - Su primer baile
Leila hubiera sido incapaz de decir exactamente cuándo empezó el baile. Quizá en rigor su primera pareja ya hubiese sido el coche de alquiler. Y no importaba que lo hubiese compartido con las chicas de Sheridan y su hermano. Se sentó en un rinconcito, un poco apartada, y el brazo en el que apoyó la mano se le antojó la manga del smoking de algún joven desconocido; y así fueron avanzando, mientras casas, farolas, verjas y árboles pasaban bailando por la ventanilla.
—¿Es cierto que no has ido nunca a un baile, Leila? —exclamaron las chicas Sheridan—. Pero, hijita, qué cosa tan sorprendente.
—Nuestro vecino más cercano vivía a quince millas —replicó gentilmente Leila, abriendo y cerrando el abanico.
¡Dios mío, qué difícil era ser distinta a las demás muchachas! Intentó no sonreír demasiado; no preocuparse. Pero todas las cosas resultaban tan nuevas y excitantes… Los nardos de Meg, el largo collar de ámbar de José, la cabecita morena de Maura sobresaliendo por encima de las pieles blancas como una flor que brotase en la nieve. E incluso la impresionó ver a su primo Laurie sacando el papel de seda que cubría el puño de sus guantes nuevos. Le hubiera gustado guardar aquellas tirillas como recuerdo. Laurie se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en la rodilla de Laura.
—Presta atención, hermanita —dijo—. El tercero y el noveno, como siempre. ¿De acuerdo?
¡Oh, qué delicia tener un hermano! En su excitación, Leila sintió que, de haber tenido tiempo, si no hubiese sido completamente imposible, no hubiera podido por menos de llorar por ser hija única y no tener un hermano que pudiese decirle: «Presta atención, hermanita»; ni una hermana que le dijese, como en aquel momento decía Meg a José:
—Nunca te había visto con el pelo tan bien peinado como esta noche.
Pero, naturalmente, no había tiempo. Ya habían llegado ante el salón; tenían una hilera de coches delante y otros muchos detrás. Toda la carretera se hallaba iluminada por luces que giraban como abanicos, y por la calzada cruzaban alegres parejas que parecían flotar por el aire; los zapatitos de raso parecían perseguirse como pájaros.
—Sígueme a mí, Leila: no te vayas a perder —dijo Laura.
—Vamos, chicas, tenéis que ser la sensación del baile —dijo Laurie.
Leila se agarró con dos dedos de la capa de terciopelo rosado de Laura y, sin saber cómo, fueron tragadas por el gentío, y entraron bajo el gran farol dorado, fueron arrastradas por el pasillo, y finalmente se encontraron en el cuartito rotulado como «Señoras». Allí había tantísima gente que casi no había sitio para quitarse las cosas; el bullicio era ensordecedor. Dos largos bancos situados a ambos lados tenían montones de prendas.
Dos mujeres mayores vistiendo blancos delantales corrían de un lado a otro cargando con nuevas ropas. Y todas las mujeres empujaban hacia adelante intentando llegar al pequeño tocador con un espejo situado a un extremo.
Una grande y trémula lámpara de gas iluminaba el guardarropía de las señoras. Ya no podía esperar más; ya estaba bailando. Y cuando la puerta volvió a abrirse y desde el gran salón de baile llegó una ráfaga de compases musicales, hizo una pirueta que casi llegó hasta el techo.
Muchachas rubias y morenas se daban los últimos toques al peinado, volviendo a atar lacitos, metiéndose pañuelos por el escote, alisándose guantes impolutos como marfil. Y como todos reían a Leila le pareció que todas eran muy bonitas.
—¿Por qué no existirán horquillas invisibles? —gritó una voz—. ¡Qué cosa tan curiosa! Nunca he visto una sola horquilla invisible.
—Ponme un poco de polvos en la espalda. Gracias, eres un encanto —exclamaba otra voz más allá.
—Sea como fuere necesito aguja e hilo. Se me han descosido kilómetros y kilómetros de volante —se lamentaba una tercera.
Y en seguida:
—Páselo, páselo, por favor. —Y la canastilla con los programas fue pasando de mano en mano. Una monada de programas, rosados y plateados, con lapiceros rosas y una opulenta borla. Los dedos de Leila se estremecieron al tomar uno de la canastilla. Le hubiera gustado preguntar a alguien: «¿Yo también tengo que tomar uno?», pero sólo tuvo tiempo de leer: «Vals 3. Dos, dos en un bote. Polka 4. Echando las plumas a volar», cuando Meg exclamó:
—¿Estás lista, Leila? —y se fueron abriendo paso por el pasillo atestado de gente hacia las grandes puertas dobles del salón de baile.
El baile todavía no había empezado, pero la orquesta ya había terminado de afinar y el bullicio era tan grande que parecía que cuando empezase a tocar sería imposible oírla. Leila siguió junto a Meg, mirando por encima de sus hombros, y tuvo la impresión que los banderines de colores que ondeaban colgados por todo el techo estaban hablando. Casi se olvidó totalmente de su timidez; olvidó que, a medio vestirse, se había sentado en la cama con un zapato puesto y un pie descalzo y había suplicado a su madre que telefonease a sus primas y les dijese que por fin le resultaba imposible ir. Y aquel anhelo que la había embargado sentada en la terraza de su remota casa de campo, escuchando a las lechuzas recién nacidas piar «buu-buu-buu» a la luz de la luna, se convirtió en una oleada de alegría tan dulce que se hacía difícil soportarla sola. Agarró con fuerza el abanico y, contemplando la pista dorada y reluciente, las azaleas, los farolillos, la plataforma situada a un extremo, con la alfombra roja y las sillas doradas, y la orquesta situada en una esquina, pensó casi sin aliento: «Divino, es sencillamente divino».
Todas las muchachas permanecían agrupadas a un lado de las puertas, y los jóvenes al otro, y las damas vestidas de oscuro sonreían alocadamente y se dirigían con paso cuidadoso hacia la plataforma, cruzando la pista encerada.
—Esta es mi primita Leila. Portaos bien con ella. Y encontradle parejas, está bajo mi amparo —repitió Meg yendo de una muchacha a otra.
Y rostros desconocidos le sonrieron, amistosa, vagamente. Y desconocidas voces respondieron:
—No te preocupes, querida. —Aunque a Leila le pareció que las muchachas en realidad no la veían. Todas miraban hacia los chicos. ¿Por qué no empezaban ellos? ¿A qué esperaban? Porque ya estaban allí, listos, alisándose los guantes, llevándose discretamente la mano al pelo engomado, y sonriendo entre ellos. Y entonces, inesperadamente, como si acabasen de decidir en aquel mismo instante que aquello era precisamente lo que debían hacer, todos avanzaron deslizándose por el parqué. Entre las muchachas se produjo un revoloteo de alegría. Un hombre alto y rubio se acercó corriendo a Meg, le tomó el programa, y escribió algo; Meg se lo pasó a Leila:
—¿Puedo presentársela?
Y el muchacho saludó y sonrió. Luego vino un hombre moreno con un monóculo, y luego primo Laurie con un amigo, y Laura con un individuo bajito y pecoso que llevaba la pajarita torcida. Y más tarde un hombre bastante mayor —gordo, con una buena calva— que le tomó el programa y murmuró:
—¡Déjeme ver, déjeme ver! —y pasó largo rato comparando su programa, repleto de nombres escritos en negro, con el de ella. Al parecer tenía tantas dificultades para encontrar qué baile podían danzar juntos que Leila se sintió avergonzada.
—¡Oh, déjelo estar! —dijo, decidida. Pero en lugar de replicar, el hombrecillo escribió algo y la volvió a mirar:
—¿Había visto anteriormente esta carita sonriente? —preguntó amablemente—. ¿Me era conocida de algún otro baile?
Pero en aquel instante la orquesta empezó a tocar y el hombrecillo desapareció. Y fue llevado por aquella gran ola musical que llegó volando por la pista deslumbrante, disolviéndo los grupos en parejas, separándolos, haciéndoles girar…
Leila había aprendido a bailar en el internado. Todos los sábados por la tarde las internas eran llevadas apresuradamente al local de la misión, un cobertizo cubierto de chapas acanaladas, en donde la señorita Eccles (de Londres) daba sus «selectas» clases. Pero la diferencia entre aquella sala que olía a polvo —con lemas bordados en trozos de tela colgados de las paredes, la pobrecilla mujer atemorizada con una gorra de terciopelo pardo y orejeras de conejo que aporreaba el frío piano, y la señorita Eccles retocando los pies de las chicas con un largo puntero blanco— y ésta era tan impresionante que Leila estaba segura que si no aparecía su pareja y tenía que quedarse escuchando aquella música maravillosa y contemplando cómo los otros evolucionaban, giraban por la pista dorada, por lo menos moriría, o se desvanecería, o levantaría los brazos y saldría volando por uno de aquellos oscuros balcones a través de los cuales se veían las estrellas.
—Creo que éste es el nuestro… —dijo alguien inclinándose ante ella, sonriente y ofreciéndole el brazo.
¡Ah, después de todo no tendría que morir! Una mano la cogía por el talle, y se dejó flotar como una flor caída a un estanque.
—Un parqué estupendo, ¿no le parece? —susurró una vocecita junto a su oído.
—Se resbala que es una maravilla —dijo Leila.
—¡Cómo! —la vocecita pareció sorprendida. Leila repitió lo dicho. Y se produjo una pequeña pausa hasta que la voz respondió—: ¡Oh, sí, tiene razón! —y de nuevo se pusieron a girar.
El la llevaba maravillosamente. Esa era la gran diferencia entre bailar entre muchachas o bailar con hombres, decidió Leila. Las chicas se daban encontronazos y se pisaban los pies; y la que hacía de hombre siempre te apretaba de un modo insoportable.
Las azaleas ya no eran flores aisladas, sino banderas rojas y blancas que refulgían al girar.
—¿Estuvo la semana pasada en el baile de los Bells? —preguntó ahora la voz. Parecía cansada. Leila se preguntó si no debía decirle si quería parar.
—No, éste es mi primer baile —respondió.
Su pareja soltó una risita entrecortada.
—¡Vaya! ¿Quién lo iba a decir? —exclamó él.
—Sí, en realidad es el primer baile al que asisto en mi vida —añadió Leila con fervor. La aliviaba tanto podérselo contar a alguien—. Sabe, hasta ahora siempre había vivido en el campo y…
En aquel momento cesó la música y fueron a sentarse en dos sillas colocadas junto a la pared. Leila escondió debajo sus pies calzados con los zapatitos de rosáceo raso y se abanicó, mientras contemplaba extasiada las otras parejas que pasaban y desaparecían por las puertas giratorias.
—¿Qué tal, Leila? ¿Te diviertes? —preguntó José, asintiendo con su cabecita rubia.
Laura también pasó y le dirigió un sutilísimo guiño; Leila se preguntó por un instante si era realmente bastante mayor para todo aquello. La verdad es que su pareja no era muy habladora. Tosió ligeramente, volvió a guardarse el pañuelo, tiró del chaleco, se quitó un hilo casi invisible de la manga. Pero no importaba. Casi inmediatamente la orquesta volvió a tocar otra pieza y su segunda pareja apareció como por ensalmo.
—No está mal la pista —dijo la nueva voz. ¿Es que siempre empezaban hablando de lo mismo? Y luego añadió—: ¿Estuvo en el baile de los Neaves el martes? —Y Leila tuvo que volver a explicar… Tal vez resultase un tanto extraño que sus compañeros de baile no se mostraran más interesados. Y es que, en verdad, era emocionantísimo. ¡Su primer baile! No estaba más que al comienzo de todo. Le parecía que hasta entonces nunca había conocido lo que era la noche. Hasta aquel momento todo había sido oscuro, silencioso, muchas veces bello— ah, sí —pero siempre un tanto triste. Solemne. Y ahora sabía que nunca más volvería a ser de aquel modo, todo se había abierto con brillante esplendor.
—¿Desea tomar un helado? —preguntó su pareja. Y cruzaron las puertas giratorias, y siguieron por el pasillo, hasta el buffet. Tenía las mejillas encendidas y se moría de sed. Los helados, en sus platitos de cristal, tenían un aspecto delicioso, ¡oh, y qué fría estaba la cucharilla escarchada, helada también! Y cuando regresaron al gran salón aquel hombrecillo gordo ya estaba esperándola junto a la puerta. Le volvió a producir cierta impresión ver lo mayor que era; más bien le hubiera correspondido hallarse en la plataforma con los padres. Y cuando Leila le comparó con los otros jóvenes advirtió que no iba demasiado aseado. Tenía un chaleco manchado, le faltaba un botón de un guante, y la chaqueta parecía sucia de tiza.
—Venga conmigo, jovencita —dijo el hombrecillo. Casi ni se molestó en agarrarla, pero se movieron con tanta suavidad que más que bailar, parecía que paseasen. Y además no dijo nada respecto al suelo—. Es su primer baile, ¿verdad? —murmuró.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Ah —dijo el hombrecillo rechoncho—, gajes de ser viejo. —Y resopló levemente mientras la empujaba alejándola y pasando junto a una extraña pareja.
—Figúrese, he estado asistiendo a este tipo de bailes durante más de treinta años.
—¡Treinta años! —exclamó Leila. ¡Doce años antes de que ella naciese!
—Cuesta creerlo, ¿eh? —dijo el hombrecillo con un deje de tristeza. Leila dirigió una ojeada a su cabeza calva y sintió lástima.
—Me parece maravilloso que continúe bailando —comentó amablemente.
—Es usted una jovencita muy simpática —dijo el hombrecilo, apretándola un poco más y tarareando unos compases del vals—. Naturalmente —dijo— usted no bailará tantos años como yo. Ni pensarlo —añadió el hombrecito rechoncho—, mucho antes estará usted ya sentada ahí en la tarima, con las mamás, mirando a los otros, vestida con un elegante traje de terciopelo negro. Y estos espléndidos brazos se habrán convertido en bracitos regordetes, y matará el tiempo con un abanico completamente diferente, un abanico negro, de hueso. —El hombre pareció estremecerse—. Y sonreirá como esas amables señoronas sonríen ahí arriba, señalando a su hija, y le contará a la anciana señora que tendrá a su lado cómo un hombre descarado intentó besar a su hija en el baile del club. Y sentirá un dolor profundo, ahí en el corazón —el hombre la apretó aún con mayor fuerza, como si realmente sintiese lástima por su pobrecito corazón—, porque ya nadie desea besarla. Y comentará lo incómodas que son estas pistas para pasear por ellas, además de peligrosas. ¿Verdad, Mademoiselle Pies Inquietos? —concluyó el hombrecillo suavemente.
Leila dejó escapar una atolondrada risita, aunque no tenía ningunas ganas de reír. ¿Era…, podía ser que todo aquello fuese cierto? Sonaba como una terrible verdad. ¿No era, después de todo, aquel primer baile el inicio de su último baile? Ante aquello le pareció que la música cambiaba; ahora sonaba triste, tristísima; y luego volvió a animarse con un gran suspiro. ¡Oh, cuán rápidamente mudaba todo! ¿Por qué no había de durar siempre la felicidad? Aunque siempre quizá fuese un poco demasiado largo.
—Me gustaría parar un poco —dijo sin aliento. Y el hombrecillo la llevó hacia la puerta.
—No —dijo Leila—. No quiero salir, ni sentarme. Sólo quiero estar un momento parada, gracias. —Y se recostó contra la pared, dando golpecitos con el pie, tirando de los guantes e intentando sonreír. Pero en el fondo del fondo una chiquilla se cubría la cabeza con el delantal y empezaba a sollozar. ¿Por qué le había echado a perder la noche?
—Oiga —dijo el hombrecillo rechoncho—, supongo que no me habrá tomado en serio, ¿verdad?
—¿Por qué iba a tomármelo? —respondió Leila, denegando con su cabecita morena y mordiéndose el labio inferior…
De nuevo las parejas empezaron a desfilar. Las puertas giratorias se abrieron y cerraron a su paso. El director de la orquesta estaba repartiendo nuevas partituras. Pero Leila no quería bailar más. Hubiera deseado hallarse en casa, o sentada en la terraza escuchando el «buu-buu-buu» de las lechuzas recién nacidas. Cuando miró las estrellas a través de los oscuros ventanales, vio largos rayos como alas…
Pero ahora comenzó a sonar una tonadilla dulce, melodiosa, alegre, y un joven de pelo rizado se inclinó saludándola. Tenía que bailar, aunque sólo fuese por educación, hasta que encontrase a Meg. Caminó muy erguida hasta el centro de la pista; altivamente colocó la mano sobre la manga de él. Pero al cabo de un minuto, a la primera vuelta, se le fueron los pies, como si bailasen solos. Las luces, las azaleas, los vestidos, las caras sonrosadas, las sillas tapizadas de peluche, todo se convirtió en una hermosísima rueda giratoria. Y cuando su nuevo acompañante hizo que tropezase con el hombrecillo rechoncho, éste dijo:
—¡Oh, perdón! —Y Leila le sonrió más radiante que nunca. Ni siquiera le había reconocido.
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