Toni Morrison - El sermón de Baby Suggs

21 sept 2019

Toni Morrison - El sermón de Baby Suggs

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Toni Morrison - El sermón de Baby Suggs


Sethe se apeó de un carro, con su recién nacida atada al pecho, y sintió por vez primera los amplios brazos de su suegra, que se había establecido en Cincinnati. La que decidió que toda una vida de esclavitud le había «reventado las piernas, la espalda, la cabeza, los ojos, las manos, los riñones, el vientre y la lengua», y por tanto para vivir sólo le quedaba el corazón… al que puso a trabajar de inmediato. Sin aceptar ningún título honorífico delante de su nombre, pero dando lugar a una especie de caricia detrás, se convirtió en una predicadora sin iglesia, que visitaba pulpitos y abría su enorme corazón a quienes lo necesitaban. En otoño e invierno lo llevaba a templos de metodistas y baptistas, santificadores y santificados, redentores y redimidos. Sin haber sido llamada, ni togada, ni ungida, abría su corazón en presencia de todos ellos. Con la llegada del buen tiempo, Baby Suggs, bendita sea, seguida por todos los hombres, mujeres y niños negros que llegaban, abría su inmenso corazón en el Claro… un vasto espacio despejado en las honduras del bosque, desbrozado nadie sabía para qué, en las lindes de una senda sólo conocida por los ciervos y por quienes habían trabajado el terreno. En la canícula de los sábados por la tarde, se sentaba en el Claro mientras la gente esperaba entre los árboles.

  Después de instalarse en una enorme piedra chata, Baby Suggs agachaba la cabeza y oraba en silencio. Todos la observaban desde los árboles y sabían que estaba lista cuando soltaba el bastón.

  —¡Que vengan los niños! —gritaba a continuación y éstos corrían desde los árboles hasta ella.

  —Que vuestras madres os oigan reír —les decía y los árboles tintineaban.

Los adultos seguían mirando y no podían dejar de sonreír.

  —Que vengan los hombres adultos —gritaba después.

  Y los hombres adultos se acercaban, de uno en uno, desde los árboles tintineantes.

  —Que vuestras mujeres y vuestros hijos os vean danzar —les decía, y la tierra vibraba bajo sus pies.

  Por último llamaba a las mujeres.

  —Llorad —les decía—. Por los vivos y por los muertos. Llorad.

  Y sin cubrirse los ojos, las mujeres plañían.

  Así empezaba: los niños reían, los hombres bailaban, las mujeres lloraban y luego todo se mezclaba. Las mujeres dejaban de llorar y danzaban, los hombres se sentaban y lloraban, los niños danzaban, las mujeres reían, los niños lloraban y todo seguía así hasta que, exhaustos, se tumbaban en la humedad del Claro para recuperar el aliento. En el silencio que seguía, Baby Suggs, bendita sea, les ofrecía su inmenso corazón.

  No les decía que se purificaran ni que dejaran de pecar. No les decía que eran los bienaventurados de esta tierra, su mansedumbre ni su gloria.

  Les decía que la única gracia con que contaban era aquella que fueran capaces de imaginar. Que si no la veían no la tendrían.

  —En este lugar, carne somos —decía—. Carne que llora y ríe, carne que baila con los pies descalzos en la hierba. Amadla. Amadla intensamente. Más allá no aman vuestra carne, la desprecian. No aman vuestros ojos, quisieran arrancároslos. No aman la piel de vuestra espalda. Más allá la despellejan. Y oh, pueblo mío, no aman vuestras manos. Sólo las usan, las atan, las sujetan, las cortan y las dejan vacías. ¡Amad vuestras manos! Amadlas. Levantadlas y besadlas. Tocad a otros con ellas, unidlas con otras, acariciaos la cara con ellas, pues más allá tampoco aman vuestra cara. Vosotros tenéis que amarla, ¡vosotros! Y no, no aman vuestra boca. Más allá, la verán rota y volverán a romperla. No harán caso de lo que digáis con ella. No oirán lo que gritéis con ella. Os arrebatarán lo que le pongáis dentro para alimentar vuestro cuerpo y os darán sobras, no aman vuestra boca. Vosotros tenéis que amarla. Estoy hablando de la carne. Carne que es menester amar. Pies que necesitan descansar y danzar, espaldas que necesitan apoyo, hombros que necesitan brazos, brazos fuertes, os digo. Y oh, pueblo mío, allá, oídme bien, no aman vuestro cuello sin dogal y recto. De modo que habéis de amar vuestro cuello, cubrirlo con vuestra mano y acariciarlo, mantenerlo erguido. Y vuestras entrañas, que preferirían echárselas a los cerdos, tenéis que amar vuestras entrañas. El hígado oscuro… amadlo, amadlo, y amad también vuestro apaleado y palpitante corazón. Más que los ojos o los pies. Más que los pulmones que nunca han respirado aire libre. Más que vuestro vientre que contiene la vida y más que vuestras partes dadoras de vida, oídme bien, amad vuestro corazón. Porque éste es el precio.

Sin agregar palabra, Baby Suggs se incorporaba y danzaba con su cadera torcida el resto de lo que a su corazón le quedaba por decir, mientras los demás abrían la boca y la llenaban de música. Largas notas mantenidas hasta que la armonía para cuatro voces era lo bastante perfecta para su carne profundamente amada.

En Beloved

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