22 sept 2019
Denis Diderot - Tratado de la barbarie de los pueblos civilizados
Si el hombre hubiera gozado de una dicha pura sin interrupción, si la tierra hubiera abastecido todas sus necesidades, cabe suponer que la admiración y el reconocimiento no habrían dirigido la mirada de este ser naturalmente ingrato hacia los dioses hasta mucho más tarde. Sin embargo, la tierra estéril no siempre respondió a su trabajo. Los torrentes devastaron los campos que había cultivado. El cielo ardiente le abrasó la cosecha. Sufrió estrecheces, padeció enfermedades y entonces buscó las causas de su miseria.
A fin de explicar el enigma de su existencia, de su felicidad y de su desgracia, se inventó diferentes sistemas igualmente absurdos. Pobló el universo de inteligencias benéficas y maléficas; este fue el origen del politeísmo, la religión más antigua y generalizada que existe. Del politeísmo nació el maniqueísmo, cuyos vestigios perduran desde entonces, al margen de los progresos de la razón. El maniqueísmo simplificado engendró el deísmo; entre estas opiniones diversas, surgió una clase de hombres mediadores entre el cielo y la tierra.
Fue entonces cuando el mundo se cubrió de altares, cuando aquí se oía el himno de la alegría, allá el gemido del dolor, cuando se recurrió a la plegaria y a los sacrificios, los dos medios naturales para obtener el favor y apaciguar el resentimiento. Se ofrendaron mieses, se inmolaron corderos, cabras y toros. La sangre del hombre regó el túmulo sagrado.
No obstante, a menudo el hombre de bien padecía calamidades, mientras que el malvado, e incluso el impío, prosperaba, así que se inventó la doctrina de la inmortalidad. Las almas separadas de sus cuerpos ora circulaban por los diferentes seres de la naturaleza, ora se iban a otro mundo a fin de recibir la recompensa por sus virtudes o el castigo por sus fechorías. Pero ¿acaso el hombre mejoró con ello? Esa es la cuestión. Lo que es seguro es que desde el instante de su nacimiento hasta el momento de su muerte, el hombre se vio atormentado por el temor a fuerzas invisibles, que lo redujo a una condición mucho más ingrata que la que gozaba antes.
La mayoría de legisladores se sirvieron de esta disposición de espíritu para gobernar a los pueblos, e incluso para esclavizarlos. Algunos hicieron descender del cielo su derecho a mandar; así fue cómo se estableció la teocracia o el despotismo sagrado, la más cruel e inmoral de las legislaciones: aquella en la que el hombre impunemente orgulloso, malvado, interesado y vicioso manda a los demás hombres en nombre de Dios; aquella en la que solo es justo lo que le place e injusto lo que le contraría a él o al ser supremo con el que tiene trato, y al que hace hablar según sus pasiones; aquella en la que es un crimen cuestionar sus órdenes y una impiedad oponerse a ellas; aquella en la que revelaciones contradictorias ocupan el lugar de la consciencia y la razón, reducidas al silencio por prodigios o fechorías; aquella en la que las naciones no pueden tener ideas establecidas sobre los derechos del hombre, sobre lo que está bien o lo que está mal, porque solo buscan el fundamento de sus privilegios y sus deberes en libros inspirados, cuya interpretación se les niega.
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