4 sept 2019
Gustav Meyrink - Enfermo
La sala de espera del sanatorio estaba concurrida, como siempre; todo el mundo permanecía quieto, esperando a la salud.
La gente no se hablaba por temor de oír la historia de la enfermedad del otro, o dudas acerca del tratamiento.
Todo era indeciblemente desolado y aburrido, y las insulsas sentencias y máximas, fijadas en letras negras de brillo sobre cartulinas blancas, obraban como un emético.
Junto a una mesa, enfrente de mí, estaba sentado un chico, al que yo miraba sin cesar, pues de otro modo tendría que colocar la cabeza en una postura aun más incómoda.
Vestido con mal gusto parecía infinitamente estúpido, con su frente baja. En sus bocamangas y pantalones puso la madre adornos de encaje blancos.
* * *
El tiempo pesaba sobre todos nosotros, nos succionaba como un pulpo.
No me extrañaría si de pronto toda esa gen-te se levantase de un salto y, sin motivo justificado, lo destruyese todo —mesas, ventanas, lámparas—, como un solo hombre delirante.
El porqué yo mismo no obraba así me resultaba, en verdad, inexplicable; probablemente dejé de hacerlo por temor de que los demás no me secundaran al mismo tiempo, y de que tuviese que volver a sentarme, avergonzado, después.
Volví a mirar los adornos de encaje blancos y sentí que el tedio se había hecho aún más torturador y deprimente. Tuve la sensación de soportar en la cavidad bucal una gran esfera gris de caucho, que se hacía cada vez más grande y me estaba desplazando el cerebro.
En tales momentos de desolación, incluso la idea de cualquier cambio le causa a uno horror.
El chico iba alineando fichas de dominó en su estuche, pero las sacaba de nuevo con un miedo febril, para volverlas a colocar de otro yodo. Pues, aunque no le sobraba ninguna ficha, el estuche seguía sin llenarse del todo; como él lo esperaba, le faltaba todavía una hilera entera para llegar al borde.
Por fin agarró violentamente el brazo de su madre, señaló con fiera desesperación aquella asimetría, y balbució solamente:
—¡Mamá, mamá!
La madre estaba, precisamente, conversando con su vecina acerca de las sirvientas y otras cosas serias por el estilo, que conmueven el corazón femenino, y dirigió una mirada sin brillo, como un caballo de balancín, al estuche.
—Pon las fichas de través —dijo, finalmente.
En la cara del niño brilló un rayo de esperanza, y de nuevo se puso a la obra con voluptuosa lentitud.
Otra vez transcurrió una eternidad.
Junto a mí crujió un periódico.
Otra vez las máximas se me metieron por los ojos, y me sentí próximo a enloquecer.
¡Ahora! ¡Ahora! La sensación me llegó desde afuera, me saltó a la cabeza, como el verdugo.
Miré fijamente al chico: la cosa venía de él. El estuche estaba lleno ahora, pero, ¡sobraba una ficha!
El chico por poco arrastró a la madre de la silla. Esta, que estaba ya de nuevo hablando de criadas, se levantó y dijo:
—Ahora vamos a la cama, ya has jugado bastante.
El chico no profirió una palabra, sólo miraba alrededor con los ojos dementes, la más salvaje desesperación que jamás había visto.
Me revolví en mi sillón y crispé las manos. ¡Me había contagiado!
Los dos salieron, y vi que afuera estaba lloviendo. Ya no sé más cuánto tiempo quedé sentado todavía. Soñé con todas las tristes experiencias de mi vida; me miraban con ojos negros de dominó, como si buscaran algo indefinido, y yo quería alinearlas en un ataúd verde, pero siempre sobraban o faltaban algunas.
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