9 sept 2019
Giorgio Manganelli - Sin historia
El señor pensativo e inútilmente melancólico lleva muchos años viviendo en el sótano, ya que la casa edificada encima ha sido destruida o es inhabitable. Cuando estalló la guerra de religión, él, que era extranjero en el país y de otra religión, supuso que se trataba de uno de los habituales tumultos a que tan propensos eran los habitantes de aquella tierra, deseosos, todos ellos, de morir de manera ruidosa y exhibicionista, y también de matar de manera inhumana. No le gustaba aquel país, en el que vivía, como secretario del embajador de otro país, donde no había guerras de religión, sino guerras ateas, científicamente fundadas. En el momento en que estallaron las guerras de religión, el secretario ya no pudo regresar a su patria, donde estaba en su apogeo una ferocísima guerra científica que, al menos en su origen, concernía a los hexágonos y a los ácidos, pero que poco a poco había ido incluyendo a casi todas las materias con la única excepción de la historia antigua. Ahora bien, el secretario, al que veis sobriamente vestido, tiene, genéricamente, otra religión, pero también pudiera ser que no tuviera ninguna. En su país se honran sobre todo las opciones ideales con fundamento científico; en realidad, a él no le gusta demasiado la ciencia, y si tuviera que elegir una materia para estudiar a fondo, elegiría historia antigua; pero puesto que ésta es la única materia no controvertida, una elección semejante habría sido considerada sospechosa e interpretada irónicamente como cobardía. En cualquier caso, le habrían matado. El estallido de la guerra de religión le ha permitido dejar de responder a las demandas de explicación que habían llegado de su país; pero, contemporáneamente, había quedado definitivamente recluido en el país de las guerras de religión. Llevaba varios años sin alejarse más de unas pocas decenas de metros de su bodega; era probablemente el único extranjero que quedaba en un país en el que las matanzas eran cotidianas y se estaban convirtiendo en rutinarias; un país que ya no tenía ciudades, sino pintorescas extensiones de ruinas que aguardaban la muerte del último combatiente para cubrirse de yedra y hacer Historia. Aunque nunca llegara a confesarlo con claridad, le gusta estar en aquel lugar precisamente porque se combate una guerra que le es ajena; y por consiguiente él no hace la Historia, sino que la percibe como un estruendo consuetudinario; y, amante de la historia antigua y de las lenguas muertas, también espera vivir, su sueño de siempre, en un país formado única y exclusivamente de ruinas envueltas por una yerba sin historia.
En Centuria
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