Svetlana Alexievich - Monólogo acerca de lo que no sabíamos: que la muerte suele ser tan bella

4 jul 2019

Svetlana Alexievich - Monólogo acerca de lo que no sabíamos: que la muerte suele ser tan bella

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Svetlana Alexievich - Monólogo acerca de lo que no sabíamos: que la muerte suele ser tan bella


Los primeros días, la cuestión principal era: «¿Quién tiene la culpa?». Necesitábamos un culpable.

  Luego, cuando ya nos enteramos de más cosas, empezamos a pensar: «¿Qué hacer?», «¿Cómo salvarnos?». Y ahora, cuando ya nos hemos resignado a la idea de que la situación se prolongará no un año, ni dos, sino durante muchas generaciones, hemos emprendido mentalmente un regreso al pasado, retrocediendo una hoja tras otra.

  Sucedió en la noche del viernes al sábado. Por la mañana, nadie sospechaba nada. Mandé al crío al colegio; el marido se fue a la peluquería. Y yo me puse a preparar la comida. Mi marido regresó pronto diciendo: «En la central se ha producido no sé qué incendio. Las órdenes son no apagar la radio».

  He olvidado decir que vivíamos en Prípiat, junto al reactor. Hasta hoy tengo delante de mis ojos la imagen: un fulgor de un color frambuesa brillante; el reactor parecía iluminarse desde dentro. Una luz extraordinaria. No era un incendio como los demás, sino como una luz fulgurante. Era hermoso. Si olvidamos el resto, era muy hermoso. No había visto nada parecido en el cine, ni comparable. Al anochecer, la gente se asomaba en masa a los balcones. Y los que no tenían, se iban a casa de los amigos y conocidos. Vivíamos en un noveno piso, con una vista espléndida. En línea recta habría unos tres kilómetros. La gente sacaba a los niños, los levantaba en brazos. «¡Mira! ¡Recuerda esto!». Y fíjese que eran personas que trabajaban en el reactor. Ingenieros, obreros. Hasta había profesores de física. Envueltos en aquel polvo negro. Charlando. Respirando. Disfrutando del espectáculo.

  Algunos venían desde decenas de kilómetros en coches, en bicicleta, para ver aquello. No sabíamos que la muerte podía ser tan bella. Y yo no diría que no oliera. No era un olor de primavera, ni de otoño, sino de algo completamente diferente, tampoco olor a tierra. No. Picaba la garganta, y los ojos lloraban solos. No dormí en toda la noche, oía las pisadas de los vecinos de arriba, que tampoco dormían. Arrastraban algo, daban golpes, es probable que empaquetaran sus cosas. Pegaban con cola las rendijas de las ventanas. Yo ahogaba el dolor de cabeza con Citramon.

Por la mañana, cuando amaneció, miré a mi alrededor —no es algo que me invente ahora o que lo pensara después— y fue entonces cuando supe que algo no iba bien, que la situación había cambiado. Para siempre. A las ocho de la mañana, por las calles ya circulaban militares con máscaras antigás.

Cuando vimos a los soldados y los vehículos militares por las calles, no nos asustamos, sino al contrario, recobramos la calma. Si el ejército ha venido en nuestra ayuda, todo será normal. En nuestra cabeza aún no cabía que el átomo de uso pacífico pudiera matar. Que toda la ciudad había podido no haberse despertado aquella noche. Alguien reía bajo las ventanas, sonaba la música.

Después del mediodía, por la radio anunciaron que la gente se preparara para la evacuación: que nos sacarían de la ciudad para tres días, que lo lavarían todo y harían sus comprobaciones. A los niños les mandaron que se llevaran sin falta los libros. Mi marido, a pesar de todo, guardó en la cartera los documentos y nuestras fotos de boda. Yo, en cambio, lo único que me llevé fue un pañuelo de gasa por si hacía mal tiempo.
Desde los primeros días sentimos sobre nuestra piel que nosotros, la gente de Chernóbil, éramos unos apestados. Nos tenían miedo. El autobús en que nos evacuaron se detuvo durante la noche en una aldea. La gente dormía en el suelo en la escuela, en el club. No había dónde meterse. Y una mujer nos invitó a ir a su casa. «Vengan, que les haré una cama. Pobre niño». Y otra mujer, que se encontraba a su lado, la apartaba de nosotros: «¡Te has vuelto loca! ¡Están contaminados!».

Cuando ya nos trasladamos a Moguiliov y nuestro hijo fue a la escuela, al primer día regresó corriendo a casa llorando. Lo sentaron junto a una niña, y la muchacha no quería estar a su lado, porque era radiactivo, como si por sentarse a su lado se pudiera morir. El chico estudiaba en la cuarta clase, donde resultó ser el único de Chernóbil. Todos le tenían miedo y lo llamaban «luciérnaga»…, «erizo de Chernóbil»… Me asusté al ver qué pronto se le había acabado al chico la niñez.

Nosotros abandonábamos Prípiat y a nuestro encuentro avanzaban columnas militares. Carros blindados. Y allí sí que tuve miedo. No entendía nada y sentía miedo. Aunque no me abandonaba una sensación, la impresión de que todo aquello no me ocurría a mí sino a otra gente. Una sensación extraña. Yo lloraba, buscaba comida, dónde pasar la noche, abrazaba y calmaba a mi hijo, pero en mi interior, no era ni siquiera una idea, sino la constante impresión de ser una espectadora. De mirar a través de un cristal. Y veía a alguien distinto.

Solo en Kíev nos entregaron el primer dinero; pero no se podía comprar nada con él: centenares de miles de personas en movimiento ya lo habían comprado y consumido todo. Mucha gente tuvo infartos, ataques; allí mismo en las estaciones, en los autobuses.

A mí me salvó mi madre. En su larga existencia, mi madre había perdido su hogar en más de una ocasión, quedándose sin nada de lo que había conseguido en su vida. La primera vez, la represaliaron en los años treinta, se lo quitaron todo: la vaca, el caballo, la casa. La segunda vez fue un incendio: solo logró salvarme a mí, entonces una niña.

—Hay que sobreponerse a esto —me calmaba—. Lo importante es que hemos sobrevivido.

Recuerdo que íbamos en el autobús. Llorando. Y un hombre en el asiento delantero reñía a grandes voces a su mujer:

—¡Serás idiota! ¡Todo el mundo se ha llevado al menos alguna cosa, y tú y yo acarreando botes vacíos de tres litros!

La mujer decidió que, ya que viajábamos en autobús, por el camino le llevaría a su madre los botes vacíos para la salazón. Llevaban a su lado unas enormes redes panzudas, contra las que tropezábamos a cada rato. Y con aquellos botes de vidrio viajaron hasta Kíev.

Yo canto en el coro de la iglesia. Leo los Evangelios. Voy a la iglesia porque solo allí hablan de la vida eterna y reconfortan a la gente. En ninguna otra parte escucharás palabras de consuelo, y tienes tantas ganas de escucharlas. Cuando viajábamos camino de la evacuación, si por el camino aparecía una iglesia, todos se dirigían hacia el templo. No había modo de abrirse paso. Ateos, comunistas, todos iban.

A menudo sueño que mi hijo y yo vamos por las soleadas calles de Prípiat. Un lugar que hoy es ya una ciudad fantasma. Vamos y contemplamos las rosas; en Prípiat había muchas rosas; grandes parterres con rosas. Ha sido un sueño. Toda nuestra vida es ya un sueño. Era entonces tan joven. Mi hijo era pequeño. Amaba.

Ha pasado el tiempo, todo se ha convertido en un recuerdo. Pero aún me veo como una espectadora.

NADEZHDA PETROVNA VIGÓVSKAYA,
evacuada de la ciudad de Prípiat

En Voces de Chernobyl

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