19 jul 2019
Jorge Luis Borges - El tiempo
A Nietzsche le desagradaba que se hablara parejamente de Goethe y de Schiller. Y podríamos decir que es igualmente irrespetuoso hablar del espacio y del tiempo, ya que podemos prescindir en nuestro pensamiento del espacio, pero no del tiempo.
Vamos a suponer que sólo tuviéramos un sentido, en lugar de cinco. Que ese sentido fuera el oído. Entonces, desaparece el mundo visual, es decir, desaparecen el firmamento, los astros… Que carecemos de nuestro tacto: desaparece lo áspero, lo liso, lo rugoso, etcétera. Si nos faltan también el olfato y el gusto perderemos también esas sensaciones localizadas en el paladar y en la nariz. Quedaría solamente el oído. Allí tendríamos un mundo posible que podría prescindir del espacio. Un mundo de individuos. De individuos que pueden comunicarse entre ellos, pueden ser millares, pueden ser millones, y se comunican por medio de palabras. Nada nos impide imaginar un lenguaje tan complejo o más complejo que el nuestro —y por medio de la música—. Es decir, podríamos tener un mundo en el que no hubiera otra cosa sino conciencias y música. Podría objetarse que la música necesita de instrumentos. Pero es absurdo suponer que la música en sí necesita instrumentos. Los instrumentos se necesitan para la producción de la música. Si pensamos en tal o en cual partitura, podemos imaginarla sin instrumentos: sin pianos, sin violines, sin flautas, etcétera.
Entonces, tendríamos un mundo tan complejo como el nuestro, hecho de conciencias individuales y de música. Como dijo Schopenhauer, la música no es algo que se agrega al mundo; la música ya es un mundo. En ese mundo, sin embargo, tendríamos siempre el tiempo. Porque el tiempo es la sucesión. Si yo me imagino a mí mismo, si cada uno de ustedes se imagina a sí mismo en una habitación oscura, desaparece el mundo visible, desaparece de su cuerpo. ¡Cuántas veces nos sentimos inconscientes de nuestro cuerpo…! Por ejemplo, yo ahora, sólo en este momento en que toco la mesa con la mano, tengo conciencia de la mano y de la mesa. Pero algo sucede. ¿Qué sucede? Pueden ser percepciones, pueden ser sensaciones o pueden ser simplemente memorias o imaginaciones. Pero siempre ocurre algo. Y aquí recuerdo uno de los hermosos versos de Tennyson, uno de los primeros versos que escribió: Time is flowing in the middle of the night (El tiempo que fluye a medianoche). Es una idea muy poética esa de que todo el mundo duerme, pero mientras tanto el silencioso río del tiempo —esa metáfora es inevitable— está fluyendo en los campos, por los sótanos, en el espacio, está fluyendo entre los astros.
Es decir, el tiempo es un problema esencial. Quiero decir que no podemos prescindir del tiempo. Nuestra conciencia está continuamente pasando de un estado a otro, y ése es el tiempo: la sucesión. Creo que Henri Bergson dijo que el tiempo era el problema capital de la metafísica. Si se hubiera resuelto ese problema, se habría resuelto todo. Felizmente, yo creo que no hay ningún peligro en que se resuelva; es decir, seguiremos siempre ansiosos. Siempre podremos decir, como san Agustín: «¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé. Si me lo preguntan, lo ignoro».
No sé si al cabo de veinte o treinta siglos de meditación hemos avanzado mucho en el problema del tiempo. Yo diría que siempre sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente Heráclito en aquel ejemplo al que vuelvo siempre: nadie baja dos veces al mismo río. ¿Por qué nadie baja dos veces al mismo río? En primer término, porque las aguas del río fluyen. En segundo término —esto es algo que ya nos toca metafísicamente, que nos da como un principio de horror sagrado—, porque nosotros mismos somos también un río, nosotros también somos fluctuantes. El problema del tiempo es ése. Es el problema de lo fugitivo: el tiempo pasa. Vuelvo a recordar aquel hermoso verso de Boileau: «El tiempo pasa en el momento en que algo ya está lejos de mí». Mi presente —o lo que era mi presente— ya es el pasado. Pero ese tiempo que pasa, no pasa enteramente. Por ejemplo, yo conversé con ustedes el viernes pasado. Podemos decir que somos otros, ya que nos han pasado muchas cosas a todos nosotros en el curso de una semana. Sin embargo, somos los mismos. Yo sé que estuve disertando aquí, que estuve tratando de razonar y de hablar aquí, y ustedes quizá recuerden haber estado conmigo la semana pasada. En todo caso, queda en la memoria. La memoria es individual. Nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria.
Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido.
Tenemos, pues, el problema del tiempo. Ese problema puede no resolverse, pero podemos revisar las soluciones que se han dado. La más antigua es la que da Platón, la que luego dio Plotino y la que dio san Agustín después. Es la que se refiere a una de las más hermosas invenciones del hombre. Se me ocurre que se trata de una invención humana. Ustedes quizá pueden pensar de otro modo si son religiosos. Yo digo: Esa hermosa invención de la eternidad. ¿Qué es la eternidad? La eternidad no es la suma de todos nuestros ayeres. La eternidad es todos nuestros ayeres, todos los ayeres de todos los seres conscientes. Todo el pasado, ese pasado que no se sabe cuándo empezó. Y luego todo el presente. Este momento presente que abarca todas las ciudades, todos los mundos, el espacio entre los planetas. Y luego, el porvenir. El porvenir, que no ha sido creado aún, pero que también existe.
Los teólogos suponen que la eternidad viene a ser un instante en el cual se juntan milagrosamente esos diversos tiempos. Podemos usar las palabras de Plotino, que sintió profundamente el problema del tiempo. Plotino dice: Hay tres tiempos, y los tres son el presente. Uno es el presente actual, el momento en que hablo. Es decir, el momento en que hablé, porque ya ese momento pertenece al pasado. Y luego tenemos el otro, que es el presente del pasado, que se llama memoria. Y el otro, el presente del porvenir, que viene a ser lo que imaginan nuestra esperanza o nuestro miedo.
Y ahora, vayamos a la solución que dio primeramente Platón, que parece arbitraria pero que sin embargo no lo es, como espero probarlo. Platón dijo que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad. Él empieza por eternidad, por un ser eterno, y ese ser eterno quiere proyectarse en otros seres. Y no puede hacerlo en su eternidad: tiene que hacerlo sucesivamente. El tiempo viene a ser la imagen móvil de la eternidad. Hay una sentencia del gran místico inglés William Blake que dice: «El tiempo es la dádiva de la eternidad». Si a nosotros nos dieran todo el ser… El ser es más que el universo, más que el mundo. Si a nosotros nos mostraran el ser una sola vez, quedaríamos aniquilados, anulados, muertos. En cambio, el tiempo es la dádiva de la eternidad. La eternidad nos permite todas esas experiencias de un modo sucesivo. Tenemos días y noches, tenemos horas, tenemos minutos, tenemos la memoria, tenemos las sensaciones actuales, y luego tenemos el porvenir, un porvenir cuya forma ignoramos aún pero que presentimos o tememos.
Todo eso nos es dado sucesivamente porque no podemos aguantar esa intolerable carga, esa intolerable descarga de todo el ser del universo. El tiempo vendría a ser un don de la eternidad. La eternidad nos permite vivir sucesivamente. Schopenhauer dijo que felizmente para nosotros nuestra vida está dividida en días y en noches, nuestra vida está interrumpida por el sueño. Nos levantamos por la mañana, pasamos nuestra jornada, luego dormimos. Si no hubiera sueño, sería intolerable vivir, no seríamos dueños del placer. La totalidad del ser es imposible para nosotros. Así nos dan todo, pero gradualmente.
La transmigración responde a una idea parecida. Quizá seríamos a un tiempo, como creen los panteístas, todos los minerales, todas las plantas, todos los animales, todos los hombres. Pero felizmente no lo sabemos. Felizmente, creemos en individuos. Porque si no estaríamos abrumados, estaríamos aniquilados por esa plenitud.
Llego ahora a san Agustín. Creo que nadie ha sentido con mayor intensidad que san Agustín el problema del tiempo, esa duda del tiempo. San Agustín dice que su alma arde, que está ardiendo porque quiere saber qué es el tiempo. Él le pide a Dios que le revele qué es el tiempo. No por vana curiosidad sino porque él no puede vivir sin saber aquello. Aquello viene a ser la pregunta esencial, es decir, lo que Bergson diría después: el problema esencial de la metafísica. Todo eso lo dijo con ardor san Agustín.
Ahora que estamos hablando del tiempo, vamos a tomar un ejemplo aparentemente sencillo, el de las paradojas de Zenón. Él las aplica al espacio, pero nosotros las aplicamos al tiempo. Vamos a tomar la más sencilla de todas; la paradoja o la aporía del móvil. El móvil está situado en una punta de la mesa, y tiene que llegar a la otra punta. Primero tiene que llegar a la mitad, pero antes tiene que cruzar por la mitad de la mitad, luego por la mitad de la mitad de la mitad, y así infinitamente. El móvil nunca llega de un extremo de la mesa al otro. O, si no, podemos buscar un ejemplo de la geometría. Se imagina un punto. Se supone que el punto no ocupa extensión alguna. Si tomamos luego una sucesión infinita de puntos, tendremos la línea. Y luego, tomando un número infinito de líneas, la superficie. Y un número infinito de superficies, tenemos el volumen. Pero yo no sé hasta dónde podemos entender esto, porque si el punto no es espacial, no se sabe de qué modo una suma, aunque sea infinita, de puntos inextensos, puede damos una línea que es extensa. Al decir una línea, no pienso en una línea que va desde este punto de la tierra a la luna. Pienso, por ejemplo, en esta línea: la mesa, que estoy tocando. También consta de un número infinito de puntos. Y para todo eso se ha creído encontrar una solución.
Bertrand Russell lo explica así: hay números finitos (la serie natural de los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y así infinitamente). Pero luego consideramos otra serie, y esa otra serie tendrá exactamente la mitad de la extensión de la primera. Está hecha de todos los números pares. Así, al 1 corresponde el 2, al 2 corresponde el 4, al 3 corresponde el 6… Y luego tomemos otra serie. Vamos a elegir una cifra cualquiera. Por ejemplo, 365. Al 1 corresponde el 365, al 2 corresponde el 365 multiplicado por sí mismo, al 3 corresponde el 365 multiplicado a la tercera potencia. Tenemos así varias series de números que son todos infinitos. Es decir, en los números transfinitos las partes no son menos numerosas que el todo. Creo que esto ha sido aceptado por los matemáticos. Pero no sé hasta dónde nuestra imaginación puede aceptarlo.
Vamos a tomar el momento presente. ¿Qué es el momento presente? El momento presente es el momento que consta un poco de pasado y un poco de porvenir. El presente en sí es como el punto finito de la geometría. El presente en sí no existe. No es un dato inmediato de nuestra conciencia. Pues bien; tenemos el presente, y vemos que el presente está gradualmente volviéndose pasado, volviéndose futuro. Hay dos teorías del tiempo. Una de ellas, que es la que corresponde, creo, a casi todos nosotros, ve el tiempo como un río. Un río fluye desde el principio, desde el inconcebible principio, y ha llegado a nosotros. Luego tenemos la otra, la del metafísico James Bradley, inglés. Bradley dice que ocurre lo contrario: que el tiempo fluye desde el porvenir hacia el presente. Que aquel momento en el cual el futuro se vuelve pasado, es el momento que llamamos presente.
Podemos elegir entre ambas metáforas. Podemos situar el manantial del tiempo en el porvenir o en el pasado. Lo mismo da. Siempre estamos ante el río del tiempo. Ahora, ¿cómo resolver el problema de un origen del tiempo? Platón ha dado esa solución: el tiempo procede de la eternidad, y sería un error decir que la eternidad es anterior al tiempo. Porque decir anterior es decir que la eternidad pertenece al tiempo. También es un error decir, como Aristóteles, que el tiempo es la medida del movimiento, porque el movimiento ocurre en el tiempo y no puede explicar el tiempo. Hay una sentencia muy linda de san Agustín, que dice: Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit caela et terram (es decir: No en el tiempo, sino con tiempo, Dios creó los cielos y la tierra). Los primeros versículos del Génesis se refieren no sólo a la creación del mundo, a la creación de los mares, de la tierra, de la oscuridad, de la luz, sino al principio del tiempo. No hubo un tiempo anterior: el mundo empezó a ser con el tiempo, y desde entonces todo es sucesivo.
Yo no sé si este concepto de los números transfinitos que explicaba hace un momento puede ayudarnos. No sé si mi imaginación acepta esa idea. No sé si la de ustedes puede aceptarla. La idea de cantidades cuyas partes no sean menos extensas que el todo. En el caso de la serie natural de los números aceptamos que la cifra de números pares es igual a la cifra de números impares, es decir, que es infinita; que la cifra de potencia del número 365 es igual a la suma total. ¿Por qué no aceptar la idea de dos instantes de tiempo? ¿Por qué no aceptar la idea de las 7 y 4 minutos y de las 7 y 5 minutos? Parece muy difícil aceptar que entre esos dos instantes haya un número infinito, o transfinito de instantes.
Sin embargo, Bertrand Russell nos pide que la imaginemos así.
Bernheim dijo que las paradojas de Zenón se basaban en un concepto espacial del tiempo. Que en la realidad lo que existe es el ímpetu vital y que no podemos subdividirlo. Por ejemplo, si decimos que mientras Aquiles corre un metro la tortuga ha corrido un decímetro, eso es falso, porque decimos que Aquiles corre a grandes pasos al principio y luego a pasos de tortuga al final. Es decir, estamos aplicando al tiempo unas medidas que corresponden al espacio. Pero podríamos decir también —esto lo dice William James—: Vamos a suponer un transcurso de cinco minutos de tiempo. Para que pasen cinco minutos de tiempo es necesario que pase la mitad de cinco minutos. Para que pasen dos minutos y medio, tiene que pasar la mitad de dos minutos y medio. Para que pase la mitad, tiene que pasar la mitad de la mitad, y así infinitamente, de suerte que nunca pueden pasar cinco minutos. Aquí tenemos las aporías de Zenón aplicadas al tiempo con el mismo resultado.
Y podemos tomar también el ejemplo de la flecha. Zenón dice que una flecha en su vuelo está inmóvil en cada instante. Luego, el movimiento es imposible, ya que una suma de inmovilidades no puede constituir el movimiento.
Pero si nosotros pensamos que existe un espacio real, ese espacio puede ser divisible finalmente en puntos, aunque el espacio sea indivisible infinitamente. Si pensamos en un espacio real, también el tiempo puede subdividirse en instantes, en instantes de instantes, cada vez en unidades de unidades.
Si pensamos que el mundo es simplemente nuestra imaginación, si pensamos que cada uno de nosotros está soñando un mundo, ¿por qué no suponer que pasamos de un pensamiento a otro y que no existen esas subdivisiones puesto que no las sentimos? Lo único que existe es lo que sentimos nosotros. Sólo existen nuestras percepciones, nuestras emociones. Pero esa subdivisión es imaginaria, no es actual. Luego hay otra idea, que también parece pertenecer al común de los hombres, que es la idea de la unidad del tiempo. Fue establecida por Newton, pero ya la había establecido el consenso antes de él. Cuando Newton habló del tiempo matemático —es decir, de un solo tiempo que fluye a través de todo el universo— ese tiempo está fluyendo ahora en lugares vacíos, está fluyendo entre los astros, está fluyendo de un modo uniforme. Pero el metafísico inglés Bradley dijo que no había ninguna razón para suponer eso.
Podemos suponer que hubiera diversas series de tiempo, decía, no relacionadas entre sí. Tendríamos una serie que podríamos llamar a, b, c, d, e, f… Esos hechos están relacionados entre sí: uno es posterior a otro, uno es anterior a otro, uno es contemporáneo de otro. Pero podría mos imaginar otra serie, con alfa, beta, gamma… Podríamos imaginar otras series de tiempos.
¿Por qué imaginar una sola serie de tiempo? Yo no sé si la imaginación de ustedes acepta esa idea. La idea de que hay muchos tiempos y que esas series de tiempos —naturalmente que los miembros de las series son anteriores, contemporáneos o posteriores entre sí— no son ni anteriores, ni posteriores, ni contemporáneas. Son series distintas. Eso podríamos imaginarlo en la conciencia de cada uno de nosotros. Podemos pensar en Leibniz, por ejemplo.
La idea es que cada uno de nosotros vive una serie de hechos, y esa serie de hechos puede ser paralela o no a otras. ¿Por qué aceptar esa idea? Esa idea es posible; nos daría un mundo más vasto, un mundo mucho más extraño que el actual. La idea de que no hay un tiempo. Creo que esa idea ha sido en cierto modo cobijada por la física actual, que no comprendo y que no conozco. La idea de varios tiempos. ¿Por qué suponer la idea de un solo tiempo, un tiempo absoluto, como lo suponía Newton?
Ahora vamos a volver al tema de la eternidad, a la idea de lo eterno que quiere manifestarse de algún modo, que se manifiesta en el espacio y en el tiempo. Lo eterno es el mundo de los arquetipos. En lo eterno, por ejemplo, no hay triángulo. Hay un solo triángulo, que no es ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno. Ese triángulo es las tres cosas a la vez y ninguna de ellas. El hecho de que ese triángulo sea inconcebible no importa nada: ese triángulo existe.
O, por ejemplo, cada uno de nosotros puede ser una copia temporal y mortal del arquetipo de hombre. También se nos plantea el problema de si cada hombre tuviera su arquetipo platónico. Luego ese absoluto quiere manifestarse, y se manifiesta en el tiempo. El tiempo es la imagen de la eternidad.
Yo creo que esto último nos ayudaría a entender por qué el tiempo es sucesivo. El tiempo es sucesivo porque habiendo salido de lo eterno quiere volver a lo eterno. Es decir, la idea de futuro corresponde a nuestro anhelo de volver al principio. Dios ha creado el mundo; todo el mundo, todo el universo de las criaturas, quiere volver a ese manantial eterno que es intemporal, no anterior al tiempo ni posterior; que está fuera del tiempo. Y eso ya quedaría en el ímpetu vital. Y también el hecho de que el tiempo está continuamente moviéndose. Hay quienes han negado el presente. Hay metafísicos en el Indostán que han dicho que no hay un momento en que la fruta cae. La fruta está por caer o está en el suelo, pero no hay un momento en que cae.
¡Qué raro pensar que de los tres tiempos en que hemos dividido el tiempo —el pasado, el presente, el futuro—, el más difícil, el más inasible, sea el presente! El presente es tan inasible como el punto. Porque si lo imaginamos sin extensión, no existe; tenemos que imaginar que el presente aparente vendría a ser un poco el pasado y un poco el porvenir. Es decir, sentimos el pasaje del tiempo. Cuando yo hablo del pasaje del tiempo, estoy hablando de algo que todos ustedes sienten. Si yo hablo del presente, estoy hablando de una entidad abstracta. El presente no es un dato inmediato de nuestra conciencia.
Nosotros sentimos que estamos deslizándonos por el tiempo, es decir, podemos pensar que pasamos del futuro al pasado, o del pasado al futuro, pero no hay un momento en que podamos decirle al tiempo: «Detente. ¡Eres tan hermoso…!», como quería Goethe. El presente no se detiene. No podríamos imaginar un presente puro; sería nulo. El presente tiene siempre una partícula de pasado, una partícula de futuro. Y parece que eso es necesario al tiempo. En nuestra experiencia, el tiempo corresponde siempre al río de Heráclito, siempre seguimos con esa antigua parábola. Es como si no se hubiera adelantado en tantos siglos. Somos siempre Heráclito viéndose reflejado en el río, y pensando que el río no es el río porque ha cambiado las aguas, y pensando que él no es Heráclito porque él ha sido otras personas entre la última vez que vio el río y ésta. Es decir, somos algo cambiante y algo permanente. Somos algo esencialmente misterioso. ¿Qué sería cada uno de nosotros sin su memoria? Es una memoria que en buena parte está hecha del ruido pero que es esencial. No es necesario que yo recuerde, por ejemplo, para ser quien soy, que he vivido en Palermo, en Adrogué, en Ginebra, en España. Al mismo tiempo, yo tengo que sentir que no soy el que fui en esos lugares, que soy otro. Ése es el problema que nunca podremos resolver: el problema de la identidad cambiante. Y quizá la misma palabra cambio sea suficiente. Porque si hablamos del cambio de algo, no decimos que algo sea reemplazado por otra cosa. Decimos: «La planta crece». No queremos decir con esto que una planta chica deba ser reemplazada por una más grande. Queremos decir que esa planta se convierte en otra cosa. Es decir, la idea de la permanencia en lo fugaz.
La idea del futuro vendría a justificar aquella antigua idea de Platón, que el tiempo es imagen móvil de lo eterno. Si el tiempo es la imagen de lo eterno, el futuro vendría a ser el movimiento del alma hacia el porvenir. El porvenir sería a su vez la vuelta a lo eterno. Es decir, que nuestra vida es una continua agonía. Cuando san Pablo dijo: «Muero cada día», no era una expresión patética la suya. La verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros? ¿Quiénes somos? Quizá lo sepamos alguna vez. Quizá no. Pero mientras tanto, como dijo san Agustín, mi alma arde porque quiero saberlo.
23 de junio de 1978
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