Fiódor Dostoyevski - El niño de la mano extendida

1 jul 2019

Fiódor Dostoyevski - El niño de la mano extendida

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Fiódor Dostoyevski - El niño de la mano extendida


Los niños son muy extraños; ocupan mis sueños y mis pensamientos. En los días previos a la Navidad y en la misma Nochebuena me encontré, en la esquina de cierta calle, con un muchacho que no podía tener más de siete años. A pesar del frío terrible, vestía prendas casi veraniegas, pero lucía una especie de harapo anudado al cuello, señal de que alguien lo había equipado antes de salir a la calle. Llevaba la mano extendida, término técnico que hace referencia a la mendicidad. Es un término acuñado por esos mismos muchachos. Hay muchos como el chiquillo de quien me ocupo, se interponen en vuestro camino y gimen alguna frase aprendida de memoria; pero éste no gemía, hablaba con cierta inocencia y falta de costumbre y me miraba a los ojos lleno de confianza; en resumidas cuentas, acababa de iniciarse en la profesión. En respuesta a mis preguntas me dijo que tenía una hermana enferma y sin trabajo; puede que fuera verdad, pero más tarde me enteré de que esos muchachos forman verdaderas hordas; los sacan a pedir limosna incluso en lo más crudo del invierno y, si no llevan nada, seguramente les espera algún golpe. Una vez que ha reunido unos cuantos kopeks, el muchacho regresa, con las manos rojas y entumecidas, a algún sótano, donde vive, en medio de continuas borracheras, una pandilla de holgazanes, de esos tipos que «habiendo salido del trabajo la víspera del domingo, no vuelven a sus puestos antes del miércoles por la tarde». Allí, en esos sótanos, se emborrachan con sus mujeres hambrientas y maltratadas; allí lloran, no menos hambrientos, los niños de pecho. Vodka, suciedad, depravación; pero sobre todo vodka. Con los kopeks que tiene en la mano, envían inmediatamente al muchacho a la taberna para que traiga más aguardiente. A veces, para divertirse, le dan un trago también a él y se ríen a carcajadas cuando el muchacho, con la respiración entrecortada, cae al suelo casi sin conocimiento,

y sin piedad me vertían en la boca
su abominable vodka…


Cuando crezca, se lo quitarán de encima cuanto antes, enviándolo a alguna fábrica, pero estará obligado a entregar todo lo que gane a esos holgazanes, que volverán a gastárselo en bebida. Pero ya antes de llegar a la fábrica esos niños se han convertido en auténticos delincuentes. Vagan por la ciudad y conocen lugares, en todos esos sótanos, en los que pueden deslizarse y pasar la noche sin que nadie repare en su presencia. Uno de ellos pasó varias noches seguidas en el cesto de una portería sin que el portero se diera cuenta. Ni que decir tiene que acaban convirtiéndose en ladronzuelos. El robo se convierte en una pasión incluso en niños de ocho años, a veces sin que se den la menor cuenta de que están cometiendo un acto delictivo. Al final acaban soportándolo todo —el hambre, el frío, los golpes— con tal de seguir gozando de libertad, y no tardan en huir de los holgazanes para llevar una vida vagabunda por su cuenta y riesgo. Esas criaturas salvajes a veces no saben nada, ni dónde viven, ni cuál es su patria; ni conocen la existencia de Dios o del soberano. Se cuentan de ellos tales cosas que cuesta creerlas, y sin embargo son hechos contrastados.

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