22 jul 2019
Arthur Rimbaud - Cuento
Un príncipe estaba molesto por no haberse dedicado nunca más que a la perfección de las generosidades vulgares. Preveía sorprendentes revoluciones del amor, y a sus mujeres las sospechaba capaces de algo mejor que aquella complacencia adornada de cielo y de lujo. Quería ver la verdad, la hora del deseo y de la satisfacción esenciales. Fuera ello o no fuera una aberración de piedad, así lo quiso. Poseía al menos un poder humano bastante amplio.
Todas las mujeres que lo habían conocido fueron asesinadas. ¡Qué saqueo del jardín de la belleza! Bajo el sable, lo bendijeron. Él no encargó otras nuevas. — Las mujeres desaparecieron.
Mató a todos aquellos que lo seguían, después de la caza o de las libaciones. — Todos lo seguían.
Se divirtió degollando animales de lujo. Hizo llamear los palacios. Se abalanzaba sobre las gentes y las cortaba en pedazos. — La multitud, los techos de oro, los bellos animales seguían existiendo.
¡Puede alguien extasiarse en la destrucción, rejuvenecerse por la crueldad! El pueblo no murmuró. Nadie ofreció la contribución de sus opiniones.
Una tarde galopaba orgullosamente. Un genio apareció, de belleza inefable, inconfesable incluso. ¡De su fisonomía y su porte se desprendía la promesa de un amor múltiple y complejo! ¡De una felicidad, indecible, insoportable incluso! El Príncipe y el Genio se aniquilaron probablemente en la salud esencial. ¿Cómo no iban a morir por ello? Juntos pues murieron.
Pero el Príncipe falleció, en su palacio, a una edad corriente. El Príncipe era el Genio. El Genio era el Príncipe.
La música sabia falta a nuestro deseo
En Iluminaciones
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