Silvina Ocampo - La cabeza de piedra

10 jun 2019

Silvina Ocampo - La cabeza de piedra

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Silvina Ocampo - La cabeza de piedra


(Composición que escribí para darle ánimo en el colegio a mi hija, y que mereció un cinco.)

  Somos nueve alumnas, pero una sola. Nuestros ojos miran para el mismo lado. Tenemos los mismos ideales, el mismo uniforme, los mismos gustos. Lo único que tenemos diferente es nuestra casa, nuestros padres. Nos parecemos como gotas de agua, unas más redondas, otras alargadas.

  Aquella cabeza de piedra deteriorada por el tiempo, con la mirada fija y, sin embargo, con los ojos vacíos, que todas habíamos visto sobre la puerta de un edificio a la salida del colegio, cada día, ya no estaba.

  Vanamente la buscamos como en un sueño. Si alguien la había sacado del sitio donde estaba colocada sobre aquella puerta oscura, hubiera quedado en el muro un nicho, una marca, algo que revelara de algún modo su existencia. Si la cabeza de piedra jamás hubiera estado en ese sitio como temíamos, sería demasiado extraño que un grupo de personas (dado que las niñas son personas) la hubiera visto. Un día resolvimos preguntar por la cabeza de piedra al portero, que vivía en los fondos de la casa. El hombre nos recibió de mal grado, porque interrumpimos su siesta, y le preguntamos con nuestra voz más dulce:

  —Señor portero, ¿sobre la puerta de entrada de esta casa no había hace poco una cara de piedra? Somos estudiantes y leímos una preciosa página de Gabriel Miró, algo muy hermoso sobre una cara de piedra. Tenemos que escribir una composición sobre ese tema…

  —…Y el otro día creímos ver sobre la puerta de esta casa esa misma cara de piedra —dijo Viviana, envalentonada, porque era la menos tímida de las niñas—. La andamos buscando, por eso vinimos.

  —No está aquí la señora Depiedra —respondió el portero sin salir de su letargo—. Un letargo furioso. —Está en el octavo piso. ¿Las espera? Pero no suban, porque llamo al vigilante.

  Se alejó sin saludar y lo oímos que repetía:

  —Hora de la siesta. ¡Qué piedra ni piedra! Hora de la siesta.

  —¿Subimos al octavo piso? —propuso Patricia, que es la más atrevida.

  Todas respondimos:

  —Claro que sí, claro que sí —y subimos.

  Nos pareció que tardábamos mucho en llegar al octavo piso. Una vez allí tocamos el timbre y apareció una señora con ruleros, malhumorada como el portero y con un revólver en la mano.

  —¿Qué quieren, niñas, a estas horas? ¿Es para algún beneficio? Ya vinieron a cobrarme las entradas. ¿Son de las esclavitas? ¿O son de María Auxiliadora? ¿O del Corazón de Jesús?

  —Perdone, señora —dijo María Irene, que es muy amable—. Venimos a preguntarle si en la puerta de calle de esta casa no-no hahabía… —pero María Irene tartamudeó y se interrumpió al ver sobre la puerta del departamento, frente a nuestros ojos, lo que también nosotros veíamos: la cabeza de piedra.

  —Todas ustedes son tartamudas? —preguntó la señora, impaciente de oírnos hablar a todas a un tiempo—. ¿No les enseñan a hablar en el colegio?

  Pero Patricia, que es la más tranquila, preguntó sin tartamudear, señalando la cabeza:

  —Señora, perdone el atrevimiento. Esa cabeza de piedra ¿no estaba colocada antes sobre la puerta de calle de esta casa?

  —Nunca —nos dijo la señora, empujándonos hacia afuera y entrecerrando la puerta—. Y no es de piedra, es de yeso, sépanlo; la compre por una bicoca —al oír la palabra nos reímos—. Si son asaltantes disfrazados de colegialas, porque algunas tienen bigotes y otras calzan 42, váyanse, queridas, a otra parte, porque aquí no encontraran nada de valor, salvo mi persona. Valgo mucho, niñas.

—No, señora —susurré—, lo que pasa es que vemos a través de las paredes.

 —Y de la altura —acotó Viviana.

  —Y tenemos más miedo que usted, porque no sabíamos que vivíamos en un mundo raro y gracias a usted lo hemos descubierto.

  —Conozco a las niñas de hoy, vieja. Todas con jueguitos de palabras.

  ¿Por qué nos decía vieja, palabra cariñosa, empujándonos hacia fuera, con ademán agresivo? Pero la señora había cerrado con tanta rapidez que un vestido quedó apresado en la puerta y oímos el ruido de la llave que cubría las súplicas para que volviera a abrir.

  Todas las chicas bajaron corriendo por la escalera, repitiendo:

  —Y tan arriba, tan escondida, la vimos —sin esperar el ascensor, para respirar el aire del día, para pedir una tijera al portero cuando se arrancaba la falda del vestido a la puerta.

  Al pie de la escalera la voz del portero decía:

  —¿Y, chicas? ¿Encontraron a la señora Depiedra?

  Nadie podía contestar. Finalmente alguien susurró:

  —¿Se llama así?

  —Pero, hombre, ¿no preguntaron por ella? No aprendieron a hablar todavía. Tanto uniforme, tanto libro, tanta tinta…

En Y así sucesivamente 1987

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