3 may 2019
Isidoro Blaisten - La sed
El matrimonio A y el matrimonio B eran amigos. Todos los viernes salían juntos. Conocían ya todos los cafés concert de San Telmo, ya habían visto (recomendados o no) todos los espectáculos de la temporada, habían asistido a todos los ballets desde el Bol¬shoi al Afrikano, ya habían visto todas las compañías extranjeras (aun las de función pública) desde los Piccoli de Podrecca hasta el Old Vic de Inglaterra, ya habían visto todas las películas eróticas antes de que las sacaran de cartel, habían detectado hasta el último restaurante que se pudiera abrir en la ruta dos, en la Panamericana y en el camino a Pacheco, y ya habían comido pollo en todas sus formas posibles: con guantes, con las manos, enterrado en el barro, metido en un nido de hornero, sumergido en brasas, atravesado por una espada.
Una tarde, un viernes, el hombre del matrimonio A, al cerrar la oficina y mientras pensaba que esa noche iba a invitar al matrimonio B al restaurante de Florencio Varela donde se iba a comer vestido de gaucho y con show de travestis, y pensaba en la sorpresa que se llevarían, porque incluso pensaba no decirle nada ni a su propia mujer, esa tarde mientras pensaba cómo la iba a gozar en el coche, porque iban a salir todos en el coche de él, mientras pensaba cómo la iba a gozar cuando le preguntasen: "Pero, che, dale, ya estamos llegando a la ruta dos", y la mujer del matrimonio B dijera: "Pero ¿adónde vas?" y él dijese: "Calma, calma, Roma no se hizo en un día", y su propia mujer iba a estar tiesa, orgullosa y callada, porque si llegaba a hablar, si llegaba a demostrar impaciencia, él pensaba que iba a sentir ganas de bajarla de un sopapo. Mientras pensaba todo esto, el marido del matrimonio A sintió sed. Antes de ir a buscar el coche dobló por 25 de Mayo y se detuvo en un bar. Al dejar su attaché sobre la única mesita de la vereda pensó: "Este bar debe ser nuevo". Cuando vino el mozo, pidió un gran balón de cerveza.
"¿Gran balón de la casa?" El le preguntó si eran nuevos. Lo eran. Hacía cinco días que estaban, y la especialidad de la casa era el gran balón. Y cuando el mozo se lo trajo y aun antes de beber, todos los planes del señor A cambiaron. Todo lo que aconteció después fue distinto. Toda la vida del matrimonio A y del matrimonio B tuvo otro cariz. Incluso la forma en que los cuatro murieron, completamente imprevisible además, tuvo su origen en el gran balón.
Las cosas pasaron así: el señor A vio el gran balón. El gran balón que vio el señor A era el balón más grande que había visto en su vida, y eso que el señor A había visto grandes balones. Era una especie de ánfora de vidrio que medía más de medio metro de alto con dos grandes asas o manijas.
Estaba montado en una tarima de goma como para conservar la estabilidad y venía en una especie de carrito de heladera.
El señor A se paró, bebió un sorbo, tomó su attaché, entró inmediatamente al bar, buscó al mozo, fue con él hasta la caja, el mozo le presentó al dueño y él convino lo siguiente: esa noche irían dos matrimonios, esa noche la única mesita de la vereda no tendría que estar ocupada por nadie. Esa noche el mozo le diría: "¿Lo de siempre, señor?", y traería cuatro grandes balones de la casa sin decir una palabra. Así quedaron.
* * *
-¿Adónde vamos hoy, querido?
-Calma, calma, Roma no se hizo en un día respondió el señor A. Llamalos y deciles que vengan ellos acá.
En sendos coches partieron los dos matrimonios. La consigna era seguir al coche del señor A. Previamente, en su casa, antes de salir, el señor A habló mucho sobre los beneficios de la cerveza. La señora del matrimonio B preguntó si era buena para el cutis. El señor A le explicó que un cliente suyo, que era dermatólogo, le había contado, hoy justamente, que la cerveza impedía el acné juvenil. Cuando su propia señora dijo que "la cerveza engorda y las carnes cuelgan", el señor A la miró con odio y tuvo ganas de hacerla callar de un sopapo. Cuando el mozo, después de darle la mano, preguntó: "¿Cómo está usted, señor? ¿Lo de siempre?", al señor B se le cayó el llavero del coche.
Cuando, ayudado por el dueño, que también había venido a saludar al señor A, el mozo trajo las mesas rodantes con los cuatro grandes balones y los pusieron junto a la única mesita, la señora del matrimonio A alcanzó a decir: "Oia
". No dijo más porque intuyó la muerte en los ojos de su marido. Si al señor B no se le hubiera ocurrido decir: "Grandes balones, eh. Un poco más chicos de los que tomamos el otro día. ¿Te acordás, querida?", y si la señora del señor B no hubiera respondido "cierto", seguramente todo hubiera sido distinto. El señor A se levantó bruscamente: "¿Dónde?", preguntó. "¿Dónde lo tomaste? ¿Dónde lo tomaron? ¿Balones como éstos, con rueditas?"
La señora del señor B dijo que no hacían falta las rueditas porque los grandes balones que habían tomado ya venían con dos pichones de hindúes cada uno con turbante y capa corta de raso rojo para ayudar a sostenerlos. Esa noche nadie bebió nada. El señor A pagó y los dos matrimonios se separaron ahí mismo. Pasó una semana. Parecía que ya nunca más el matrimonio A iba a saber nada del matrimonio B. Pero el viernes sonó el teléfono. La señora del matrimonio B invitaba al matrimonio A a tomar cerveza.
Los ocho adolescentes vestidos de hindúes se cuidaban bien de no hablar. Habían practicado para no enredarse en las capas mientras movían esos grandes botellones con manijas hasta la boca de los señores en cuanto éstos les hicieran una seña. En realidad, las dos parejas no tomaron ni una sola gota de cerveza, pero para eso les habían pagado. El dueño les había hecho miles de recomendaciones y ese señor, que ahora estaba ahí, les había explicado que ellos eran eunucos y que tenían la lengua cortada.
El lunes siguiente a la noche, bastante tarde, sonó el teléfono en casa del matrimonio B. La señora del matrimonio A invitaba al matrimonio B a ir a tomar cerveza a Bahía Blanca.
Ese viernes, y pese a que habían viajado toda la noche, nadie probó la cerveza en Bahía Blanca. Los cuatro paisanos de Patagones, tímidos, serviciales, vestidos de domingo, no entendían bien por qué este pueblero, que dentro de todo parecía bastante dado y simpático, los había contratado para eso, para dar un galopito cada vez que ellos tuvieran sed y se les ocurriese darles un rebencazo en el anca a los caballos. Cosa de gringos, pensaban. Eso de usar un pial tan largo para mover las palanganas esas llenas de cerveza hasta el tope y que después caían sobre unas guampas de vaca y al final, si nadie tomaba nada. Aprovechando la Semana Santa el matrimonio B invitó al matrimonio A a ir a tomar cerveza a Esquel. Durante el viaje en avión no hablaron nada. Se ubicaron alrededor de la mesa al lado de la bomba extractora. Los cuatro arrieros chilenos los miraban a través del frío. Les habían alquilado las cuatro llamas para sostener esos enormes tanques de YPF llenos de cerveza que se movían cada vez que bajaba el émbolo del pozo de petróleo llenando los alambiques colgantes. Sin embargo, ninguno de los cuatro sacó la pipeta para tomar. El señor A cerró la oficina. Compró cuatro pasajes. Fue a su casa y le dijo a su mujer:
-Invitalos.
El jueves salimos para Dakar. En Dakar, al bajar del jet, salieron a recibirlos dieciséis negros zulúes y cuatro panteras. Cada cuatro negros una pantera. Sobre cada pantera un enorme colmillo de elefante lleno de cerveza. El señor B despachó tres cables. En el cable primero dejaba la prosecución de todos sus negocios a su secretario. En el segundo cable, le requirió la provisión de todos los cheques de viajero disponibles. En el tercer cable, le hizo saber que le enviaría instrucciones pertinentes desde algún lugar del mundo. En el Tíbet, tras una escala en Pekín y varios fallidos intentos de conversación sobre los beneficios de la cerveza, subieron hasta el monasterio. Los grandes lamas contemplaban con ojos azorados a los dos matrimonios sudamericanos que, vestidos de buzos, caminaban en cuatro grandes piscinas de cristal térmico de alto impacto llenas de cerveza. Al séptimo día, los grandes lamas, contra su costumbre de no inmiscuirse en los asuntos del prójimo, extrajeron cuatro buzos inmóviles de las cisternas ubicadas en la terraza del monasterio. En mitad del visor de las escafandras, sobresalían los succionadores de cierre hermético, a la altura de la boca. Cuando les sacaron las escafandras, el gran lama, que sabía mucho de medicina, diagnosticó: "Señor A, infarto. Señor B, asfixia por inmersión (válvula mal cerrada). Señora A, úlcera perforada. Señora B, claustrofobia". Otro gran lama miró la cerveza. Contra su costumbre de no hablar, dijo:
-Lástima. Los pobres del monasterio. Sucia de barro. La cerveza es un gran alimento.
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