Clarice Lispector - La fuga

28 may 2019

Clarice Lispector - La fuga

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Clarice Lispector - La fuga


Empezó a quedar oscuro y ella tuvo miedo. La lluvia caía sin tregua y las aceras brillaban húmedas a la luz de las lámparas. Pasaban personas con paraguas, impermeable, muy apresuradas, los rostros cansados. Los automóviles se deslizaban por el asfalto mojado y uno que otro claxon tocaba suavemente.

  Quiso sentarse en una banca del jardín, porque en verdad no sentía la lluvia y no le importaba el frío. Realmente sólo un poco de miedo, porque aún no había decidido el camino que iba a tomar. La banca sería un punto de reposo. Pero los transeúntes la miraban con extrañeza y ella proseguía en la marcha.

  Estaba cansada. Pensaba siempre: «¿Pero qué va a suceder ahora?». Si permaneciera caminando. No era la solución. ¿Volver a casa? No. Temía que alguna fuerza la empujara hacia el punto de partida. Atontada como estaba, cerró los ojos e imaginó un gran torbellino saliendo de la Casa Elvira, aspirándola violentamente y volviéndola a colocar junto a la ventana, libro en mano, restableciendo la escena diaria. Se asustó. Esperó un momento en el que nadie pasaba para decir con todas sus fuerzas: «Tú no regresarás». Se apaciguó.

  Ahora que había decidido irse todo renacía. Si no estuviera tan confusa, le gustaría infinitamente lo que había pensado en dos horas: «Bien, las cosas todavía existen». Sí, extraordinario el descubrimiento, simplemente. Desde hace doce años estaba casada y tres horas de libertad la restituían casi entera a sí misma: La primera cosa que haría era ver si las cosas todavía existían. Si representara en un escenario esa misma tragedia, se palparía, se pellizcaría para saberse despierta. Lo que tenía menos ganas de hacer, no obstante, era representar.

  No había, sin embargo, solamente alegría dentro de ella. También un poco de miedo y doce años.

  Atravesó el paseo y se recargó en el muro costero, para mirar el mar. La lluvia continuaba. Había tomado el ómnibus en Tijuca y se había bajado en la Gloria. Ya había caminado más allá del Morro de la Viuda.

  El mar se revolvía fuerte y, cuando las olas rompían junto a las piedras, la espuma salada la salpicaba toda. Permaneció un momento pensando si ese tramo sería hondo, porque se tornaba imposible adivinar: las aguas oscuras, sombrías, podrían tanto estar a unos centímetros de la arena como esconder el infinito. Decidió intentar de nuevo ese juego, ahora que estaba libre. Bastaba mirar con lentitud hacia dentro del agua y pensar que aquel mundo no tenía fin. Era como si se estuviera ahogando y nunca encontrara el fondo del mar con los pies. Una angustia pesada. Pero, entonces, ¿por qué la buscaba?

  La historia de no encontrar el fondo del mar era antigua, venía desde pequeña. En el capítulo de la fuerza de gravedad, en la escuela primaria, había inventado a un hombre con una enfermedad graciosa. Con él, la fuerza de gravedad no hacía efecto… Entonces él caía hacia fuera de la Tierra y permanecía cayendo siempre, porque ésta no sabía darle un destino. ¿Caía dónde? Después lo resolvía: seguía cayendo, cayendo y se acostumbraba, llegaba a comer cayendo, a dormir cayendo, a vivir cayendo, hasta morir. ¿Y continuaría cayendo? Pero en ese momento el recuerdo del hombre no la angustiaba y, por el contrario, le traía un sabor de libertad que desde hacía doce años no sentía. Porque su marido tenía una propiedad singular: bastaba su presencia para que los menores movimientos de su pensamiento quedaran paralizados. Al principio, eso le había traído cierta tranquilidad, pues acostumbraba a cansarse pensando en cosas inútiles, a pesar de ser divertidas.

  Ahora la lluvia ha parado. Sólo hace frío pero está muy agradable. No volveré a casa. Ah, sí, eso es infinitamente consolador. ¿Él quedará sorprendido? Sí, doce años pesan como kilos de plomo. Los días se derriten, se funden y forman un solo bloque, una gran ancla. Y la persona está perdida. Su mirada adquiere una forma de pozo hondo. El agua oscura y silenciosa. Sus gestos se tornan blancos y ella tan sólo tiene un miedo en la vida: que algo venga a transformarla. Vive tras una ventana, mirando a través de los vidrios la estación de lluvias que cubre la del sol, después vuelve el verano y las lluvias de nuevo. Los deseos son fantasmas que se diluyen apenas se enciende la lámpara del buen sentido. ¿Por qué los maridos representan el buen sentido? El suyo es particularmente firme, bueno, nunca yerra. De esas personas que usan únicamente una marca de lápiz y repiten de memoria lo que está escrito en la suela de los zapatos. Usted puede preguntarle sin temor cuál es el horario de los trenes, el periódico de mayor circulación, e incluso en qué región del globo los chavales se reproducen con mayor rapidez.

  Ella se ríe. Ahora puede reír… Yo comía cayendo, dormía cayendo, vivía cayendo. Voy a buscar un lugar donde poner los pies…

  Halló tan gracioso ese pensamiento que se inclinó sobre el muro y se puso a reír. Un hombre gordo se paró a cierta distancia, mirándola. ¿Qué es lo que hago? Tal vez acercarme y decirle: «Hijo mío, está lloviendo». No. «Hijo mío, yo era una mujer casada y soy ahora una mujer». Se puso a caminar y olvidó al hombre gordo.

  Abre la boca y siente el aire fresco que la inunda. ¿Por qué esperó tanto tiempo para esa renovación? Sólo hoy, después de doce siglos. Había salido de la ducha fría, se había vestido con ropa ligera, había tomado un libro. Pero hoy era diferente de todas las tardes de los días de todos los años. Hacía calor y estaba sofocada. Abrió todas las ventanas y las puertas. Pero no: el aire estaba ahí, inmóvil, grave, pesado. Nada de brisa y el cielo bajo, las nubes oscuras, densas.

  ¿Cómo fue que sucedió eso? Al principio tan sólo el malestar y el calor. Después algo dentro de ella empezó a crecer. De repente, con movimientos pesados, minuciosos, arrancó la ropa del cuerpo, la destrozó, la rasgó en largas tiras. El aire se cerraba en torno a ella, la apretaba. Entonces un fuerte estruendo sacudió la casa. Casi al mismo tiempo, caían gruesas gotas de agua, tibias y espaciadas.

  Permaneció inmóvil en medio de la habitación, jadeante. La lluvia aumentaba. Oía su tamborilear en el cobertizo de lámina del jardín y el grito de la criada recogiendo la ropa. Ahora era como un diluvio. Un viento fresco circulaba por la casa, alisaba su rostro caliente. Entonces, quedó más calmada. Se vistió, juntó todo el dinero que había en casa y se fue.

  Ahora tiene hambre. Hace doce años que no siente hambre. Entrará en un restaurante. El pan está recién hecho, la sopa caliente. Pedirá café, un café oloroso y fuerte. Ah, cómo todo es bonito y tiene encanto. El cuarto del hotel tiene un aire extranjero, la almohada grande es suave, perfumada la ropa limpia. Y cuando la oscuridad domine el aposento, una luna enorme surgirá, después de esa lluvia, una luna fresca y serena. Y ella dormirá cubierta con el resplandor lunar…

  Amanecerá. Tendrá la mañana libre para comprar lo necesario para el viaje, porque el navío sale a las dos de la tarde. El mar está quieto, casi sin olas. El cielo de un azul violento, clamoroso. El navío se aleja rápidamente… Y en breve el silencio. Las aguas cantan en el casco, con suavidad, cadencia… En torno, las gaviotas aletean, blancas espumas huidas del mar. Sí, ¡todo eso!

  Pero ella no tiene suficiente dinero para viajar. Los pasajes son tan caros. Y toda esa lluvia que agarró le dejó un frío agudo por dentro. Bien podría ir a un hotel. Eso es verdad. Pero los hoteles de Río no son adecuados para una señora sin compañía, salvo los de primera clase. Y en éstos puede tal vez encontrar a algún conocido del marido, lo que ciertamente le perjudicaría los negocios.

  Sí, todo esto es mentira. ¿Cuál es la verdad? Doce años pesan como kilos de plomo y los días se cierran en torno al cuerpo de uno y aprietan cada vez más. Regreso a casa. No puedo tener rabia de mí, porque estoy cansada. Y realmente todo está sucediendo, yo nada estoy provocando. Son doce años.

  Entra a la casa. Es tarde y su marido está leyendo en la cama. Le digo que Rosita estuvo enferma. ¿No recibiste su recado avisando de que sólo volvería ya de noche? No, dice él.

  Toma un vaso de leche caliente porque no tiene hambre. Viste un pijama de franela azul, con puntitos blancos, muy suave realmente. Le pide al marido que apague la luz. Él la besa en el rostro y le dice que lo despierte a la siete en punto. Ella lo promete, él apaga la luz.

  De entre los árboles, sube una luz grande y pura.

  Permanece con los ojos abiertos durante un rato. Después enjuga las lágrimas con la sábana, cierra los ojos y se acomoda en la cama. Siente la luz de la luna que la cubre lentamente.

  Dentro del silencio de la noche, el navío se aleja cada vez más.

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