Martin Amis - La muerte de Denton

6 feb 2019

Martin Amis - La muerte de Denton


Martin Amis - La muerte de Denton


De pronto Denton supo que los hombres serían tres, que vendrían después del anochecer, que el jefe tendría su propia llave, y que actuarían en forma tranquila y deliberada, con la certeza de que tendrían tiempo suficiente para hacer lo que tenían que hacer. Sabía que serían corteses, considerados, urbanos, cualquiera fuese el estado en que él se encontrara cuando llegaran, y que le permitirían ponerse cómodo, incluso fumar un último cigarrillo. Nunca tuvo dudas de que le caerían muy bien y que los admiraría a los tres, y que desearía haber sido amigo de ellos. Sabía que usaban una máquina. Como si se lo revelara una percepción especial, Denton pensaba con frecuencia e insistentemente en el momento en que el jefe consentiría en tomarle la mano cuando la máquina empezara a funcionar. Sabía que ya estaban allí, viendo gente, haciendo llamadas telefónicas; y sabía que debían ser muy costosos.

  Al principio se interesaba mucho en adivinar quién habría contratado a los tres hombres y su máquina, y eso lo hacía sentirse importante. ¿Quién se habría tomado el trabajo de hacer esto por él? Tal vez su hermano, ese hombre grandote y exhausto que Denton nunca había querido ni odiado, a quien nunca había sentido cerca ni en modo alguno amenazante. Últimamente se habían peleado por la repartija de los bienes que dejara su madre, y en realidad Denton se las había arreglado para asegurarse algunos extras sin valor a expensas de él, pero ésa era una razón de más por la que su hermano no podría afrontar el gasto. En la oficina había un hombre a quien Denton probablemente le había arruinado la vida: primero lo forzó a colaborar con él en un robo de rutina allí mismo, luego lo delató ante sus superiores, diciendo que había recurrido a la duplicidad sólo para ponerlo a prueba (la empresa no solamente despidió al hombre, sino que, con cierta alarma de Denton, le hizo juicio por estafa y lo ganó); pero alguien a quien se le podía arruinar la vida tan fácilmente no iba a hacer esto por uno. Y había varias mujeres que todavía estaban en los confines de su vida, mujeres a quienes había maltratado lo más que pudo, y que gozaban con las frustraciones de Denton, se alegraban de sus pesares, se reían de sus pérdidas. Se enteró de que una de ellas iba a casarse con un hombre muy rico, o al menos lo bastante rico como para contratar a los tres hombres; pero Denton nunca le había importado tanto como para hacer esto por él.

  De todas maneras en unos días se le fue la preocupación por saber quién había contratado a los hombres. Denton se movía lentamente en los dos cuartos de su departamentito a medio decorar, calmado, distraído, con la mente tan vacía como los vidrios polvorientos de las ventanas y las paredes vacías, pintadas de colores chillones. Ahora ya nada lo aburría. Andaba todo el día en silencio por el departamento, no pagaba el alquiler (nadie parecía esperar seriamente que lo pagara), no iba a la oficina más que una o dos veces por semana y después ninguna (y a nadie parecía importarle; se comportaban con el tacto y la distancia de los parientes comprensivos), y no preguntaban quién había contratado a los tres hombres y su máquina. Denton tenía algún dinero, suficiente para comprar leche y algunos alimentos indispensables. En su juventud había sido anoréxico porque odiaba la idea de envejecer y engordar.

  Ahora su estómago había vuelto a descubrir esa tensión madura y sentimental, y solía vomitar de inmediato después de ingerir sólidos.

  Pasaba el día sentado en el living vacío, pensando en su infancia. Sentía que toda la vida había estado alejándose de la felicidad de su juventud, alejándose para llegar a la inseguridad y la desilusión de la mediana edad, cuando gradualmente, como por un consenso, él dejó de gustarle a la gente y la gente dejó de gustarle a él. ¿Qué me pasó?, se preguntaba Denton. A veces tenía la repetida imagen de él mismo a los seis o siete años, corriendo a tomar el ómnibus escolar, con la mochila apretada bajo un brazo, el rostro fresco y tranquilo… y de pronto se inclinaba hacia adelante y sollozaba roncamente tapándose la cara con las manos, para después levantarse e ir quizás a preparar té, y a contemplar los complicados movimientos en la calle, sintiéndose borracho y sabio. Denton agradecía a cualquiera que hubiera contratado a los tres hombres para hacerle esto; jamás se había sentido tan lleno de vida.

  Más tarde, su mente se concentraba únicamente en la llegada de los tres hombres con su máquina, y su infancia se desvanecía junto con otros pedazos de su vida. Sin hacerse ver, Denton «racionalizaba» sus provisiones de alimentos, importando una variedad de leches en polvo y comida para bebés de amplio espectro, de manera que, si fuera necesario, pudiera no salir nunca más del departamento. Con la agria obcecación de un adolescente decidió dejar de lavar su ropa y de bañarse. Cada mañana los vidrios de las ventanas estaban más empañados, dejaba encendidas noche y día las estufas que secaban el ambiente. Sus dos habitaciones se recalentaron y se volvieron inhóspitas, como invernaderos abandonados bajo las tormentas de verano. Una vez siguió el impulso de abrir con un golpe la ventana atrancada del living. Las puertas de entrada resonaron de una manera odiosa, como si estuvieran llenas de acero.

  Cerró la ventana y volvió a su sillón junto a la estufa, donde permaneció con la cara inexpresiva hasta que llegó la hora de acostarse.

  Durante la noche lo atormentaban y lo deleitaban los sueños. Lloraba en playas rojas, las olas se alzaban ante él hasta ocultar el Sol. Veía ciudades que se desmoronaban, montañas que se alejaban, continentes que se partían en pedazos. Conducía un mundo agonizante hacia el calor amigo del espacio.

  Sostenía planetas con las manos. Caminaba, tambaleante, bajo arcadas interminables, observado desde las oscuras puertas por figuras conocidas, encapuchadas. Unas niñitas voladoras con agudos dientes de depredadores se acercaban a él por el aire en veloces curvas ondulantes, imposibles. Se encontraba con alguien que era él mismo, más joven, y le llevaba comida, pero un águila se la arrebataba. A menudo se despertaba acostado en diagonal en la cama, con las mejillas húmedas de las lágrimas que había derramado. ¿Cuándo vendrían? ¿Cómo sería la máquina? Denton pensó en la llegada de los tres hombres como si se sintiera abandonado por una amante que lo hubiese dejado mucho tiempo antes; el golpe en la puerta, las sonrisas tranquilas que inspiraban confianza, el lecho, el cigarrillo que se pide, la mano del jefe que se ofrece, la máquina. Denton imaginaba el momento como un simple cambio de humor, un simple pasaje de un estado a otro, como despertarse o dormirse o darse cuenta repentinamente de algo. Sobre todo se deleitaba con la idea de ese apretón de manos tranquilizante cuando la máquina empezara a funcionar, un peldaño de una escalera, el contacto con la mano del otro mientras se iba la vida y comenzaba la muerte. ¿Cómo sería su muerte? La mente de Denton veía catálogos de emblemas, bestiarios. La nada, y un zumbido rojo. Un engaño. Un patio de juegos desierto.

  Sueños dolorosos. El fracaso. La sensación de que los otros quieren librarse de uno. El proceso de morir repetido eternamente, ¿cómo será mi muerte?, pensó, y de pronto supo, con abrupta certeza, que su muerte sería como su vida: diferente en la forma, tal vez, pero nada nuevo, el mismo equilibrio entre lo tolerable y lo intolerable. Lo mismo.

  Más tarde, esa misma noche, Denton abrió los ojos y estaban allí. Dos de ellos en el vano iluminado de la puerta de su dormitorio, en posturas que revelaban el peso de la tarea que tendrían que cumplir. Detrás de ellas, en la otra habitación, oía al tercer hombre que preparaba la máquina. El cielo raso amarillo estaba lleno de sombras. Denton se incorporó de inmediato, hizo un vago intento de alisar su ropa y sus cabellos.

  —¿Son ustedes? —preguntó Denton.

  —Sí-respondió el jefe—, aquí estamos otra vez. —Miró a su alrededor—. Qué chico desaseado eres, ¿eh?

  —Ay, no me digan eso —contestó Denton—. No me lo digan ahora.

  Sintió una oleada de vergüenza y lástima de sí mismo, se vio a sí mismo como lo veían los otros, un viejo vagabundo en una habitación sucia, con miedo de morir. Cuando avanzaron hacia él estalló en lágrimas, le pareció la única forma de expresar su desvalimiento.

  —Ya casi estamos —dijo uno de los hombres con voz melosa. Y un segundo después los tres se inclinaron sobre él. Lo alzaron de la cama y lo llevaron al living. Comenzaron a atarlo con correas de cuero a una silla recta, manipulándolo como médicos del ejército a un paciente difícil. Todo fue muy rápido.

  —Un cigarrillo, por favor —dijo Denton.

  —No nos sobra el tiempo, ¿sabe? —murmuró el jefe—. Claro que lo sabe.

La máquina estaba lista. Era una caja negra con una luz roja y dos llaves cromadas; hacía un ruido sordo. De la parte más próxima salía un tubo brillante de color carne, que terminaba en algo parecido a una pequeña máscara de gas rosada o al protector bucal de un boxeador.

  —Abra grande —dijo el jefe.

  Denton se resistía débilmente. Le apretaron la nariz.

  —Mañana todo será cosa del pasado —continuó el jefe—. Terminaremos… en… dos minutos. Separó con sus dedos los labios apretados de Denton. El aparato bucal se ubicó sobre los dientes de adelante. Parecía un ser vivo que buscaba su inserción con sus superficies carnosas que sabían dónde colocarse.

  Denton comenzó a sentir una succión profunda, de adentro hacia afuera en el pecho, que le daba náuseas, como si cada corpúsculo se preparara para un movimiento abrupto y concertado. ¡La mano! Denton se puso rígido. Con inútil enojo luchó por atraer la atención del jefe, desorbitado y dejando escapar débiles sonidos finales desde lo más profundo de la garganta. Cuando la presión se instaló poderosamente en su pecho, se inclinó y flexionó las muñecas, luchando encarnizadamente contra las correas de cuero. Algo le cosquilleaba el corazón con dedos gruesos y fuertes. Flotaba a tientas en aguas oscuras. Se estaba muriendo solo.

  —Bien —dijo uno de los hombres cuando se aflojó su cuerpo—, está listo.

  Denton abrió los ojos por última vez. El jefe lo miraba fijamente. Denton no tenía fuerzas, fruncía el entrecejo tristemente. El jefe comprendió casi de inmediato, sonriendo como un padre a su chico que se ha puesto nervioso.

  —Ah, sí —dijo—, éste es el momento en que Denton siempre quiere que le den la mano.

  Denton oyó el clic de la segunda llave y sintió que tiraban de una larga cuerda que iba saliendo de su boca.

  El jefe le estrechaba firmemente la mano mientras se iba la vida y comenzaba la muerte de Denton.

  De pronto Denton supo que los hombres serían tres, que llegarían después del anochecer, que el jefe tendría su propia llave, y que actuarían en forma tranquila y deliberada, sabiendo que tenían todo el tiempo necesario para hacer lo que debían hacer. Al principio se interesaba mucho en adivinar quién habría contratado a los hombres y a su máquina. Pocos días después esta cuestión dejó de interesarle. Pasaba el día sentado en el living vacío, pensando en su infancia.

  Y después su mente se concentró totalmente en la llegada de los hombres y su máquina, y su infancia se desvaneció junto con todos los otros fragmentos de su vida. Por la noche lo lastimaban y lo deleitaban los sueños. ¿Cuándo llegarían los hombres? ¿Cómo sería su muerte? Esa misma noche Denton abrió los ojos y estaban allí.

  —Sí —dijo el jefe—, aquí estamos otra vez.

  —Ay, no me digan eso —dijo Denton—. No ahora.

  La máquina estaba lista. El jefe le apretaba la mano mientras se iba la vida, y comenzaba la muerte de Denton.