11 ago 2020
Roberto Arlt - La ola de perfume verde
Yo ignoro
cuáles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a
los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores.
Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo;
pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamó:
—¿Ya apareció
el espantoso mal olor?
El olfato del
profesor Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo
convenir que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel
restaurant de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada
en trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados
la cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia
elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel.
El dueño del
restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos
conspicuos que toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su
flema, y, dirigiéndose a nosotros —desde el mostrador, naturalmente—, meneó la
cabeza para indicarnos lo insólito de semejante perfume.
Luis y yo
asomamos, en compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En
la calle acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los
focos eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía
las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en
todas direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante,
llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la
calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién
despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas
de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que
con alarmante entonación de voz preguntaban:
—¿No serán
gases asfixiantes?
A las tres de
la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor
clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se
había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los
gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un
pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias.
Los fotógrafos
de los periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio,
impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones,
terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban
el fenómeno inexplicable.
Lo más curioso
del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos.
"Xenius", el hábil fotógrafo de "El Mundo" nos ha dejado
una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre
las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar
descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo.
Junto a los
zócalos de casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción
encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros
o las pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta
orgía, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo
corrían como si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al
suelo, la lengua caída entre los dientes.
A las cuatro
de la madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni
la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos
miraban hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano.
La luna lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros
aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente.
Algunos
ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel
vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse
refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los
vecindarios donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era
necesario taparse los oídos o estrangularles.
—¿Qué sucede?
¿Qué pasa?—era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces,
en la misma boca.
Jamás se
registraron tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como
entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los
tableros de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener
una sola comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho,
habían colgado los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los
vestíbulos de las comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de
comités políticos, militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta,
que nadie podía responder:
—¿Qué sucede?
¿De dónde sale este perfume?
Se veían
viejos comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de
oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de guerra;
los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que podían
afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello era bien
evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos estaban asustados,
y no era para menos.
A las cinco de
la mañana se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de
Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del
fenómeno. Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada
nariz empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire.
En los
cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El
ministro de Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la
mañana; hubo consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de
todas las reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo, por no ser
menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que
estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias
un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí
esta vacua pregunta:
—¿Qué sucede?
¿De dónde viene este perfume?
Imposible
transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en
las aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los
transmitía a los que estaban mucho más lejos.
"Comunican
que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan."
"De Goya
informan que ha llegado la ola de perfume verde."
"Los
químicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan
que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna
fábrica de productos tóxicos."
"La
Jefatura de Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se
registra ninguna víctima y no existen razones para suponer que el perfume
petróleo-clavel sea peligroso."
"El
observatorio astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que
no se ha registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta
ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o
de radioactividad."
"Bariloche
informa que ha llegado la ola de perfume."
"Rio
Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume."
"El
observatorio astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la
velocidad de doce kilómetros por minuto."
"Nuestro
diario instaló un servicio permanente de comunicación con estación de radio;
además situó a un hombre frente a las pizarras de su administración; éste
comunicaba por un megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y
cuarto de la mañana se supo que en reunión de ministros se había resuelto
declarar el día feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las
estaciones de radios y los periódicos se dirigían a todos los habitantes del
país, encareciéndoles:
"1° No
alarmarse por la persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado,
se presume absolutamente inofensivo.
"2° Por
consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población
abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que
puede originar la ola de perfume."
Lo que resulta
evidente es que el día 15 de septiembre los sentimientos religiosos adormecidos
en muchas gentes despertaron con inusitada violencia, pues las iglesias
rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores no era
"estamos en las proximidades del fin del mundo", en muchas personas
se desperezaba ya esta pregunta.
A las nueve de
la mañana, la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se
echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel
se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar
en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en
las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que
acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos
comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se
prolongaron durante más de sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron
su stock de productos a base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en
que apareció el segundo boletín extraordinario editado por todos los periódicos:
el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de
vendedores yacían extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama,
permanecía amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por
seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se
habían interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las
poblaciones: los trenes permanecían en medios de los campos...con los fuegos
apagados; los agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se
dio el caso de un ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se
introdujo en una oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de
sus llaves e intento abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le
miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su
voluntad se quebró y cayó amodorrado junto a los otros.
En las
cárceles el aire confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos
que en los centinelas que los custodiaban lo alto de las murallas donde la
atmósfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la
violencia del sueño que se les metía en una "especie de aire verde por las
narices" y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó
el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación
de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde.
Las únicas que
parecían insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas,
y fue la única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores,
salieron de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los
gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones.
A las tres de
la tarde respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá
de mi escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una
atmósfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y
millones de hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se
aprecia cada vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban
penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel
instante el único recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk
mirando el sol verdoso.
Debimos
permanecer en la más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando
despertamos la total negruda del cielo estaba rayada por tan terribles
relámpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo.
El profesor
Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmuró:
—Lo había
previsto; ¡vaya si lo había previsto!
Un estampido
de violencia tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió
escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielo,
y el edificio se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos
se podía percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando
en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles.
Fue la última
descarga eléctrica.
El profesor
Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo
bizco, repitió:
—Lo había
previsto.
Irritado me
volví hacia él.
—¿Qué es lo
que había previsto usted, profesor?—grité.
—Todo lo que
ha sucedido.
Sonreí
incrédulamente. El profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una
libreta, la abrió y en la tercera hoja leí:
"Descripción
de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las
poblaciones de la Tierra."
—¿Qué es eso
de los hidrocarburos cometarios?
El profesor
Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó:
—La substancia
dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola
de un cometa.
—¿Y por qué no
lo dijo antes?
—Para no
alarmar a la gente. Hace diez días que espero la ocurrencia de este fenómeno,
pero..., a propósito; anoche usted se ha quedado debiéndome treinta tantos de
nuestra partida.
Aunque no lo
crean ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en
que pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos
fantástico silencio.