6 sept 2020
Saki - La apuesta
—Ronnie es una gran prueba para mí —comentó quejosa la señora Attray—. Este febrero ha cumplido sólo dieciocho años y ya es un jugador inveterado. Te aseguro que no sé de dónde lo habrá heredado; su padre jamás tocó las cartas, y ya sabes lo poco que juego yo… una partida de bridge las tardes de los miércoles de invierno, a tres peniques el ciento, y ni siquiera lo haría de no ser porque Edith siempre necesita un cuarto jugador y si no me tuviera a mí se lo pediría a esa detestable Jenkinham. Preferiría mucho más sentarme a charlar en lugar de jugar al bridge; creo que las cartas son una pérdida de tiempo. Pero Ronnie tan sólo piensa en el bridge, el bacará y los solitarios del poker. Por supuesto que he hecho todo lo posible para evitarlo; les he pedido a los Norridrum que no le dejen jugar a las cartas cuando va allí, pero sería lo mismo pedirle al océano Atlántico que se mantenga tranquilo durante un crucero que esperar que ellos se preocupen por las ansiedades naturales de una madre.
—¿Y por qué le permites ir allí? —preguntó Eleanor Saxelby.
—Querida, no quisiera ofenderles —contestó la señora Attray—. Al fin y al cabo, son los propietarios de mi casa, y tengo que acudir a ellos siempre que quiero hacer alguna reforma; fueron muy complacientes con lo del tejado nuevo para el invernadero de las orquídeas. Y me prestan uno de sus coches cuando el mío está estropeado; ya sabes lo a menudo que se estropea.
—No sé con cuánta frecuencia, pero debe ser mucha —contestó Eleanor—. Siempre que quiero que me lleves a alguna parte en tu coche me dices que le pasa algo, o que el chófer tiene neuralgia y no quieres pedirle que salga.
—Sufre mucho de neuralgia —replicó presurosa la señora Attray—. De cualquier manera, puedes entender que no quiera ofender a los Norridrum. Su casa es la más bulliciosa del condado y creo que nadie sabe hasta una o dos horas antes cuándo aparecerá en la mesa una comida, o en qué consistirá cuando aparezca.
Eleanor Saxelby se estremeció. Le gustaba tomar sus comidas a horas regulares y en proporciones tranquilizadoras.
—No obstante, con independencia de cómo sea su vida doméstica —siguió diciendo la señora Attray—, como caseros y como vecinos son considerados y atentos, por lo que no quiero indisponerme con ellos. Además, si Ronnie no jugara a las cartas, jugaría a alguna otra cosa.
—No si eres firme con él. Yo creo ser firme.
—¿Firme? Lo soy —exclamó la señora Attray—. Soy más que firme: soy previsora. Hago todo lo que se me ocurre para impedir que Ronnie juegue por dinero. Le he quitado la paga para el resto del año, por lo que ni siquiera puede jugar a crédito, y he suscrito en su nombre una buena suma para el cepillo de la iglesia, en lugar de darle pequeñas monedas de plata para que las eche en la bolsa los domingos. Ni siquiera le dejo que se haga cargo del dinero para las propinas de los ayudantes de caza, y las envío por transferencia postal. Con eso se puso furioso, pero le recordé lo que había sucedido con los diez chelines que le di para la «Semana de Autonegación» de la Liga del Esfuerzo de los Jóvenes.
—¿Qué es lo que sucedió? —preguntó Eleanor.
—Bueno, Ronnie hizo con ellos, por su propia cuenta, unas tentativas relacionadas con el Grand National. Tal como él dijo, si le hubiera salido bien habría dado a la Liga veinticinco chelines quedándose él una cómoda comisión; pero tal como salió el asunto, los diez chelines fueron una de las cosas que la Liga tuvo que negarse a sí misma. Desde entonces he procurado que no tuviera ni una moneda de un penique en sus manos.
—Lo conseguirá de alguna manera —comentó Eleanor con tranquila convicción—. Venderá cosas.
—Amiga mía, en esa dirección ya ha hecho todo lo que podía hacer. Se ha desprendido del reloj, de la petaca de caza y de sus cajas de cigarrillos, y no me sorprendería que llevara gemelos de imitación de oro en lugar de los que le regaló tía Rhoda en su decimoséptimo cumpleaños. La ropa no puede venderla, claro está, salvo el abrigo de invierno, que he encerrado en el armario del alcanfor con el pretexto de evitar las polillas. No veo de qué otra manera podrá conseguir dinero. Creo que he sido firme y previsora.
—¿Ha visitado últimamente a los Norridrum? —preguntó Eleanor.
—Fue allí ayer por la tarde y se quedó a cenar —contestó la señora Attray—. No sé muy bien a qué hora regresó a casa, pero sospecho que tarde.
—Entonces puedes estar segura de que jugó —replicó Eleanor con el tono confiado del que tiene pocas ideas pero obtiene de ellas el máximo provecho—. En el campo las horas tardías siempre significan juego.
—No puede jugar si no tiene dinero ni posibilidad de obtenerlo —argumentó la señora Attray—. Aunque las apuestas sean pequeñas, uno debe tener la perspectiva decente de poder pagar las pérdidas.
—Quizás haya vendido alguno de los polluelos de faisán de Amherst —sugirió Eleanor—. Me atrevería a decir que podría obtener diez o doce chelines por cada uno.
—Ronnie no haría algo semejante; además esta mañana fui a contarlos y todos estaban allí. No —siguió diciendo con la satisfacción tranquila que procede de un logro laborioso y merecido—. Creo que anoche Ronnie tuvo que contentarse con el papel de espectador por lo que concierne a la mesa de juego.
—¿Va bien ese reloj? —preguntó Eleanor, cuya mirada se dirigía inquieta hacia él desde hacía algún tiempo—. En tu casa suele almorzarse con tanta puntualidad.
—Pasan tres minutos de la media hora —exclamó la señora Attray—. La cocinera debe estar preparando algo inusualmente suntuoso en tu honor. No estoy en el secreto; ya sabes que he estado fuera toda la mañana.
Eleanor le dedicó una sonrisa de perdón. Un esfuerzo especial de la cocinera de la señora Attray merecía una espera de unos minutos.
El hecho cierto fue que el almuerzo, cuando hizo su tardía aparición, resultaba claramente indigno de la fama que se había ganado la cocinera, justamente alabada. Sólo la sopa habría bastado para pensar con pesimismo en cualquier comida que inaugurara, y no fue redimida por ninguno de los siguientes platos. Eleanor habló poco, pero cuando lo hizo había en su voz un indicio de lágrimas que resultó mucho más elocuente que cualquier denuncia explícita, y hasta el despreocupado Ronald mostró rasgos depresivos cuando probó los rognons Saltikoff.
—No es el mejor almuerzo del que he disfrutado en tu casa —comentó finalmente Eleanor cuando sus últimas esperanzas se desvanecieron con el postre.
—Querida mía, es la peor comida que he tomado en años —contestó la anfitriona—. Este último plato se componía sobre todo de pimienta roja y pan tostado húmedo. Lo siento muchísimo. ¿Sucede algo en la cocina, Pellin? —preguntó dirigiéndose a la doncella.
—Verá, señora, la nueva cocinera apenas ha tenido tiempo de verlo todo adecuadamente, como ha venido tan de repente —comenzó a decir Pellin a modo de explicación.
—¡La nueva cocinera! —gritó la señora Attray.
—La cocinera del coronel Norridrum, señora —añadió Pellin.
—¿Qué demonios quiere decir? ¿Qué está haciendo en mi cocina la cocinera del coronel Norridrum… y dónde está mi cocinera?
—Eso puedo explicarlo yo mejor que Pellin —intervino precipitadamente Ronald—. El hecho es que ayer cené en casa de los Norridrum, quienes deseaban tener una buena cocinera como la tuya para hoy y para mañana, pues se aloja en su casa un gourmet; la suya no es que sea muy buena… bueno, ya has visto lo que hace cuando está nerviosa. Por eso me pareció bastante deportivo jugarles al bacará el préstamo de nuestra cocinera contra una apuesta en metálico; y perdí, eso es todo. He tenido una suerte podrida en el bacará todo este año.
El resto de la explicación, acerca de cómo había asegurado a las cocineras que esa transferencia temporal contaba con el permiso de su madre, y cómo había metido a la una y sacado a la otra durante la ausencia materna, quedó ahogado por los escandalizados gritos de censura.
—Si hubiera vendido a la mujer como esclava, el alboroto que montaron no habría sido mayor —confió más tarde a Bertie Norridrum—. Eleanor Saxelby fue la que con más furia y fuerza gritó de las dos. Mira, te apuesto dos de los faisanes de Amherst contra cinco chelines a que se niega a tenerme como compañero en el torneo de croquet. Nos han emparejado, ya lo sabes.
En esta ocasión ganó la apuesta.
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