24 jul 2020
Antón Chéjov - Un sesión de hipnotismo
La enorme sala rutilaba con sus luces y hormigueaba de gente. Era el reino del hipnotizador. A pesar de su aspecto endeble y poco atractivo, el hipnotizador brillaba, lucía, deslumbraba. Le sonreían, y aplaudían y obedecían. Y también palidecían.
Hacía literalmente milagros. Dormía a uno, tetanizaba al otro, colocaba a un tercero con la nuca sobre una silla y la planta de los pies en otra. Vimos reducir a un periodista delgado y alto al estado de espiral. En una palabra, encadenaba las diabluras. Ejercía una influencia especial sobre las damas.
Bajo su mirada, caían como moscas. ¡Oh, los nervios de las mujeres! Sin ellas, nos aburriríamos mucho en este mundo. Habiendo dado pruebas de su arte con todas las personas presentes, se acercó a mí.
—Me parece que usted es de un natural muy maleable —me dijo—. Es usted tan nervioso, tan expresivo. ¿Aceptaría dejarse dormir?
—¿Por qué no? Con mucho gusto, adelante—. El hipnotizador se sentó vis-á-vis; me cogió las manos y posó sus terribles ojos, ojos de serpiente, en mis pobres ojos.
El público nos rodeaba.
—¡Chist, damas y caballeros! ¡Chist! ¡Silencio!
Se calmaron… Nosotros continuábamos sentados, mirándonos a los ojos. Transcurrió un minuto… y otro… Yo tenía un hormigueo en la espalda, mi corazón parecía salírseme del pecho, pero en modo alguno caía en el trance.
Transcurrieron así cinco minutos… siete minutos…
—Resiste —dijo alguien—. ¡Bravo! ¡Eso es un hombre!
Aún continuábamos sentados, y nos mirábamos… Yo no tenía ganas de caer en el sueño, ni siquiera de adormecerme. Un protocolo de la Duma o de la Asamblea territorial ya hace tiempo que me hubiese adormecido. La asistencia comenzaba a susurrar, a reír para sus adentros… El hipnotizador dejó ver un semblante molesto, parpadeó… ¡Pobre! ¿A quién le gusta un fiasco? ¡Acudid en su ayuda, espíritus, enviad a Morfeo sobre mis párpados!
—Resiste —dijo la misma voz—. ¡Ya basta, déjelo! ¡Ya os dije que todo esto no eran más que trucos!
Y, entonces, en el momento en que, reconociendo la voz de un amigo, hice amago de levantarme, sentí en la palma de la mano un objeto extraño. Al tocarlo supe que era un billete. Mi padre era médico y los médicos saben reconocer, con sólo tocarlo, la calidad de un papel. Según la teoría de Darwin, yo he heredado de mi padre, entre otras aptitudes, algo de ese talento. Reconocí así un billete de cinco rublos. En esto, me quedé dormido al instante.
—¡Bravo, hipnotizador!
Los médicos presentes en la sala se acercaron, comenzaron a dar vueltas, me husmearon y dijeron:
—Sí… está dormido.
Contento de su éxito, el hipnotizador ejecutó algunos pases sobre mi cabeza: aún dormido, deambulé por la sala.
—Tetanícele un brazo —sugirió alguien.
—¿Puede hacerlo? Entonces, póngale el brazo rígido.
El hipnotizador (cuya mirada estaba lejos de ser fría) alargó mi brazo derecho y comenzó sus manipulaciones: lo frotó, sopló y dio palmaditas. Mi brazo se negaba a obedecerle. Se balanceaba como un guiñapo y en modo alguno parecía querer ponerse rígido.
—¡No se tetaniza! ¡Despiértelo! Eso entraña peligro… pues él es nervioso y delicado…
Entonces sentí deslizar en la palma de mi mano un billete de cinco rublos. La excitación se transmitió por vía nerviosa de mi mano izquierda a mi mano derecha, que no tardó en quedarse entumecida.
—¡Bravo! ¡Mirad qué dura y fría está! Parece la mano de un muerto.
—Anestesia completa, hipotermia, pulso débil —dijo el hipnotizador.
Los médicos me tomaron el pulso.
—Sí, el pulso es muy débil —dijo uno de ellos.
—Tetanización completa. Temperatura muy baja…
—¿Cómo se explica eso? —preguntó una enjuta dama.
Uno de los médicos alzó los hombros con gesto significativo, suspiró y dijo:
—Sólo tenemos hechos. Explicaciones, pues, no hay.
Vosotros tenéis hechos, y yo dos billetes de cinco rublos. Es más ventajoso. Alabado sea el hipnotismo aunque sea por tan poco; en cuanto a las explicaciones, no las necesito.
Pobre hipnotizador, ¿por qué entonces te has sentido en un aprieto conmigo, fantasma como soy?
P. S. ¿No es una maldición? ¿Un horror?
Acabo de saber que no fue el hipnotizador quien me ha deslizado los billetes en la mano, sino Piotr Fiodorovich, mi jefe.
—He hecho eso —me dijo—, para saber hasta dónde llega tu honestidad.
¡Por los clavos de Cristo!
—Eso es indigno, amigo mío… No está bien. No esperaba eso de ti.
—Es que tengo hijos, señor. Una mujer. Una madre. Y la vida es cara, actualmente.
—Eso no está bien. ¡Y, además, quieres editar un periódico! Y cuando haces discursos en las cenas, lloras. Es vergonzoso. Te creía honesto, resultado: tú hapen Sie gewesen.
Tuve que devolverle sus dos billetes. ¿Qué podía hacer? Al César lo que es del César.
—Contigo no estoy resentido —dijo el jefe—. Ésa es tu naturaleza, que te parta el diablo… ¡Pero ella! ¡Ella! Es asombroso. Ella: ¡todo candor, inocencia, dulzura y lo demás! ¿Eh? ¿Ella se ha dejado tentar igualmente por el dinero? ¡Porque ella también se ha dormido!
Cuando dice ella, mi jefe tiene ante su vista a su esposa, Matriona Nikolaievna.