15 jun 2024
Juan L. Ortiz - He mirado...
He mirado un pequeño animal un poco grotesco.
Una figura casi de ciertos dibujos animados:
las orejas largas y el hocico todavía largo—
hacía pocos días que lo habíamos recogido del baldío.
No parecía un gatito, no, no parecía.
Y he sentido de pronto que en ese momento era mi
vínculo
con un mundo vasto, vasto, de vidas secretas y sutiles,
de vidas calladísimas, a veces duramente cubiertas,
pétreamente cubiertas,
y también de las otras cercanas de la suya
manando —sin memoria, dicen— entre las sombras
indiferentes y hostiles
—ay, las sombras hostiles y opresoras y sangrientas
somos siempre nosotros—
hacia el sueño final ardiente todavía de otras vidas...
Pero en sí lo he querido, lo he amado
con mirada profunda y mano suave.
Y él me ha respondido con su gritito
desde su pesadilla ahora doblemente acariciada.
Reíos: me fundí con él, me hice uno con él
como con el llamado vivo, vivo, que nos rodea, y tiembla
en la sombra...
Y vi otros rostros, oh si, vi infinitos rostros
de niños envejecidos en el horror de otra pesadilla.
Los rostros de los niños de los infiernos helados de las
ciudades y los pueblos.
Los rostros de los niños, ay, de los campos, y de las
orillas de los ríos.
Los rostros también afinados por el hambre,
grotescamente afinados.
Y viejos, viejos, en las orillas de los ríos...
—Qué habéis hecho, por Dios, de nuestros propios
tallos puros?
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