2 mar 2024
Juan José Saer – La cuestión de la prosa
Prosa: instrumento de Estado. Si el Estado, según Hegel, encarna lo racional, la prosa, que es el modo de expresión de lo racional, es el instrumento por excelencia del Estado. ¿Acaso los políticos hablan en verso? El de la prosa es el reino de lo comunicable. Nuestra sociedad le asigna su lugar en el dominio de la certidumbre pragmática. En prosa se escriben cartas, tratados, revistas, proclamas, facturas, denuncias, legajos, manuales. Todo lo que ya es conocido y se quiere hacer saber a otros, todo lo que es preciso y útil se escribe en prosa. Lo que es urgente también, lo que debe ser claro. Es verdad sin duda que el orden pragmático nada «en las aguas heladas del cálculo egoísta», que llevan fatalmente al disimulo, y que esto influye en la claridad y en la coherencia de la prosa contemporánea, obligándola a privilegiar el eufemismo, la jerga, la alusión y la manipulación grosera de sujeto y predicado. Pero en principio y vox populi, la prosa es claridad, orden, utilidad y precisión.
Podríamos decirnos, ante esta situación: después de todo, ni nos va ni nos viene, que se la guarden, ya que es así, a su prosa, si se les canta, junto con sus plenos poderes, sus bombas, su indecencia. Pero viene a suceder que la prosa es también el instrumento de la novela —es decir de la narración en la época moderna— y que, pretendiendo establecer, con sus principios, la función de la prosa, trasladan pragmatismo e inteligibilidad al dominio de la novela, atentando de esa manera contra una de nuestras escasas libertades. Para que su trabajo no se ponga al servicio del Estado, el narrador debe entonces organizar su estrategia, que consiste ya sea en prescindir de la prosa, ya sea en modificar su función.
De todas las artes, la novela es en la actualidad la más atrasada. Una de las causas de su atraso es la utilización sistemática de la prosa, que delimita su función a la simple representación verdadera y comunicable. No es que no haya novelas que no transgredan esta norma. Bien mirado, todas las novelas que valen algo la transgreden, para no hablar de las mayores. (Por esta vez prescindiré, como diría Pessoa, de «la cobardía del ejemplo»). Pero a menudo esa transgresión es parcial, lateral, casi vergonzante. La teoría de la prosa y la teoría de la novela se confunden: lo que se busca siempre cuando se la interroga es la coincidencia de texto y referente. En música, en artes plásticas, en poesía, la ausencia de referente es, por distintas razones, tolerada. La novela no goza de ese beneplácito: está condenada a arrastrar la cruz del realismo. A decir verdad, nadie sabe de un modo claro qué es el realismo, pero se exige de la novela que sea realista por la simple razón de que está escrita en prosa. Casi que me atrevería a definir el realismo como el procedimiento que encarna las funciones pragmáticas generalmente atribuidas a la prosa. Nadie considera realistas las descripciones minuciosas de Raymond Roussel, no porque no respondan a los criterios vagos de realismo, sino porque están escritas en verso. Si los mismos pasajes hubiesen sido escritos en prosa nadie les negaría la etiqueta honorífica de realistas.
Varios autores, entre ellos Hugo Friedrich y Marcel Raymond, atribuyen el origen de la poesía moderna a las innovaciones formales de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, y Raymond encuentra la causa remota en ciertas páginas musicales de Jean Jacques Rousseau. Esos experimentos introducen en el lenguaje poético, de un modo sistemático, una serie de elementos nuevos, que para Friedrich por ejemplo son la abstracción, la deshumanización, la estética de lo feo, incluido el mal, la destrucción de lo real, la alquimia del verbo, la búsqueda de lo indecible. Por destrucción de lo real debemos entender, naturalmente, rechazo de las categorías que nos permiten concebir una imagen particular del mundo, racionalista y causal, lo que equivale a decir rechazo del realismo. La alquimia verbal define ciertos experimentos con el idioma en los que el empleo de las palabras no corresponde al uso tradicional que le otorgan la lógica y la gramática. Lo indecible es aquello que no ha sido ni pensado ni dicho antes del advenimiento del poema y que no es producto tampoco de un descubrimiento intelectual suscitado lógicamente. Estas características de la praxis poética de Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont, etc., se extienden a toda la gran poesía occidental que viene después de ellos. Elliot, Rilke, Vallejo, Neruda, los surrealistas, etc., trabajan la materia poética a partir de esas determinaciones ya irreversibles.
Cuando leemos las obras de los grandes renovadores franceses del siglo XIX, no podemos dejar de observar la importancia que ocupa en ellas el poema en prosa, esa forma específicamente moderna: según el Dictionnaire de Poétique et de Rhétorique de la Langue Française de Henri Morier, su origen remontaría a alrededor de 1840. La lectura frecuente de Gaspard de la Nuit de Aloysius Bertrand habría despertado en Baudelaire el deseo de ejecutar algo semejante, es decir sus Pequeños poemas en prosa. Podemos afirmar que en general las características de la poesía moderna enumeradas más arriba, se encuentran también en los poemas en prosa del mismo período. Las Iluminaciones de Rimbaud utilizan aproximadamente los mismos procedimientos ya estén escritos en verso o en prosa: un fuego idéntico las calcina desde dentro. Igitur, El demonio de la analogía o El fenómeno futuro no se distinguen del resto de los poemas de Mallarmé más que por la utilización de la prosa. En la segunda mitad del siglo XIX, por obra de algunos grandes poetas, las fronteras entre prosa y poesía se borran o se confunden, con la intención precisa de transgredir en forma sistemática los viejos prejuicios de orden, claridad, coherencia lógica y pragmatismo que constituyen, desde siempre, los atributos de la prosa.
El pragmatismo es sin duda el más característico, y el que fundamenta, orienta y resume a todos los otros. Debemos entender por pragmatismo una especie de concepción económica de la prosa, fundada en la noción de cantidad y calidad de sentido que un texto debe suministrar, del mismo modo que la rapidez con que lo suministra. Más económica —es decir más rentable— es una prosa cuando mayor es la cantidad de sentido que suministra, mayor la calidad de su sentido en lo que atañe a su claridad, y mayor la rapidez con que ese sentido es aprehendido por el lector. La perfección de esta fórmula la alcanzan la jerga periodística y todas las normas de corrección de estilo que imperan en los lugares por donde transita lo escrito, donde se produce y se consume masivamente prosa; editoriales, agencias de información, ministerios, etc. Como para cualquier otra mercancía, la prueba de la calidad del sentido está dada por la funcionalidad, que es la forma más clara de la razón de ser de un objeto.
La poesía moderna se ha liberado, sacrificando a casi todos sus lectores (según los que juzgan la pertinencia de un texto por la superioridad numérica de sus compradores), de esa servidumbre ideológica. La sociedad de consumo masivo le ha hallado un sustituto en la canción popular, reproducción primaria y ad nauseam de tópicos trasnochados que sin duda contribuyen a engrosar las cuentas bancarias de sus intérpretes y compositores, pero que ya no tienen ninguna relación, ni siquiera remota, con las búsquedas y los logros de la poesía de nuestro siglo. La narración, en cambio, arrastra todavía el lastre que supone la confusión de géneros, es decir la atribución del pragmatismo de la prosa, de gran utilidad para los productos de consumo, a la actividad narrativa en su conjunto.
Demás está decir que esa atribución es abusiva, por no decir autoritaria. La tarea principal de todo narrador consiste, por lo tanto, en invalidarla con sus textos: la prosa no es el medio obligatorio para ello y, si la utiliza, el narrador debe tomarse la libertad de transgredir, cuando lo crea necesario, sus dictados. De la lucidez con que encare su tarea dependerán la persistencia y la renovación del problemático arte que practica.
(1979)
En La narración-objeto
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