Bertolt Brecht - La anciana indigna

30 jul 2020

Bertolt Brecht - La anciana indigna




Mi abuela tenía setenta y dos años cuando falleció mi abuelo. Poseía éste un tallercito de litografía en una ciudad de Baden en el cual trabajó, con dos o tres obreros, hasta su muerte. Mi abuela no tenía criada, sino que atendía ella sola el hogar, cuidaba del viejo y destartalado caserón y cocinaba para los hombres y sus hijos.

Era una mujer pequeña y delgada con ojos vivarachos de lagarto, pero con una manera de hablar serena y pausada. Con escasísimos medios había conseguido criar a cinco hijos, de los siete que había tenido en total. Con los años y los sacrificios había ido menguando poco a poco.

Las dos hijas que tuvo emigraron a América, y de sus hijos varones, dos también se marcharon, y sólo uno, el benjamín, que tenía una salud bastante delicada, se quedó en la ciudad. Este último se hizo impresor y se cargó de hijos.

Mi abuela quedó, pues, sola en casa cuando falleció el abuelo. Los hijos comenzaron entonces a escribirse cartas para tratar de encontrar una solución. Uno se ofreció a llevársela consigo, y el impresor, por su parte, manifestó el deseo de mudarse con toda su familia a casa de la anciana. Mas la abuela rechazó las propuestas de sus hijos y sólo se declaró dispuesta a aceptar una pequeña asignación de aquellos que estuvieran en condiciones de ofrecérsela. La venta del viejo taller de litografía apenas había reportado nada, y quedaban, para colmo, deudas por saldar.

Los hijos escribieron a la anciana para explicarle que no podía vivir sola, pero como quiera que mi abuela persistiese en su actitud negativa, aquéllos por fin cedieron y comenzaron a enviarle algún dinero todos los meses, como ella había solicitado.

Después de todo, uno de ellos, el impresor, vivía en la misma ciudad. Y fue el impresor quien asumió la tarea de tener a sus hermanos al tanto del estado de salud y actividades de la anciana. Las cartas que envió a mi padre, y lo que mi progenitor logró también averiguar en una visita que hizo a la abuela y después de la muerte de la anciana, ocurrida dos años más tarde, me permitieron reconstruir lo acaecido durante aquellos dos años.

Parece ser que el impresor sufrió una gran decepción cuando mi abuela se negó a acogerle en el viejo caserón, que tan vacío se había quedado. Vivía mi tío con su mujer y sus cuatro hijos en una vivienda de tres habitaciones. La anciana mantenía lazos muy flojos con la familia del impresor. Invitaba a los niños a merendar los domingos por la tarde, eso era todo.

Visitaba además a su hijo una o dos veces por trimestre, ocasiones en que ayudaba a su nuera a hacer compota de fresas. La joven dedujo de algunas de las exclamaciones de su suegra que ésta no se encontraba demasiado a gusto en la modesta vivienda del impresor, pues le resultaba demasiado estrecha. Mi tío no pudo menos de recalcar este hecho mediante signos de admiración en los informes que regularmente enviaba a sus hermanos.

En respuesta a una carta de mi padre en la que éste le preguntaba qué hacía la anciana para ocupar su tiempo, el impresor se limitó a informarle de que frecuentaba el cine.

Hay que comprender que aquello no era normal, por lo menos es lo que pensaban sus hijos. Hace treinta años, el cine no era lo que es hoy. Las películas se proyectaban en locales sucios, mal ventilados; con frecuencia se trataba de viejas boleras reconvertidas en salas cinematográficas. A la entrada se exhibían escandalosos carteles en los que se anunciaban delitos de sangre y crímenes pasionales. En realidad, entonces sólo iban al cine los adolescentes o, en busca de la oscuridad, las parejas. Una anciana que acudiese sola debía de llamar la atención.

Pero había algo más que considerar, y era que si bien las entradas no costaban caras, aquel tipo de diversión se veía como algo totalmente superfluo: ir al cine equivalía a «tirar el dinero». Y tirar el dinero no era un acto respetable.

A todo esto se sumaba el hecho de que mi abuela no sólo no mantenía relaciones regulares con el único hijo que le quedaba en la ciudad, sino que tampoco visitaba ni invitaba a casa a ninguno de sus viejos conocidos. Jamás acudía a las tertulias locales. En cambio, iba con bastante asiduidad al taller de un zapatero remendón, en una calleja pobre y hasta de mala fama, que solía frecuentar —especialmente por la tarde— gente poco respetable, como camareras sin trabajo y obreros en paro. El remendón era un hombre de mediana edad que había recorrido todo el mundo sin que ello le hubiera servido de mucho. Se decía también que era dado a la bebida. En cualquier caso, no era la suya una amistad que conviniera a mi abuela.

Así se lo había indicado el impresor —según informó en una de sus cartas—, pero la anciana había acogido fríamente su advertencia.

—Es un hombre que ha visto mundo —había sido su escueta respuesta.

No era nada fácil discutir con mi abuela de temas que ella se negaba a abordar.

Habría transcurrido medio año desde la muerte del abuelo cuando el impresor escribió una carta a mi padre en la que le comunicaba que la anciana ahora comía en la fonda un día sí y otro no.

¡Vaya noticia! Mi abuela, que toda su vida había cocinado para una docena de personas y que se había contentado siempre con las sobras, se dedicaba ahora a ir a la fonda. ¿Qué demonios le ocurría? Poco tiempo después tuvo mi padre que hacer un viaje de negocios a un lugar próximo a la ciudad de mi abuela, circunstancia que aprovechó para visitarla. Llegó a su casa en el instante en que mi abuela se disponía a salir. La anciana se quitó el sombrero y sirvió a su hijo un vaso de vino tinto y unas galletas. Parecía estar de un humor sereno, equilibrado: no se mostró con él ni demasiado expansiva ni especialmente taciturna. Preguntó por nosotros, aunque sin insistir demasiado: lo que más le interesaba saber era si había cerezas para los niños. En eso no había cambiado. En la casa la limpieza era total, y ella misma parecía gozar de excelente salud.

El único detalle que hablaba de su nueva vida era el hecho de que se negase a acompañar a mi padre a visitar la tumba del abuelo.

—Puedes ir solo —le dijo como si tal cosa—, es la tercera empezando por la izquierda de la fila once. Yo tengo que hacer.

El impresor comentaría más tarde que seguramente había ido a ver a su zapatero. Mi tío siempre se estaba quejando de la anciana.

 —Yo vivo aquí, en este cuchitril, con los míos, y sólo tengo trabajo cinco horas todos los días, un trabajo además mal pagado. Para colmo, me vuelve a dar guerra el asma… y mientras tanto el viejo caserón está vacío.

Mi padre había reservado una habitación en la posada; sin embargo, confiaba en que su madre se dignaría invitarle, aunque fuera por simple cumplido, pero nada de eso ocurrió. Y sin embargo, en vida del marido, ella siempre se había empeñado en que su hijo se quedara a dormir en la casa, aunque hubiera estado abarrotada de gente, en lugar de gastar dinero en un hotel. Pero la anciana parecía haber roto definitivamente con la vida familiar para emprender nuevos derroteros ahora que su existencia declinaba.

Mi padre, que tenía un buen sentido del humor, la encontró muy «despabilada» y aconsejó a mi tío que le dejara hacer lo que se le antojara.

Pero ¿qué se le antojaba? La siguiente noticia que se tuvo de ella fue que había alquilado un break y había salido de excursión un jueves cualquiera. Un break era un coche de caballos de grandes ruedas y con sitio para toda una familia. A veces, cuando los nietos íbamos de visita, mi abuelo alquilaba un break. En semejantes ocasiones, la abuela siempre se había quedado en casa. Rechazaba las invitaciones con un ademán desdeñoso. Y después de lo del break vino el viaje a K., una ciudad más grande y que distaba de la de mi abuela unas dos horas de ferrocarril. En aquella ciudad iba a celebrarse una carrera de caballos, y a los caballos fue mi abuela.

El impresor estaba terriblemente alarmado. Pretendía que la viese un médico. Mi padre meneaba la cabeza mientras leía la carta, mas se opuso a la idea de mi tío.

Mi abuela no había viajado sola a K. Había llevado consigo a una muchacha, semitarada, según la expresión que había utilizado mi tío impresor en su carta, que trabajaba como ayudante de cocina en la fonda donde la anciana comía un día sí y otro no.

Aquella subnormal comenzó a desempeñar desde ese día un papel importante en la vida de mi abuela.

La anciana parecía haberse prendado de ella. La llevaba al cine y a casa del remendón —quien, dicho sea de paso, resultó ser socialdemócrata—, y se murmuraba que las dos mujeres se dedicaban a jugar a las cartas en la cocina, con un vaso de tinto delante.

—Ahora le ha comprado a la subnormal un sombrero con copete de rosas —escribía mi tío desesperado—. ¡Y mientras tanto nuestra Anna no tiene vestidito de comunión! Las cartas de mi tío eran cada vez más histéricas; ya sólo hablaba del «comportamiento indigno de nuestra querida madre» y no añadían más. El resto de la historia lo conozco a través de mi padre.

El posadero le había susurrado con un guiño:

—Por lo visto, a la señora B. le ha dado por divertirse, ¿eh? En realidad, mi abuela no llevaba una vida opulenta, ni mucho menos.

Cuando no iba a la fonda, su comida consistía en unos huevos, un poco de café y sus adoradas galletitas. No podía faltarle, sin embargo, su vasito de tinto en las comidas. Mantenía la vivienda escrupulosamente limpia, y no sólo la alcoba y la cocina, que eran las piezas que utilizaba normalmente. Por otro lado, y sin que sus hijos se enteraran, hipotecó el caserón. Nunca se supo qué hizo con el dinero. Seguramente se lo dio al remendón, ya que después de la muerte de mi abuela, el buen hombre se trasladó a otra ciudad, donde se dice que abrió un taller más grande para calzado a medida.

Bien mirado, mi abuela vivió dos vidas, una después de otra. La primera, como hija, esposa y madre, y la segunda, sencillamente como la señora B., una persona sola sin obligaciones y con medios modestos, pero suficientes. La primera vida duró aproximadamente seis decenios; la segunda, no más de dos años.

Mi padre se enteró de que en los últimos seis meses de su existencia mi abuela se había tomado ciertas libertades que a la gente normal le están vedadas. Así, por ejemplo, muchos días de verano se levantaba a las tres de la mañana y se paseaba por las calles desiertas de la pequeña ciudad, que a esas horas estaban a su exclusiva disposición. Y dicen que al párroco que la fue a visitar con el caritativo propósito de «hacer compañía a aquella pobre anciana en su soledad», mi abuela lo invitó al cine.

Ella no se sentía sola. A casa del remendón concurría al parecer gente muy alegre, que se divertía contando todo tipo de anécdotas. Siempre había allí, esperándola, una botella del vino tinto que a ella le gustaba y del que bebía un vasito mientras los demás se dedicaban a criticar a las dignas autoridades locales. Aquel vino le estaba reservado, pero la anciana traía de vez en cuando licores más fuertes para los contertulios.

Murió repentinamente una tarde de otoño en su alcoba, pero no en la cama, sino en su silla, junto a la ventana. Había invitado a la subnormal al cine aquella noche, de modo que la muchacha la acompañó en sus últimos momentos. Tenía sesenta y cuatro años.

He visto una fotografía que le hicieron en el lecho mortuorio para sus hijos. Muestra la foto una carita menuda con muchas arrugas y una boca grande de labios finos. Rasgos pequeños, pero de ningún modo mezquinos. Había saboreado plenamente los largos años de servidumbre y los breves años de libertad, y consumido el pan de la vida hasta las últimas migajas.


En Historias de almanaque