15 abr 2020
Juan José Saer - Lo visible
A treinta kilómetros de la planta, una semana, quince días después del incendio y de la explosión del reactor, estaba prohibido quedarse y hasta pasar por ahí aunque más no fuese rápidamente, pero poco a poco la vigilancia se fue relajando y al mes nosotros, los viejos, nos dimos cuenta —y lo comentábamos riéndonos— de que a los jóvenes lo que los había hecho emprender la fuga no era tanto el miedo como la esperanza, eso de lo que nosotros, desde hace cierto tiempo, ya estamos al abrigo. Así que, sin ponernos de acuerdo, siguiendo cada uno por nuestra cuenta el mismo razonamiento, uno por uno, fuimos volviendo a instalarnos en esos pueblos donde habíamos nacido, esos pueblos por los que habíamos visto pasar los zares, la guerra civil, la revolución, las purgas, las invasiones, la tiranía, la muerte, pero también los casamientos, los partos, la infancia, las fiestas, los trenes, las cosechas.
Más tarde, los jóvenes también empezaron a volver, pero los viejos fuimos los primeros y aunque como antes (aunque por ahí, entre treinta y cero kilómetro del sarcófago que cubre el reactor ya por muchísimo tiempo o tal vez nunca más nada volverá a ser como antes) respirábamos el mismo aire y caminábamos sobre la misma tierra, entre ellos y nosotros existía una diferencia de peso: si a ellos les costaba creer en la realidad mortífera de lo invisible que la explosión había desencadenado, a nosotros esa realidad nos era indiferente. Ya nos sabíamos condenados mucho antes de la explosión, a corto y a largo plazo. Así que, como habíamos evacuado el pueblo contra nuestra voluntad, a los quince días nomás volvimos. Después de tantos años de venir sobreviviendo, ya estábamos habituados a sentir cómo desde lo oscuro la punta de lo invisible taladraba el tiempo y las cosas.
Dicen que a los bomberos que fueron en las primeras horas a combatir el incendio, los pocos minutos en que cruzaron por el aire lleno hasta rebalsar de lo invisible bastaron para desintegrarlos, y a los que estuvieron a cincuenta metros, a las pocas horas no les quedaba, ni por dentro ni por fuera, ningún rasgo humano. Pero a treinta kilómetros, la acción de lo invisible se parece al designio habitual de lo exterior, que da y retira, edifica y derrumba, y con la misma obstinación imperturbable cuaja las formas repitiéndolas hasta la náusea con el solo fin de, un poco más tarde, desfigurarlas y disgregarlas, moliéndolas tan fino que terminan por ser otra vez irreconocibles, mezcladas al polvo gris y anónimo del tiempo abolido.
Cuando únicamente los viejos habíamos vuelto, fueron días verdaderamente felices. Nos conocíamos todos desde la infancia; habíamos trabajado en las mismas fábricas, en los mismos campos, combatido en las mismas trincheras, bailado y bebido en las mismas fiestas, y muchos miembros de nuestra generación, en tiempos de guerra por ejemplo, habían compartido hasta la misma muerte y aun la misma tumba apresurada e ignota. Y por primera vez desde nuestra infancia, ya no había zares, no había partido, no había destacamento militar, ni superiores, ni espías, ni jefes, ni prédicas sinceras, ni consignas paternales, ni comisarios políticos, ni instructores militares o civiles, ni monjes ni popes: habíamos franqueado la línea más allá de la cual reinaba, omnipresente y mortal, lo invisible, internándonos en una zona en la que al parecer ninguna jerarquía ni ningún discurso eran todavía válidos, y esa situación inédita nos confería una libertad incomparable.
Todo nos pertenecía, casas, huertas, jardines, despensas y bodegas. Como habíamos conocido no pocas veces la escasez y también el hambre, no ignorábamos el valor de la abundancia, y por primera vez supimos lo que era gozar de ella. Bastaba agacharnos para recoger la ensalada, los tomates, las frutillas que ni siquiera habíamos plantado—los que lo habían hecho estaban lejos, en la ciudad, en lo de algún pariente, en el hospital, en el cementerio tal vez ahora. Todo eso era secundario porque, a decir verdad, y aunque durante incontables generaciones sus antepasados habían vivido en la región, ellos nunca más volverían. En las bodegas, las botellas de vodka, de vino, y hasta de champagne en la casa de algún personaje importante, se alineaban, ofrecidas, esperándonos. Las vacas daban más leche de la que podíamos tomar, las gallinas más huevos de los que requería cualquier tortilla, y los pollos, los patos, los cerdos y los corderos que sacrificábamos, anticipándonos a los soldados que tenían orden de matarlos y de enterrarlos o quemarlos, y que poníamos a asar en los jardines (no hay que olvidar que estábamos en primavera), más abundantes que en cualquier fiesta a la que, en nuestra vida ya demasiado larga, hubiésemos asistido. De manera que los perros y los gatos que se habían dispersado por el campo, porque también a ellos los soldados debían matarlos donde los encontraran, volvieron con la confianza restaurada, y si en los primeros días estaban todavía un poco ariscos, casi en seguida se apaciguaron. Así nos encontraba, en ese período feliz, el fin del día; reunidos alrededor de una mesa bien puesta, brindando y conversando, cantando las mismas canciones que contaban viejas historias acaecidas hacía añares en la región, hablando de vivos y de muertos, y todos esos animales que se habían aliado con nosotros, pareciéndosenos un poco en el hecho de que, por ignorarla, eran tan indiferentes a la muerte como habíamos llegado a serlo nosotros, resignados de saberla tan inevitable y cercana.
No habíamos sido en nuestra juventud únicamente obreros, campesinos, soldados. Algunos, en nuestros ratos libres, tocábamos el violín, escribíamos versos o memorias, montábamos alguna que otra obrita de teatro. Yo, por ejemplo, en los años veinte, había ido un tiempo a la escuela de bellas artes de Vitebsk, y aunque mi talento es muy inferior a mi pasión por la pintura, desde entonces, cuando me venían ganas, dibujaba alguna cosa o distribuía un poco de pintura sobre una tela. Mi maestro había nacido no demasiado lejos de la zona, y había jugado de chico en lugares parecidos a los míos. Era capaz de observar las líneas ideales y las correspondencias secretas de lo visible, hasta vaciarlo de la materia perecedera, la que hoy es atacada y corrompida por lo invisible, y a pintar su forma inalterable y eterna. Cuando buscaba los contrastes, eran siempre los más despojados y sutiles, negro sobre negro, gris sobre gris, blanco sobre blanco. Al volver a las formas y a las figuras, después de su paso por el despojamiento extremo, sus personajes habían perdido todo rasgo individual y no pocos de sus atributos humanos. Los que le reprochaban que pintara esas formas incompletas —campesinos sin cara, sin brazos, criaturas vagamente familiares y a la vez tan extrañas— ignoraban el elemento profético que las justificaba, porque unas pocas décadas más tarde en los mismos jardines de su infancia, a causa de la propagación de lo invisible, empezarían a proliferar seres sin cara, sin brazos, formas caprichosas y vivas en las que una especie nueva y diferente de la nuestra parecía estar encarnándose. Tal vez a través de esas formas genéricas, humanas e inhumanas a la vez, trataba de figurar también lo que nuestro siglo estaba haciendo de las criaturas que se agitaban en él y del lugar en el que habían surgido y las había cobijado. Cuando los que mandaban querían propagar el trabajo, mi maestro reivindicaba la pereza, y donde otros pretendían imponer a toda costa el contenido edificante, él explicaba el esquema ideal del universo, saludando la enseñanza inagotable de la forma y de su centelleo colorido. De su proximidad rigurosa y mágica me quedó el gusto exaltante de lo visible.
En mis ratos de ocio, entonces, los que me dejaron las interrupciones causadas por el trabajo, la guerra, el exilio, mi vida familiar también, mi mujer, mis hijos, mis amigos y mis enemigos, el estudio de lo visible, las fases diferentes de un mismo objeto o de un mismo lugar en diferentes horas del día o en diferentes estaciones del año, fueron mi manera de buscarle un sentido al mundo. Ese sentido es simplemente la yuxtaposición, en la memoria, de los estados sucesivos de una presencia cualquiera, interna o exterior, al paso de los minutos, de las horas, de los meses o de los años. Tomar conciencia de esa sucesión es lo que le da sentido al mundo, no el sentido que preferiría nuestro deseo, sino el de las cosas como son. Ningún objeto es constantemente idéntico a sí mismo. Un tomate, por ejemplo, nunca es única y verdaderamente rojo. Si creemos que es rojo y única y verdaderamente rojo, ese prejuicio nos impide percibir sus estados sucesivos y por lo tanto, al cegarnos para lo que las cosas son íntimamente, nos ciega también para entender el sentido de nuestra existencia. El mismo tomate cambia muchísimo al paso de los días desde que aparece en la planta hasta que es arrancado y depositado en un plato, pero no más de lo que cambia en ese plato durante las horas del día o en unos pocos segundos, cada vez que mi mirada se fija en él y me permite tomar conciencia de su presencia. En mi memoria sigue cambiando a través de infinitas e imprevistas transformaciones. Tanto como en lo exterior, cambia de forma, de color, de estado, y por último de sentido. En mis ratos libres, con mis modestos medios de expresión, me dedicaba a pintar la misma cosa muchas veces —un tomate, una silla, un jardín o un árbol, una cara, una colina, siempre los mismos de ser posible, la misma silla, la misma colina, la misma cara (la mía) durante cincuenta años. Saber que las cosas son y no son al mismo tiempo: eso es lo que pone de manifiesto el sentido del mundo. Una cosa cualquiera, pero también su imagen pintada, aunque parezcan fijas y en reposo, son a pesar de esa firmeza aparente, el teatro discreto donde se representa a cada instante una escena vertiginosa.
La explosión, activando lo invisible, acabó con esa discreción benévola que, si al fin de cuentas terminaba también por disociarnos, gracias a la lentitud con que nos derruía, nos permitía cierta ilusión de permanencia. La explosión vino a expulsarnos de nuestra patria común, que es lo visible. Únicamente los viejos, a causa del poco tiempo que nos quedaba, podíamos desafiar lo invisible, ya que sus estragos se confundían con los términos habituales que nos fueron acordados. Cuando se ignora la esperanza la adversidad, por obra de ese desdén obligado, queda de inmediato abolida. Así que al empezar, uno a uno, a desplomarnos, la evidencia de ese final, inscripto ya desde hacía mucho tiempo en nuestros planes, no nos permitía derrochar las pocas fuerzas que nos quedaban con el gasto superfluo de la prudencia. Lo cierto es que durante cierto tiempo, en ese territorio que todos habían abandonado, por primera vez en nuestra larga vida el mundo estuvo hecho a la medida exacta de nuestros deseos. Fue un período breve de placer y de calma, durante el cual sin deberes, sermones o amenazas, gozábamos del mundo adverso y precario. Es verdad que las cosas, durante esa primavera —la explosión había sido en abril— eran, por su tamaño, su color o su forma, un poco diferentes de lo que siempre habían sido, como si a causa de la explosión un nuevo mundo, colateral del primero, pero que terminaría suplantándolo por completo, hubiese empezado a proliferar. Al poco tiempo, también nosotros formábamos parte de él, porque lo invisible nos había alcanzado, infiltrándose en nuestro cuerpo, y cuando el ejército vino a evacuarnos, los soldados, que sin embargo actuaban con firmeza no exenta de compasión, evitaban en lo posible nuestro contacto, y aun nuestra proximidad, porque éramos ciudadanos de ese mundo nuevo que ellos creían circunscripto a un radio determinado pero que en realidad, gracias a esa explosión providencial, había comenzado una expansión tal vez ya infinita. Por otra parte, si fuimos los pioneros de ese mundo desconocido, las multitudes nos siguieron, porque al poco tiempo las leyes que anatematizaban el espacio prohibido se relajaron, y la circulación permanente entre ese espacio y el de afuera, fue haciéndose cada día más banal. Ya no se sabe quién está adentro o afuera de esa germinación hormigueante.
Los militares y los hombres de ciencia nos trataban como a objetos o criaturas de esencia y de uso desconocido, aislándonos en habitaciones vacías y blancas después de haber quemado nuestra ropa y el resto de nuestras pertenencias, y de habernos hecho tomar varias duchas de las que salía una lluvia enérgica en cuya composición era evidente que entraban, además del agua, algunos aditivos que me hubiese resultado imposible identificar. ¿Pero acaso el agua que conocemos es únicamente agua, siempre idéntica a sí misma, siempre del mismo color, a la misma temperatura, compuesta por los mismos elementos? Todo lo que llamamos mundo, su totalidad o cada uno de los objetos que lo componen son, ya lo sabemos, uno y múltiples a la vez, como la luz, por ejemplo que, presente hasta en los más remotos confines del universo, es brillante o transparente, invisible o dorada, blanca o multicolor.
Ya me cuesta cada vez más levantarme de la cama, pero creo que ese desgano se debe menos a una supuesta enfermedad, que a la obligación que se me ha impuesto de no salir jamás de mi pieza blanca, en la que únicamente hay una cama metálica, una silla metálica y una mesita metálica. Así que me quedo en la cama echado de espaldas, mirando el cielo raso blanco. Una vez por semana cambian las sábanas, la ropa blanca, y las llevan a quemar. Creo que harán lo mismo conmigo: para muy pronto, me esperan íntimas, radicales, inconcebibles transformaciones. Por ahora, lo visible, concentrándose en el cielo raso blanco, me permite entrever, en los diferentes estados del torbellino vivaz que hierve bajo la superficie impasible, la inestabilidad esencial del universo, y los terribles dolores que me predicen ciertos destellos de compasión en la mirada de alguna enfermera, no son más que un instante pasajero en los cambios que se avecinan. Dejo mi patria viviente y colorida por una oscuridad tal vez menos engañosa. Es más que probable que, privado de exaltación pero también de pena, visto desde algún imposible exterior, el mundo sea neutro y blanco.
En Cuentos completos
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