28 abr 2020
Charles Baudelaire - El observador
La multitud es su ámbito, como el aire es el del pájaro, el agua el del pez. Su pasión y su profesión es fundirse con la multitud. El paseante perfecto, el observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los ínfimos placeres de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua solo puede definir con torpeza. El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su anonimato. El amante de la vida hace del mundo su familia, como el amante del bello sexo compone una familia con todas las bellezas halladas, hallables e inhallables; como el amante de los cuadros vive en una sociedad encantada de sueños pintados sobre tela. Así el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en una inmensa reserva de electricidad. También se lo puede comparar con un espejo tan grande como esa multitud; con un caleidoscopio dotado de conciencia que, con cada movimiento, representa la vida múltiple y la gracia cambiante de los elementos de la vida. Es un yo insaciable de no-yo que, a cada instante, lo capta y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugaz. «Todo hombre —decía un día el señor G. en una de las conversaciones que ilumina con una mirada intensa o un gesto evocador—, todo hombre que no esté afligido por una de esas penas que son demasiado concretas como para no enturbiar las facultades, y que se aburra en medio de la multitud, ¡es un tonto!, ¡un tonto!, y lo desprecio».
En El pintor de la vida moderna
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