16 mar 2020
Osvaldo Soriano – Julio Cortázar: un escritor, un país, un desencuentro
Pocos días después de la muerte de Julio Cortázar escribí
este artículo y unas líneas a mis amigos José María y Sonia Pasquini. Con su
consentimiento transcribo parte de esa carta, que me parece hoy una crónica más
o menos exacta de aquel rigor mortis. Los puntos suspensivos indican la
supresión de párrafos inútiles o menciones a personas a las que no he podido
consultar esta publicación.
«París, 20 de
febrero de 1984
Negro, Sonia: […] Estoy abatido por la
muerte de Cortázar, por la tremenda soledad que lo rodeaba pese a los amigos;
debe ser una ilusión mía, un punto de vista personal y persecutorio, pero era
la muerte de un exiliado. El cadáver en su pieza, tapado hasta la mitad con una
frazada, un ramo de flores (de las Madres de Plaza de Mayo) sobre la cama, un
tomo con la poesía completa de Rubén Darío sobre la mesa de luz. Del otro lado,
en la gran pieza, algunos tenían caras dolidas y otros la acomodaban; nadie era
dueño de casa —Aurora Bernárdez asomaba como la responsable, el más deudo de
los deudos, la pobre— y yo sentí que cualquier violación era posible:
apoderarse de los papeles, usar su máquina de escribir, afeitarse con sus
hojitas o robarle un libro. Supongo que no habrá ocurrido, pero la tristeza me
produjo luego un patatús al hígado […] y tuve que dormir un día entero con
pesadillas diversas. En el entierro no éramos muchos; los nicas y los cubanos
llegaron con un par de horas de retraso y tuvieron que conformarse con
inclinarse ante la tumba que comparte con Carol […] Escribí para Humor una nota
que, creo, no es mala, tratando de ser distante y evitando los chimentos, esa
violación a la que él escapó siempre. Yo no sabía, pero en el último libro me
había dedicado un cuento y apenas pude dejarle un gracias en el respondedor
telefónico un día antes de su muerte. Se pensaba que podría salir del hospital
el lunes, pero el domingo se terminó todo. El gran hombre estaba ahí y me
acordé de la descripción macabra y poética de Víctor Hugo sobre el cadáver de
Chateaubriand. […] Me imagino que una vez que uno pasó al otro lado todo da lo
mismo, pero el telegrama de Alfonsín, que tardó veinticuatro horas, era de una
mezquindad apabullante. Hubo que sacar a empujones a la televisión española que
quería filmar el velorio (que no era tal) e impedir que M. […] sacara una foto
del cadáver (y no estoy seguro de que no lo haya hecho).
La gata de
Aurora estaba perdida en la casa entre tanta visita (aunque no exageremos,
nunca fue una multitud y casi no había franceses) y a la noche se abrieron las
alacenas y la heladera y, como pasa en la casa de los muertos solitarios, no
había nada de comer y no sé si nadie hizo café o no había; lo que no había era
quién lo hiciera en nombre suyo, creo.
[…] De pronto
alguien tomaba la iniciativa; uno atendía el teléfono, otro abría la puerta,
otro facilitaba el acceso a la pieza donde él estaba a oscuras por eso de la
conservación. Dos días así. De pronto yo me encontré ordenando los telegramas y
anotando mensajes en su escritorio y se me vino el mundo encima. La violación.
No me atreví ni a encender la lámpara. Recibí al embajador (provisional) que le
dijo cosas de circunstancia a Aurora, un poco temeroso de que no se dieran cuenta
de que representaba al gobierno constitucional y repitió varias veces que el
canciller Caputo le había encargado […]».
Hasta aquí la
carta. El artículo apareció en Humor y fue reproducido en varios periódicos del
exterior.
Dijo que estaba enfermo y que volvería en febrero. Quería
eludir a la prensa y escaparle a la admiración beata. Temía que no lo dejaran
andar en paz por esas veredas y aquellas plazas que recordaba con la memoria de
un elefante herido.
Pero creo que como
todos nosotros le temía, sobre todo, al olvido.
No fue a la
Argentina a recibir homenajes, pero se conmovió hasta las lágrimas la noche en
que una multitud reunida en Teatro Abierto lo aplaudió de pie,
interminablemente.
Le dolió, en cambio,
la indiferencia del electo gobierno democrático, tan lleno de intelectuales, de
escritores, de artistas, de humanistas.
Le hubiera gustado
saludar al presidente Alfonsín. Frente al hotel, la medianoche antes de su
partida, le dijo a Hipólito Solari Yrigoyen: «Mandale un abrazo; ojalá que todo
le salga bien».
Hacía veinticinco
años que había adherido al socialismo y con ello irritaba —cada uno lo
manifestaba a su manera— a militares, peronistas y radicales argentinos. No a
todos, claro, pero a los suficientes como para vedarse el camino de los elogios
públicos. A su muerte, el gobierno se tomó casi veinticuatro horas para enviar
a París un telegrama seco, casi egoísta: «Exprésole hondo pesar ante pérdida
exponente genuino de la cultura y las letras argentinas».
No había en el texto
juicio de valor que dejara entrever acuerdos o celebraciones compartidas.
Apenas un reconocimiento de argentinidad («genuino») sin mengua. Habrá que
reconocer que es un paso adelante respecto de quienes lo habían considerado
francés creyendo que con eso lo insultaban.
Sería una necedad
desconocer que Cortázar amaba a Francia, sobre todo a París, y que tenía
motivos profundos para vivir allí.
Llegó a los treinta
y siete años y escribió toda su obra en medio de «una gran sacudida
existencial». Y lo explicó muchas veces: «Con ese clima particularmente intenso
que tenía la vida en París —la soledad al principio; la búsqueda de la
intensidad después (en Buenos Aires me había dejado vivir mucho más)—, de
golpe, en poco tiempo, se produce una condensación de presente y pasado; el
pasado, en suma, se enchufa, diría, al presente y el resultado es una sensación
de hostigamiento que me exigía la escritura».
Así, en tres décadas
escribe doce libros de cuentos y cuatro novelas además de una multitud de textos
breves y poemas que reunirá en diferentes volúmenes. Su obra mayor, la que iba
a conmocionar las letras castellanas, está allí: Bestiario (1951), Final del
juego (1956), Las armas secretas (1959), Los premios (1960), Historias de
Cronopios y de Famas (1962), Rayuela (1963), Todos los fuegos el fuego (1966),
La vuelta al día en ochenta mundos (1967), 62/ Modelo para armar (1968), Último
round (1969), Libro de Manuel (1973), Octaedro (1974), Alguien que anda por ahí (1977), Un
tal Lucas (1979), Queremos tanto a Glenda (1980), Deshoras (1982).
Era inevitable: el
chauvinismo, la mezquindad de los argentinos —sobre todo de sus intelectuales—
se manifestó desde que Cortázar se convirtió en un autor de éxito en el mundo
entero. Como no era fácil discutirle su literatura, se cuestionó al hombre
indócil y lejano en una suerte de juego de masacre que el propio Cortázar
llamaba «parricidio».
«Lo que siempre me
molestó un poco fue que los que me reprochaban la ausencia de la Argentina
fueran incapaces de ver hasta qué punto la experiencia europea había sido
positiva y no negativa para mí y, al serlo, lo era indirectamente por
repercusión, en la literatura de mi país, dado que yo estaba haciendo una
literatura argentina: escribiendo en castellano y mirando muy directamente
hacia América Latina».
Desde que conoció la
revolución cubana, Julio Cortázar hizo política a su manera; generoso, pero
nunca ingenuo, adhirió al socialismo y apoyó a la izquierda, de Fidel Castro a
Salvador Allende, de François Mitterrand a los sandinistas de Nicaragua, de los
insurgentes de El Salvador a los patriotas de Puerto Rico.
No fue, sin embargo,
un incondicional. Si nunca lo explicitó públicamente, sus desacuerdos con los
revolucionarios aparecían cada vez que predominaba el dogmatismo ideológico y
las libertades eran conculcadas. Pero Cortázar, al evitar la ambigüedad, supo
impedir que sus críticas fueran recuperadas por el imperialismo, al que tanto
había combatido.
Desde 1979 dedicó lo
mejor de su asombrosa fuerza física y moral a apoyar y servir a la revolución
sandinista.
Cometió errores, por
supuesto, pero fue el primero en criticarse y aceptar sus equivocaciones. Fue
leal con sus ideas y con sus amistades. No quiso regalarle su literatura a
nadie y por eso la preservó renovadora y libre hasta el final.
Su combate contra la
dictadura argentina le ganó otros adversarios, además de los militares que lo
habían amenazado de muerte. No era antiperonista, como se dijo, sino que
detestaba los métodos fascistas de cierto «justicialismo» autoritario.
De joven —y lo
explicó mil veces—, no entendió el fenómeno de masas que se aglutinó en torno a
Perón como tampoco había comprendido, de estudiante, el populismo democrático
de Yrigoyen. Ya maduro se pronunció por una ideología, una manera de
interpretar el mundo que, cuando no está encaminada o dirigida desde un
partido, suele ser vista como pura utopía o snobismo.
En 1973, cuando
viajó a la Argentina, compartió las mejores horas con Rodolfo Walsh, Paco
Urondo y otros intelectuales que desde el peronismo combativo creían posible la
edificación de una sociedad más justa.
Cortázar compartió
ese entusiasmo pero desconfiaba de las intenciones de Juan Perón y su entorno
de ultraderecha: la masacre de Ezeiza y la ofensiva lopezreguista lo hicieron
desistir de su idea de volver al país por un tiempo prolongado para ponerse a
disposición de la juventud.
De aquellos sueños pronto convertidos en pesadilla habló
brevemente en Buenos Aires en noviembre de 1983. La llegada al gobierno de Raúl
Alfonsín le parecía un paso adelante, una barrera contra el autoritarismo. Veía
en el pensamiento del nuevo Presidente la esperanza de una vida democrática por
la que él había luchado desde el extranjero.
No podía ser
radical, como muchos intelectuales de turno lo hubieran querido, porque conocía
las flaquezas de las clases medias (de las que él había surgido), sobre todo
cuando tienen el poder. Pero quería, como todos sus amigos, que Alfonsín y los
suyos tuvieran éxito.
Como todos los
grandes, Cortázar se ganó la admiración de los jóvenes, de los que no han
negociado sus principios ni declinado su fe en un mundo mejor, menos acartonado
y solemne. Este hombre, su obra colosal, los representará más allá de la
coyuntura política: mientras otros vacilaban ante la dictadura, él dio el
ejemplo de un compromiso que le acarreó prohibición, desdén, olvido,
injusticia.
Casi nunca hablaba
de sí mismo sino en función de los otros. Era tímido y parecía distante. Quería
y se dejaba querer sin andar diciéndolo, con ese pudor tan orgulloso que lo
hacía escapar a la veneración y sorprenderse de su propia fama.
Tenía nostalgia de
una nueva novela que nunca escribiría porque Latinoamérica le quitaba
dulcemente el tiempo.
Solía trabajar entre
dos aviones, en París, en Managua, en Londres, en Nairobi o en la autopista del
sur. «Me consideraré hasta mi muerte un aficionado, un tipo que escribe porque
le da la gana, porque le gusta escribir, pero no tengo esa noción de
profesionalismo literario, tan marcada en Francia, por ejemplo».
Sus novelas, poemas,
ensayos, tangos y hasta una historieta-folletín de denuncia (Fantomas contra
los vampiros multinacionales) muestran hasta qué punto su arte consistió en
tratar las obsesiones del alma, el impiadoso destino de los hombres, como un
juego permanente, como una profanación saludable y revitalizadora.
Si Arlt y Borges
habían dado vida a la literatura argentina, Cortázar le agregó alegría,
desenfado, desparpajo para sondear el profundo misterio del destino humano.
«La violación del
hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre, llenaban
de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzado a valerse de su
propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que pudiera licenciarlo y
seguir —¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué tenebroso día?—
hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad que habitaba».
(Rayuela, cap. 19).
No le disgustaba que
calificaran su literatura de «fantástica», aun cuando es tanto más que eso.
Deploraba la solemnidad y el realismo y polemizaba con los cultores de la
literatura «útil». Me dijo un día: «Te cambio Rayuela, Cien años de soledad y
todas las otras por Paradiso».
Escribió, sin
embargo, varios textos «comprometidos» de notable eficacia, porque eran
perfectas metáforas: «Graffitti», «Recortes de prensa», «Segunda vez» y también
una novela, Libro de Manuel, que en 1973 fue como una bofetada para muchos
guerrilleristas solemnes que, de inmediato, renegaron del Padre literario. Cortázar
no lograba ser ceremonioso ni siquiera con los revolucionarios, quizás el
futuro de las revoluciones se lo agradecerá.
Los derechos de
autor de Libro de Manuel fueron destinados a la ayuda de los presos políticos
de la Argentina; los de su reciente (con Carol Dunlop) Los autonautas de la
cosmopista son para el sandinismo nicaragüense. Sus amigos saben que muchos
otros dineros, que pudo haber guardado, fueron a alimentar causas populares,
periódicos, necesidades comunes.
Para vivir se
conformaba con lo necesario: «Mis discos, un poco de tabaco, un techo, una
camioneta para gozar del paisaje».
Tres mujeres
contaron en su vida. Enterró a la última, Carol, de quien estaba enamorado y
murió en brazos de la primera, Aurora Bernárdez. La otra, Ugné Karvelis, fue
durante años su agente literaria.
Sus amigos lo
despedimos en el cementerio de Montparnasse, una radiante mañana de febrero.
No tenía hijos, lo
sobreviven su madre y una hermana en Buenos Aires. En la historia entran sus
libros, los ecos de una vida digna.
Lo heredarán por
generaciones millones de lectores y un país que nunca terminó de aceptarlo
porque le debía demasiado.
Las citas han sido
extraídas de Conversaciones con Cortázar, de Ernesto González Bermejo (Edhasa,
Barcelona, 1978) y de reportajes y conversaciones con el autor de este
artículo.
En Rebeldes, soñadores y fugitivos
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