Silvina Ocampo - El secreto del mal

11 feb 2020

Silvina Ocampo - El secreto del mal

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Silvina Ocampo - El secreto del mal


Érase una emperatriz que enfermó misteriosamente. Ningún médico podía curarla, porque no sabía el nombre de su enfermedad. Mandaron pues llamar a los hombres más sabios del mundo para consultarlos, ya que los médicos no eran bastante sagaces. Uno de estos sabios, el más sabio de todos, dijo:

  —Debo curar a esta gran emperatriz, sin conocer lo que tiene. Algunos médicos se guían por el nombre que ellos mismos ponen a la enfermedad; otros, por los remedios que ellos mismos recetan. Yo, que no recurro a tales procedimientos, encuentro que el mal proviene de los súbditos: ahí esta la enfermedad diseminada, enquistada. Hay que llamar a cada uno de ellos para someterlo a examen y para modificar, si es necesario, lo que piensan de nuestra emperatriz.

  En la plaza más importante colocaron un retrato de la emperatriz para que nadie olvidara su belleza.

  Los súbditos acudieron al llamado. Uno por uno fueron examinados. Se lograron estas conclusiones: uno veía colores azules en la cara de la emperatriz, lo que indicaba envidia; otro, inscripciones en la mano derecha, signo de crueldad; otro, una irregularidad en la oreja, signo de cobardía; otro, un punto violeta en el ojo, signo de traición o desconfianza; otro, una ceja más alta que la otra, signo de timidez ante las esclavas; otro, un tic, que nunca falta en la gente vengativa. Nada reflejaba el secreto del mal.

  Un niño de cinco años, un día, entró corriendo en el recinto donde estaban reunidos los sabios y los súbditos. No era un niño, era un enano, como su descaro dejaba ver. Gritó, con un aullido de gato:

  —Un anillo en el dedo anular de la emperatriz es la causa de su mal.

  Saquémoselo. ¿Quién se atrevería a sacarle el anillo? ¿Cómo hacerlo? Después de un conciliábulo larguísimo, resolvieron que el enano le sacara el anillo mientras dormía. En la plaza los súbditos esperaban el resultado de esta misión.

  Horas después volvió el enano. Lo rodearon: querían saber qué había ocurrido. El enano ordenó silencio y mostró el anillo en su mano derecha. Cuando todos callaron, el enano arrimó el anillo a su oreja y respetuosamente escuchó. ¿Qué es lo que escuchó?

  —Aquí está el secreto —susurró—. Me lo dice el anillo.

  —¿Qué dice el anillo? Habla o te matamos.

  La gente se enardecía.

  De nuevo el enano aplicó la oreja al anillo.

  —Oigo, pero no entiendo —dijo—. No habla bien. Tiene acento extranjero. Parece decir que los súbditos deben enfermarse para que se sane la emperatriz. No estoy seguro de lo que dice. En todo caso, es un secreto que no hay que revelar.

  —¿Ya se enfermaron? —gritó impaciente el ministro de Salud Publica.

  —¡Sí, sí! —respondieron los súbditos.

  La emperatriz despertó curada, con muy buen apetito. No le bastó el desayuno habitual, le sirvieron también una manzana del color de su cara. Al ver que le faltaba el anillo, se enfureció y ordenó que mataran a los sospechosos, hasta encontrar al culpable. Muchos murieron, pero no el enano.

En Y así sucesivamente 1987

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