Roberto Bolaño - El imbécil de la familia

21 feb 2020

Roberto Bolaño - El imbécil de la familia

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Roberto Bolaño - El imbécil de la familia


Todo empezó hace muchos años, el 11 de septiembre de 1973, a las siete de la mañana, en la biblioteca de la casa de campo de Antonio Narváez, ginecólogo de reconocido prestigio y en los ratos libres mecenas de las Bellas Artes. ¡Ante mis ojos enrojecidos por el sueño unas veinte personas se desparramaban por los sofás y las alfombras! ¡Todos habían bebido y discutido hasta la saciedad aquella noche! ¡Todos habían reído y habían hecho proyectos y habían bailado hasta la saciedad aquella noche interminable! Menos yo. Entonces, a las siete o a las ocho de la mañana, a pedido del anfitrión y de su mujer me subí a una silla y empecé a recitar un poema para levantar los ánimos y hacer tiempo mientras se calentaba el café, un café de calidad excepcional que Antonio Narváez conseguía en el mercado negro y que, para arreglar el cuerpo, servía con chorros de pisco o de whisky, acto previo al de descorrer las cortinas y dejar entrar los primeros rayos del sol que ya despuntaba sobre la cordillera de los Andes.

¡Bueno, me subí a la silla y los dueños de casa pidieron un minuto de silencio! Era mi especialidad. El motivo por el que me invitaban a las fiestas. Ante un auditorio compuesto de caras conocidas que trabajaban o estudiaban en la Universidad de Concepción, rostros encontrados en funciones de cine o de teatro, o vistos en anteriores reuniones campestres en aquel mismo lugar, en los malones literarios que gustaba organizar el doctor Narváez, recité, de memoria, uno de los mejores poemas de Nicanor Parra. Mi voz temblaba. Mis manos, al gesticular, temblaban. Pero todavía sigo creyendo que era un buen poema, aunque entonces fue recibido con beneplácito por unos y con manifiesta desaprobación por otros. Recuerdo que al subirme a la silla me di cuenta que aquella noche yo también había bebido como un cosaco. La silla era de madera de araucaria y desde allí arriba el suelo, los arabescos de la alfombra parecían infinitamente lejanos.

Iría por el decimoquinto verso cuando una muchacha y dos muchachos aparecieron por la puerta de la cocina y dieron la noticia. La radio informaba que en Santiago se estaba perpetrando un golpe militar. Blitzkrieg o Anschluss, qué más daba, el Ejército de Chile estaba en marcha.

Fue cosa de decirlo e iniciarse la estampida, primero hacia la cocina y luego hacia la puerta de calle, como si todos hubieran enloquecido de repente.

Recuerdo que en medio de la desbandada alguien gritó que me callara, por lo que colijo que yo seguía recitando. Recuerdo insultos, amenazas, exclamaciones de incredulidad, rostros que pasaban de la heroicidad más sublime al espanto, alternativamente, todo revuelto e inacabado, mientras yo tartamudeaba enredado con un verso y miraba hacia todos los rincones, el último en entender lo que se cernía sobre la República. Mi silla, ante la avalancha de gente que salía disparada, se tambaleó y caí de bruces contra el suelo. El costalazo fue seco e indoloro. Semiinconsciente, pensé que no acababa nunca de desmayarme. Luego todo se volvió negro.

Cuando desperté en la casa no quedaba nadie salvo una muchacha en cuyo regazo reposaba mi cabeza. Al principio no la reconocí. Sin embargo no era la primera vez que la veía, aquella noche había cruzado unas palabras con ella y antes nos habíamos encontrado un par de veces en el taller de Fernández o Cherniakovski, en aquel momento no pude precisarlo.

Sobre la frente me había puesto un trapo mojado que me provocaba escalofríos. Alguien había descorrido las cortinas. Una ventana, en el piso de arriba, era movida por el viento y el ruido que producía era similar al de un metrónomo. En la biblioteca el silencio y la luz nos envolvían de forma sobrenatural: el aire parecía distinto, brillante, nuevo, mixtura de paredes superpuestas tras las cuales se hallaba la aventura o la muerte. Miré la hora, solo habían transcurrido diez minutos. Entonces ella dijo levántate, debemos marcharnos cuanto antes. Como un espíritu me puse de pie. Quiero decir, ligero como un espíritu. Ligero como una pluma. ¡Tenía veinte años! Me puse de pie y la seguí. En la calle encontramos un Volkswagen con los guardabarros verdes y la tapicería de piel de leopardo. Subimos al coche y nos pusimos en marcha. ¡Tenía veinte años y era la primera vez que me enamoraba! Lo supe al instante… Y sin que lo pudiera evitar se me saltaron las lágrimas…

En Sepulcros de vaqueros

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