12 feb 2020
Paul Auster - Harry Brightman
Si no llega a ser por Harry Brightman, quién sabe cuánto tiempo habría seguido en aquel purgatorio. La librería de Harry estaba situada en la Séptima Avenida, sólo a unas manzanas de donde vivía Tom, que había adquirido la costumbre de ir todos los días al Brightman’s Attic. Rara vez compraba algo, pero antes de iniciar su turno de trabajo le gustaba pasar media hora o incluso una entera hojeando los libros usados en la planta baja. En las estanterías se amontonaban miles de libros —de todo tipo, desde diccionarios agotados a olvidados éxitos de librería, pasando por ediciones de las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel—, y Tom siempre se había sentido a gusto en aquella especie de mausoleo de papel, curioseando entre los montones de libros desechados y aspirando el polvoriento olor a viejo. En una de sus primeras visitas hizo una pregunta a Harry sobre cierta biografía de Kafka, y a partir de ahí entablaron conversación. Ésa fue la primera de una serie de innumerables y pequeñas charlas, y aun cuando Harry no andaba siempre por allí cuando llegaba Tom (solía estar la mayor parte del tiempo en la planta de arriba), en los meses siguientes hablaron lo suficiente para que Harry supiese el nombre de su ciudad natal, conociese el tema de su frustrada tesis (Clarel, el poema épico de Melville, monumental e ilegible), y hubiese asimilado el hecho de que a Tom no le interesaba mantener relaciones amorosas con un hombre. Pese a esta última decepción, Harry no tardó mucho en comprender que Tom sería el encargado ideal para su sección de libros raros y manuscritos en la planta de arriba. No le ofreció el empleo una vez, sino una docena de veces, y a pesar de las reiteradas negativas de Tom, Harry nunca abandonó la esperanza de que un día contestara afirmativamente. Sabía que Tom estaba en hibernación, luchando ciegamente contra el tenebroso ángel de la desesperación, y que las cosas terminarían cambiando. Todo eso era cierto, aunque Tom no fuera consciente de ello todavía. Pero en cuanto llegara a comprenderlo, todos aquellos disparates sobre el taxi acabarían siendo como la ropa sucia del día anterior.
A Tom le gustaba hablar con Harry porque era una persona franca y con chispa, un hombre con una labia tan estimulante y contradicciones tan absurdas que no se sabía con qué iba a salir a continuación. Por su aspecto, cualquiera lo habría tomado simplemente por otro de esos sarasas maduros de Nueva York. Toda su recargada apariencia estaba calculada para dar precisamente esa impresión —cejas y pelo teñidos, pañuelos de seda al cuello, chaquetas azules con escudos de club de yates, expresiones amaneradas—, pero una vez que se le conocía un poco, resultaba que Harry era un individuo exigente y perspicaz. Había algo provocativo en aquella manera suya de hablar, ingeniosa y punzante, que infundía el deseo de replicar adecuadamente a sus taimadas preguntas sobre asuntos personales. Con Harry, limitarse a responder nunca era suficiente. Debía haber cierta gracia en lo que uno decía, la efervescencia suficiente para demostrar que no se era simplemente otro zopenco que iba a trancas y barrancas por la vida. Y en vista de que en buena parte así era como se sentía por aquel entonces, Tom tenía que hacer un esfuerzo especial por mantener el tipo a la hora de hablar con Harry. Ese esfuerzo era lo que más le atraía de sus conversaciones. A Tom le gustaba pensar deprisa, y llevar su capacidad discursiva por senderos inhabituales, verse obligado a mantenerse alerta, le resultaba tonificante. Tres o cuatro meses después de su primera charla —cuando apenas se conocían, y por tanto no eran ni amigos ni asociados—; Tom se dio cuenta de que, entre todos sus conocidos de Nueva York, con nadie hablaba más francamente que con Harry Brightman.
Y sin embargo Tom siguió resistiéndose a su ofrecimiento. Durante más de seis meses rechazó las propuestas del librero para que trabajara con él, y en ese tiempo alegó tantas razones diferentes, expuso tal cantidad de argumentos para que Harry buscara a otro, que los dos acabaron tomando a broma su reticencia. Al principio, Tom se empeñaba en defender las virtudes de su trabajo, improvisando complejas teorías sobre el valor ontológico de la vida de taxista.
—Abre un camino directo a la inconsistencia del ser —sentenciaba, esforzándose por no sonreír mientras imitaba la jerga de su pasado universitario—, un espacio único por donde acceder a las caóticas infraestructuras del universo. Te pasas la noche dando vueltas por la ciudad, sin saber nunca adónde vas a ir a parar. Un cliente sube a la parte de atrás del taxi, te dice que lo lleves a tal y tal sitio, y ahí es adonde te diriges. Riverdale, Fort Greene, Murray Hill, Far Rockaway, la otra cara de la luna. Todo destino es arbitrario, toda decisión está regida por el azar. Ya puedes ir derecho, zigzaguear, llegar lo más rápido posible, pero en el fondo no tienes ni voz ni voto en el asunto. Eres un juguete de los dioses, y no tienes voluntad propia. Sólo estás para satisfacer los caprichos de la gente.
—Y esos caprichos —decía Harry, inyectando un malicioso destello a su mirada—… qué atrevidos deben ser esos caprichos. Apuesto a que ves cantidad de ellos en el espejo retrovisor.
—He visto de todo lo habido y por haber, Harry. Masturbación, fornicación, embriaguez en todas sus formas. Vómito y semen, mierda y meados, sangre y lágrimas. En uno u otro momento, todos los fluidos humanos se han derramado en el asiento trasero de mi taxi.
—¿Y quién limpia todo eso?
—Pues yo. Es mi trabajo.
—Bueno, jovencito, recuerda entonces —decía Harry, llevándose el dorso de la mano a la frente en un fingido desvanecimiento de diva— que, cuando vengas a trabajar a mi establecimiento, descubrirás que los libros no sangran. Y desde luego no defecan.
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