24 ene 2020
Robert Walser - Teatro de gatos
Un dormitorio
Es medianoche pasada. En una cama duerme Muschi, una gatita negra como el azabache, entre blanquísimos almohadones de encaje. Como suelen hacerlos niños pequeños, Muschi duerme con la boquita abierta. Ha puesto una de sus patas bajo la cabeza, mientras la otra cuelga del borde de la cama. Son dos patitas preciosas. En la habitación reina un silencio mágico, y un aroma peculiar emana de ella, parecido al que saldría de una cocina para niños en la que estuvieran horneando algo muy dulce y sabroso. También sale un olor principesco que se expande por la platea. Sobre una mesita de noche arde una luz minúscula, parecida a una flor de cerezo, que difunde un resplandor suave y rojizo en dirección a la cama. Muschi está soñando, uno lo advierte porque a ratos contrae la patita y parpadea ligeramente. Las ventanas del dormitorio están enmarcadas por cortinajes de encantadora pulcritud, densos como la nieve. Lo cual también tiene algo decididamente infantil y florido. Mesa, cómoda, sillón y armario han sido distribuidos agradablemente y con total naturalidad en el espacio. La ropa de Muschi descansa en una silla, junto a la durmiente.
De pronto se abre una de las cortinas, y un ladrón, es decir un gran gato disfrazado de capitán de bandoleros, salta sin hacer ruido y, mirando con cuidado a todos lados, se desliza dentro por la ventana. Lleva puestas unas botas de montar, un alto sombrero terminado en punta, y armas al cinto. Su barba y sus salvajes ojos son terribles, y sus movimientos son, realmente, los de un facineroso consumado. Se acerca a la cama, coge por el copete a la pequeña y desprevenida Muschi, la saca de los almohadones, la envuelve en un trapo y mete luego aquella cosa que se revuelve y quiere gritar y no puede, en un gran saco especialmente preparado para ella. Sonrisa y ronroneo de satisfacción. La orquesta toca una melodía ora quejumbrosa, ora suave y picarescamente triunfal. Dentro, en el otro cuarto, una voz empieza a llamar: ¡Muschi! ¡Muschi! Parece un canto muy arrastrado. Con canallesca destreza gira el ladrón sobre sus tacones y salta por la ventana. Un momento después se abre una puerta y entra el ama de Muschi, envuelta en un holgado camisón. Una especie de Hedwig Wangel[1] en versión gatuna. Se queda de una pieza y quiere maullar. Pero ya es una gata de cierta edad y el terror le ha paralizado las extremidades y la voz. Cae desvanecida mientras gesticula penosamente. Luego se recupera y abandona la habitación lanzando unos maullidos que, a decir verdad, más parecen gritos humanos.
Paisaje fluvial con torre
En la torre, arriba de todo, arde una luz. Ha anochecido y brama un viento tempestuoso. Sale a escena el ama con un paraguas bajo el brazo. Tras dar unos cuantos pasos hacia el público, se detiene, exhausta, al parecer, por el largo peregrinaje, saca del bolsillo de su vestido un pañuelo con puntitos rojos e inicia un conmovedor sollozo de varios minutos de duración. Entre otras cosas se suena la nariz achatada de gata, como suelen hacer las ancianas que lloran. Abandonó su casa para buscar a la raptada Muschi, y ya lleva diez largos años buscándola. Ya habla diez idiomas diferentes, porque ha viajado por diez países extranjeros. En casa está la distinguida mamá de Muschi y no come ni bebe casi nada, pues no logra acostumbrarse al dolor de haber perdido a su única hija. Y el ama, sin hacer mohín alguno ni decir palabras superfluas, se pone sus burdos zapatos de caminante y echa a andar sobre sus viejas piernas hasta aquella horrible torre. Va gritando por todas partes: ¡Muschita, Muschita! A veces, impulsada por su angustia, grita: «¡Muschinita! ¡Muschiminita!», y otras palabrejas tiernas y disparatadas, mas nunca obtiene respuesta. Durante el viaje, ociosos viudos han pedido varias veces la mano del ama en los albergues, pero ella hubiera preferido aceptar una bofetada antes que esas propuestas de matrimonio tan sórdidas, que sólo servían para distraerla de la gran tarea agridulce de su vida; buscar a su Muschinita. Esta tristeza suya queda elocuentemente expresada en su forma de tenerse en pie; pero ahora se vuelve hacia la torre y divisa la lucecilla en lo alto. Algo la impulsa entonces a lanzar un potente maullido que suena como si le preguntase algo a la luz. Ésta se limita a parpadear muy levemente, como no podía ser de otro modo tratándose de semejante luz. «¿Está Muschi allá arriba?», pregunta el ama. Ninguna respuesta. «Dime, querida lucecita, ¿sabes dónde está Muschi?». Ninguna respuesta. «¡Vaya descaro, no responder ni siquiera a un ama de buena familia! ¿De modo que nada?». Ninguna respuesta. El ama se aleja de la torre. La tempestad apaga la insolente y desalmada lucecita.
Nubes que pasan sobre el escenario. Esto puede valer como imagen de la más absoluta de las soledades. El ama rompe a llorar y se dispone a continuar su camino. Levanta un extremo de su falda y se seca los ojos con ella.
Un teatro de variedades
¿De modo que allí ha ido a parar la Muschi? Fue vendida a un agente del teatro de variedades. Veamos a ver. En efecto, allí está en el escenario, con una lamentable faldita de lentejuelas, unos zapatos de tacón alto y puntiagudo, y medias de un rojo chillón, visibles hasta más arriba de las rodillas, y tiene que bailar para ganarse el pan. Se ha vuelto preciosa entretanto, se nota a primera vista, y además es el mejor número de todo el programa. Tiene en sí algo distinguido, cierta altivez que sólo puede provenir del linaje. Los gatos espectadores son individuos de aspecto totalmente plebeyo, con hocicos gruesos y modales bastante asquerosos. Con las patas delanteras bajan de golpe las tapas de sus jarras de cerveza y se alegran de la abúlica intrascendencia de sus gestos. Vapores mefíticos recorren el local, atendido por camareras que intentan sacar siempre el máximo provecho. Muschi está bailando, y en cuanto acaba su baile se sienta con otras bailarinas en un banco forrado de terciopelo, para dejarse admirar y celebrar tranquilamente. Mantiene su cabecita gacha, como perdida en largos y melancólicos pensamientos, mientras sus patas juguetean con los crujientes encajes de su faldita de baile. ¡Qué grandes, tristes y hermosos son sus ojos cuando los levanta! Un par de ojazos amarillos. No hay que olvidar nunca que, después de todo, son ojos de gato, aunque de la más fina y noble calidad. Un pesar inextinguible parece arder allí dentro unido a un recuerdo inextinguible. De pronto ¡puah!, desde abajo un tipo quiere aferrarle la pierna, realmente apetitosa, con sus puercas manotas. Ella le lanza un violento taconazo en pleno hocico con una de sus afiladas botas y el sinvergüenza echa a correr maullando para denunciarla ante el patrón del establecimiento. Por desgracia se trata de un íntimo amigo de éste, que se abalanza sobre Muschi y la abofetea, haciéndole saltar las lágrimas. Las camareras, deseosas de halagar al huésped, dicen que tiene razón, que esa pavita orgullosa se merecía un buen coscorrón en el morro. Muschi llora y debe bailar llorando, pero baila tan dolorosamente bien que, obedeciendo algún presentimiento, ni los más lúbricos de aquellos granujas se permiten seguirla importunando. El húmedo brillo de los ojazos de Muschi los ha intimidado muchísimo. Los gatos aúllan ¡bravo!, palmean con sus patas y lamen la cerveza derramada en las mesas. El patrón, un animalote gordo e incorregible, pone una cara importante e infinitamente divertida.
Calle elegante con verja de jardín
Han transcurrido otros diez años. El ama gata sale a escena encorvada sobre un bastón nudoso, medio ciega de tanto buscar: diez años, veinte años, y por entonces, cuando estaba en la camita, tenía cuatro años, más uno hacen veinticinco, piensa y trata de sonreír con su viejo hocico. ¡Oh, qué sonrisa tan antigua y corroída por el tiempo! Se va desgranando de su boca como las piedras de una muralla vieja y derruida. Es una luminosa mañana de domingo. Sobre los arbustos del jardín reverbera el sol. Aquello tiene algo de impresionismo francés, si se quiere a toda costa hacer gala de cultura. La anciana se ha sentado sobre una de las dos piedras que suele haber ante las verjas de los jardines y tose levemente. Es lo que ocurre cuando uno es viejo, tose hasta en el más ardiente verano. ¡Con qué impasibilidad está allí sentada! La búsqueda se le ha convertido en una especie de costumbre grata e indispensable, como quien dice. Hace mucho tiempo que no busca para encontrar, sino por un placer de buscar del que ni ella misma es ya consciente. Le basta con cumplir hasta el final su obligación. Ya no esperaba nada. Hace tiempo que la esperanza se ha convertido en algo degradante para ella. Tampoco busca ya como es debido, se limita a caminar y observar un poquitín, nada más. ¡Se ha hecho vieja, vieja, y está tan atrozmente cansada, tan atrozmente débil, tan agotada por las caminatas y servicios prestados! ¡Ha arruinado de tal modo su vida por una simple obligación! Allí está ahora sentada, y la gente gatuna pasa a su lado indiferente, creyendo que es una mendiga ociosa. Le dedican a lo sumo una mirada arrogante. Las niñeras pasan frente a ella empujando sus cochecitos. Y obreros y caballeros con sombreros de copa, todos gatos, por supuesto. Pero lo felino y lo humano se mezclan. Los señores se retuercen, aburridos, los bigotes, que les llegan hasta detrás de las orejas. Claro está que todos caminan más o menos erguidos. El tranvía pasa como una exhalación. Niños gatos de muy corta edad brincan de un lado a otro jugando, y el sol sonríe amigablemente. Tras los arbustos del jardín señorial brilla, gris azulino, el tejado de pizarra de una mansión, y ahora… pero ¿qué es eso, vieja ama? No, no. Nada de dormirse. ¿Acaso no lo ves? Una joven figura femenina celestialmente bella, envuelta en velos blancos, ha salido por la verja del jardín. La vieja dice «be… we» y cae a tierra muerta de alegría. La bella aparición es Muschi. Se ha convertido en una hermosa y distinguida gata, esposa de un ministro. Al ver que la anciana cae a tierra, tiene un presentimiento. Se precipita hacia ella, la reconoce, se arrodilla a su lado y se queda estupefacta: nada extraño, pues el mundo de su infancia acaba de subyugarla.
En Historias
Traducción: Juan José del Solar
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